Pequeñas delicias teatrales
Los domingos, en medio de una bella casona iluminada, tiene lugar un mágico entramado escénico que reúne a lo mejor del teatro y la danza
"Los que van a Símil piel, por acá, por favor", dice alguien. "Los que van a Oblación, por este lado", dice otro alguien señalando otra dirección de la casa. Si uno de los encantos de los viajes es la esperada irrupción de lo inesperado (dixit un libro que estoy leyendo), ése es uno de los indiscutibles encantos del ciclo Teatro Bombón.
Teatro Bombón sucede todos los domingos en una casona tomada por el teatro, por la danza, por la performance con gente que -en medio del calorón de las 5 de la tarde del domingo pasado- se acerca a La Casona Iluminada porque está por comenzar el viaje hacia distintos paisajes escénicos que componen esta mágica casa en movimiento en la cual, hasta las 21, y cada 30 minutos, parten exploradores hacia mundos fantásticos.
Teatro Bombón sucede en un bello petit hotel que expone -orgulloso- la nobleza de sus aberturas, las paredes empapeladas con dibujos de otros tiempos, varios vitraux por donde se cuela un sol enardecido, el crujir de los pisos de madera y sus mármoles de Carrara en un entorno arquitectónico que es todo un viaje al pasado en sí mismo.
Símil piel es escalera arriba, en un segundo piso, en una habitación de balcón francés que da a la avenida Corrientes, al calor, a la ciudad. Si embargo, dentro de la habitación, es pura intimidad, Allí, un seleccionado de lujo de actores exhiben y desfilan las formas del deseo, de la sensualidad en estado puro, en estado de ira. Los pocos espectadores se acomodan próximos a ellos. La rutina de estos sensuales toma cuerpo mientras los cuerpos jadean, se provocan, se insinúan. Casi al final, aparece Diego Rosental vestido de mujer. "No -corrige él a otro actor que acaba de decir lo que acabo de escribir-, con ropa de mujer." La experiencia dirigida por Ciro Zorzoli con la colaboración de Diego Velázquez es estado puro de actuación y de acumulación de densidades sobre los mecanismos de la atracción. Culmina cuando un reloj indica los 25 minutos del momento de la partida.
Entonces, volver abajo. Al hall. Al mismo hall vecino al bar en donde la gente toma algo mientras espera la partida hacia otra estación lúdica. En estos momentos -17.30, horas; 34 grados- el siguiente destino se llama Todo o ninguno. Es del coreógrafo Pablo Rotemberg. Otra vez la seducción. Pero la seducción en modo animal, caída, grito, provocación, desnudez. Está a cargo de tres bailarines desbocados, hambrientos, que parecen desconocer las imprecisas formas de los límites. En una escena, en medio de ese señorial marco arquitectónico desnudo, él baila un malambo. Lo único que tiene puesto son sus botas.
De no querer hacer una parada en el bar, hay que volver a subir unas escaleras. Dos trechos. En otra habitación del alto de esta casona tomada se presenta un trabajo de Hernán Morán. Se llama Oblación. Esta vez se trata de una potente historia que apela a la palabra. Una historia que se va enrareciendo, que se va poniendo más densa, que va invadiendo el ambiente a partir del relato de una señora que parece poseída.
Cuando hace unos tres años Monina Bonelli, Maruja Bustamante y Cristian Scotton se hicieron cargo de darle luz a esta personal sala que desborda personalidad, las dos decidieron llamar a una astróloga. Luego de dar vueltas por la casona, la amiga de los astros les dijo que creía que ahí habían muerto dos chicos. Quizás haya sido en ese cuarto de arriba en donde tiene lugar esa microhistoria de esa señora poseída, vaya a saber uno... Cuando Maruja recuerda esa historia, no le da miedo. Casi, lo contrario. Piensa que esas dos ánimas deben estar contentas de ver la casa tomada por experiencias lúdicas. Las 200 personas que desde junio circulan los domingos por Teatro Bombón (mucho sub 40) también tienen caras de estar contentas. Hasta son capaces de dibujar en sus rostros cara de nada me turba, nada me espanta cuando, de golpe, se topan con los bailarines de Rotemberg paseándose desnudos por el lugar. La modernidad también tiene sus códigos, y sus poses.
En minutos, ahora son las 18.30 y todo este engranaje es muy puntual, el coreógrafo Pablo Lugones abre las puertas del espacio más pequeño de la casona iluminada. Bailan Amparo González Sola y el mismo Lugones (lo cual, ya es un certificado de calidad). Se llama El becerro de oro. Con una de las tantas llaves que usan (usan, desparraman, sacuden, evocan, transforman en objeto de devoción) abren una caja fuerte empotrada en la pared. Una caja fuerte que, en su interior, se asemeja a una minihabitación plagada de otros objetos de culto, de adoración, de fetiches pop.
Ahora sí, hagamos una parada. Los diez destinos que ofrece este viaje dominguero tienen lugar en cinco habitaciones de esta casona. Cada pasajero elige cuáles y cuántos ver. En la casona tomada, hay otros dos lugares destinados a encuentros y partidas: el bar con sus delicatessen y el mismo hall. Hay otro espacio que, vaya paradoja, no siempre pueden usar porque, abajo, está el escenario del teatro La Casona y generaría ruidos molestos. Las opciones son tantas que, inexorablemente, siempre se está perdiendo algún destino. En mi caso, por ejemplo, los paisajes creados por Sebastián Suñé, la propuesta de Alejandro Casavalle y el trabajo dirigido por Andrea Garrote, a partir de un texto inédito de Rafael Spregelburd.
Ya casi de noche, en el mismo lugar que dos horas antes habitó Ciro Zorzoli (ese cuarto con balcón francés que da la avenida) ahora es donde Santiago Gobernori saca a relucir un cuento de Chejov. Actúan Lorena Vega, Monina Bonelli y un actor invitado: hoy, Bernando Cappa. De la experiencia crash de Rotemberg a este mundo chejoviano hay mundos de distancias. Mundos que, en el transitar de la tarde/noche, se complementan, se articulan, se entretejen, se potencian, se bifurcan.
Cuando Lorena Vega termina de actuar, a escasos metros de la habitación chejoviana empieza Segunda vuelta, obra que ella dirige. En una escena, llegan a ser 12 actores (la misma cantidad de público que tiene la mágica propuesta de Pablo Lugones). Frente a ellos, 24 personas presenciando un intenso relato cuyo inicio es el último momento de vida de una persona en una reconstrucción de un hecho cargada de saltos temporales.
A las 21, las medialunas del salón de delicias ya volaron. Ahora salen los salados en medio de los cuadros de Marcelo Zeballos que en estos meses ya vieron pasar las obras de Carlos Casella, Lisandro Rodríguez, Celia Argüello Rena o Gustavo Tarrío. En esto de saltos temporales, dentro de poco se sumará Dennis Smith. O sea, una bandeja con lo mejor de la escena que desafía a la melancolía dominguera.
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La Casona Iluminada está en Corrientes 1979. Ahí tiene lugar este ciclo creado por Monina Bonelli y Cristian Scotton. Las entradas se pueden reservar en www.alternativateatral.com. Cada espectador arma su recorrido (en general, el público ve de 2 a 3 obras). En esos casos, el precio es de 80 y 100 pesos.