
Nina , un personaje y una obra con altibajos
1 minuto de lectura'
Nina . De José Ramón Fernández. Dirección: Jorge Eines. Con Heidi Steinhardt, Pablo Razuk y Eduardo Ruderman. Escenografía: Jorge Ferrari. Iluminación: Félix Monti. Vestuario: Mini Zuccheri. Diseño sonoro: Federico Figueroa y Javier Ntaca. Ciudad Cultural Konex, Sarmiento 3131. De jueves a sábado, a las 21. Duración: 60 minutos.
Nuestra opinión:regular
Todos los que han tenido la fortuna de una vida relativamente normal -no así quienes sufrieron el estigma de la guerra o del hambre- guardan en su memoria imágenes de una niñez o juventud que añoran como paisajes de un paraíso perdido. El paso de los años, aun en los que pueden llegar a ser felices en la madurez, acentúa esta sensación porque, realmente, la vida estaba ahí en todo su esplendor y como potencia de lo que podía llegar a ser. En rigor, lo que se escurre con el transcurso del tiempo es aquel maravilloso vértigo de imaginar el futuro.
Existe otra idealización del pasado, en cambio, que se nutre en la desdicha del hoy. El vacío de la actualidad, por la frustración de los proyectos que se han emprendido o por el desamor, lleva a embellecer lo pretérito en demasía. Y, sobre todo, el lugar donde esa etapa de la existencia se desarrolló. Este es el problema de Nina, una actriz de 31 años que regresa al pueblo costero donde vivió quince años atrás en busca de un suceso que cambie milagrosamente el angustioso curso de su presente. Como al personaje de La gaviota , cuyo nombre evoca, no le ha ido muy bien en su carrera.
En un hotel de ese sitio, próximo al mar, se encuentra con Blas, otro fracasado como ella que fue amigo de su juventud. Hay mutuas y tormentosas confesiones e incluso una relación sexual, pero concluida la noche no arriba la luz. Los dos comprueban que son impotentes para cambiar nada. El autor acumula durante ese tiempo de contacto distintos indicios de que podría ocurrir algo, pero al final opta por dejar todo igual. Esa es su mayor sagacidad. Aparecen algunas frases bellas y variadas referencias a artistas, películas o datos de época para incentivar la imaginación del espectador. No mucho más.
Aun con su premio Lope de Vega a cuestas y su aire chejoviano, Nina no impresiona como un gran texto. Pero, tal vez, el mayor defecto del espectáculo no esté en la obra, sino en el criterio con que se enfoca la actuación de Heidi Steinhardt. La actriz, obviamente en acuerdo con el director argentino Jorge Eines -que es un prestigioso maestro de interpretación en España, pero puede fallar como cualquiera-, coloca todo el peso de su trabajo en una suerte de composición plástica -su cuerpo está en continua movilidad y sus brazos, piernas y manos se estiran y se encogen a cada rato- que termina por hacer artificiosa la caracterización y le resta fuerza interior.
Y ese personaje y su conflicto son la viga maestra de la pieza. Ni siquiera el hecho de que Nina sea alcohólica puede justificar tal exceso de hiperkinesia. En cambio, Pablo Razuk como Blas transmite con fidelidad la vencida pesadumbre de su criatura. También Eduardo Ruderman acierta con su Esteban -el viejo que debió hacer el recordado Héctor Malamud-, aunque ese personaje sea en lo dramático bastante inconsistente. Lo mejor es la puesta con su atmósfera impresionista, los cambios en las intensidades de la luz, el lejano sonido del mar, y la sombría y nostálgica nocturnidad de un otoño que sólo parece cenizas de un verano imposible de recuperar.



