"Lo que quiere quien sea que esté detrás de este juego de mierda es justamente esto, separarnos y comernos una por una", le susurra una mujer a otra, antes de rematar: "Y no lo podemos permitir". Podría haber salido de la boca de la filósofa alemana Hannah Arendt, que desarrolló el concepto de anillo de hierro para hablar de la segregación como forma de retener poder. O podría haber sido el creador de The Wire y The Plot Against America, David Simon, que fue más sintético y dijo que el juego estaba arreglado. Pero la frase la dijo la comisaria de la PDI Olivia Fernández (la actriz chilena Antonia Zegers), protagonista de La jauría, en el sexto episodio de la nueva apuesta latina de Amazon Prime Video, que llegó hoy a la plataforma de streaming.
Dirigida por Lucía Puenzo (y con la participación de Nicolás Puenzo, Marialy Rivas y Sergio Castro en algunos capítulos), La jauría está basada en el caso real de La Manada y toma como punto de partida la desaparición de Bianca Ibarra (Antonia Giesen), una estudiante que lidera la toma de un colegio católico y privado tras una denuncia de abuso contra un profesor. Al instante se desata una investigación policial y entra a escena una fuerza policial integrada por Fernández, su colega Carla Farías (María Gracia Omegna) y la criminóloga Elisa Murillo (Daniela Vega). Lo que pronto desentierran es la existencia de un juego virtual, peligroso y misógino, del que se desprenden interrogantes: los de siempre (¿quiénes participan?, ¿cuál es el objetivo?) y los escasamente explorados (¿qué conduce a alguien a querer participar en algo así?). Con este telón de fondo, Puenzo despliega una meditación frenética de particular correlato con nuestro presente, en el que casos como el de Fernando Báez Sosa son moneda corriente, en el que incels patalean por lesbianas de videojuegos y en el que desahogo sexual es eufemismo de violación.
El tratamiento de La jauría no es para nada tangencial a los movimientos feministas que cobraron fuerza a raíz del Ni Una Menos, consigna que politizó a una gran parte de la juventud latinoamericana y la sacó por primera vez a las calles. A fines narrativos, esta ficción singulariza villanos, pero desde su mismo título anuncia al verdadero antagonista: la naturaleza insidiosa de la cultura de la violación y los pactos de complicidad entre machos que permiten la perpetuación de estos mismos sistemas. Inteligentemente, este proceder grupal es presentado en su carácter pandémico y ordenado y no como un fenómeno cercado entre la cordillera y el mar.
Que La jauría logre sobrevolar tantos tópicos (el grooming, la presunción de inocencia, las interrelaciones entre adolescentes, por mencionar solo algunos) sin jamás perder el foco ni la lucidez sobre ninguno es, en parte, gracias a las posibilidades que permite el soporte televisivo. La extensión del formato es más propicia para ahondar sobre temas de semejante complejidad y la naturaleza episódica le permite al show una escalada dramática perfectamente secuenciada a lo largo de sus ocho episodios. Estos se enmarcan bajo el género de los procedurals televisivos, interesados tanto en el cómo como en el quién (hay retazos del director de Sicario Denis Villeneuve, no solo en los juegos de claroscuros y las siluetas oscurecidas sino también en los planos generales de ambientaciones académicas presentes en Enemy y Arrival).
Lo que separa a esta entrega de la media, además de su rigurosidad formal, es el talento de las actrices en su centro y el pathos con el que encarnan a sus personajes. No hay que mirar más lejos que el comunicado de prensa que da Zegers ("soy el cliché de la negligencia bienintencionada", bromea sobre su exigida Fernández), las reacciones de Omegna cuando su domesticidad se ve amenazada, o el resguardo de Murillo a medida que su arco la acerca peligrosamente al mentor y ex-amante al que alguna vez denunció.
La jauría también destina tiempo a su juventud. Sigue metódicamente los pasos de Celeste (Paula Luchsinger), la hermana de Bianca, que con verosimilitud deviene en una Lisbeth Salander latinoamericana. Mientras tanto, a Benjamín (Lucas Balmaceda, destacable a la hora de humanizar a su chico malo) se le concede cierta redención y profundidad. Esta decisión no es arbitraria: la serie es consciente de que la misoginia se planta temprano, que la soledad en la adolescencia impulsa a buscar legitimación dónde sea y que las micro-agresiones como el humor negro muchas veces constituyen tan solo la punta del iceberg. Esta oscilación generacional sirve para yuxtaponer a los jóvenes maleables frente a los adultos en los que pueden convertirse. "Los asesinos se hacen, no es que nazcan asesinos", afirma el personaje de Vega.
Por sobre todo lo demás, La jauría brilla en su coherencia con los valores que pregona. Desde la primera escena, se descarta cualquier duda respecto a la veracidad del testimonio de las sobrevivientes. En el elenco hay talento trans y entre los personajes una chica queer, pero ambas enmarcadas en una trama que nada tiene que ver con su disidencia dentro o fuera de cámaras. Y las tres policías reciben el tratamiento de la icónica agente del FBI de El Silencio de los Inocentes, Clarice Starling: no son moldeadas por subtramas románticas, fetichizadas ni martirizadas. Al contrario, La jauría es una oferta poderosa anclada en la potencia de tres personajes femeninos, intrincados y fuertes. Y así como ellas se unifican como actoras políticas, la jauría homónima adquiere una capa de ambigüedad. "Esto no es nada lobito contra ovejitas. Esto es lobos contra leonas".
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