Con una obra donde los textos verbales se mezclan con el más clásico teatro físico del clown, Marcelo Katz propone una mirada interior a los (presuntos) éxitos y fracasos de la realidad cotidiana
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Dramaturgia: Marcelo Katz y Carolina Pecheny. Dirección: Marcelo Katz. Intérpretes: Cecile Caillon, Gastón Jeger, Mariano Russo, Ezequiel Sena y Eleonora Valdez. Vestuario: Liliana Piekar. Escenografía: Ariel Vaccaro. Iluminación: Ricardo Sica. Música: Diego Vila. Sala: C.C. de la Cooperación (Av. Corrientes 1543). Funciones: sábados 22.30. Duración: 75 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
La pregunta tiene validez universal. ¿Dónde está el camino que hay que transitar en la vida para estar bien? Una troupe entre clownesca y esperpéntica se la formula mientras recorre el escenario sobre un carromato ornado con objetos variopintos que le otorgan un aire de mecánica estrafalaria. La respuesta, si es que la hay, no resultará sencilla.
Los cinco personajes están juntos en la búsqueda, pero la encaran desde vitalidades muy distintas. Dos mujeres con alma de liderazgo que se disputan por momentos con rispidez, una de ellas con un malhumor que parece sempiterno. Otros dos viajeros más o menos resignados a pasar por zopencos e ingenuos. Y un quinto pasajero que arrastra un carrito-biblioteca, del que extrae citas filosóficas más o menos apócrifas: de Kierkegaard sobre la alegría, de Camus sobre el suicidio, de Heidegger sobre el uso de la fuerza… Sus compañeros le hacen poco caso, a lo sumo pergeñan alguna cita de autoría propia.
Marcelo Katz, uno de los más destacados creadores del clown teatral en la escena local, desde las recordadas compañías La Trup y Clun, hasta sus más recientes trabajos con máscaras como Gaspet, es autor de Todo bien todo bien junto a Carolina Pecheny, de trayectoria en el parisino Théâtre du Soleil dirigido por Ariane Mnouchkine.
En su puesta en escena, estrenada en el Centro Cultural de la Cooperación, Katz apela al elenco de Vértigo, una obra de improvisación de clowns que lleva diez años en cartel, también bajo su dirección y en su propia sala, Espacio Aguirre. Eleonora Valdez y Cecile Caillon, Mariano Russo y Ezequiel Sena, así como Gastón Jeger, esta vez sin máscaras ni narices rojas, arman sus personajes con rasgos arquetípicos. Pero desde su misma caracterización, prácticamente invariable a lo largo de la obra, de insistente perseverancia en su ser, convocan a la empatía del espectador.
El coro de risas que acompaña a la obra casi ininterrumpidamente cual banda sonora se debe posiblemente no solo a los gags, en los que se entrevera estrechamente el absurdo de los textos verbales con el más clásico teatro físico del lenguaje clownesco, sino a verse reflejado el público en muchos aspectos. Claro que de modo distorsionado, como por efecto de espejos curvos. Reímos de nosotros mismos, adivinando tal vez algunos absurdos de nuestras propias vidas.
En el caótico recorrido, los personajes no encuentran el orden ansiado, el sitio del descanso en que detenerse. Para orientarse, instan a una mirada interior tanto como a observar las constelaciones estelares, como antiguos navegantes homéricos. No tienen brújula ni mojones en que orientarse. Discuten sobre cuál podría ser o haber sido, el destino ideal, si por ejemplo, la meseta o el pantano que atravesaron.
Cada tanto, los viajeros interrumpen su recorrido y recrean en escenas de sombras iluminadas de modo difuso, en reflexión retrospectiva, algunos de esos escenarios que atravesaron, sin ponerse de acuerdo sobre sus bondades. Piensan incluso en separarse, al darse cuenta de la diversidad de su destino imaginario. Su recorrido no parece acercarlos a una meta. Perseveran en el fracaso, pero de algún modo nace en ello su éxito.
La escenografía de Ariel Vaccaro traza mediante la estructura móvil del carromato y del carrito-biblioteca con eficacia el lento desplazamiento sin llegada de la caravana en busca de su destino inalcanzable. El vestuario de Liliana Piekar acompaña con diversidad de diseño y cierta monotonía en los tonos cromáticos, de modo que el conjunto conforma una grupalidad a bordo, pero sostiene los rasgos individuales de cada uno de sus integrantes.
En algún momento, la expedición amenaza con eclosionar, al comenzar a intuir sus integrantes que no saben hacia dónde van. Más duchos en plantear preguntas que en formular respuestas, que se postulan de forma un tanto enunciativa hacia el final, los clowns retoman, sin embargo, la itinerancia como modo de vida, la búsqueda como horizonte. Cantando, hacen camino al andar, y así, en mayor o menor medida, parecen estar bien. O al menos no tan mal.
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