
Un menú absurdo para la cena
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"La cena", de Roberto Perinelli. Intérpretes: Claudia Lapacó, Roberto Martínez, Facundo Ramírez e Iris Pedrazzoli. Diseño de iluminación: Jorge Pastorino. Ambientación y vestuario: Stella Rocha. Dirección: Roberto Villanueva. Duración: 70 minutos. En el Teatro del Pueblo.
Nuestra opinión: buena
Un joven pasa a buscar a su novia por la casa de los padres para llevarla a cenar. Esta circunstancia, natural y común, pasa a transformarse para el pretendiente en una situación alucinante. Los padres de la novia, un matrimonio bien avenido, tienen un código muy particular para comunicarse y envuelven al muchacho en un juego que, por momentos, encierra aspectos siniestros.
El padre, un hombre postrado, de esos que ostentan varias enfermedades simultáneas, tiene la obsesión de verse acosado por las cucarachas.
La madre, por su parte, siente la necesidad de estar representando en todo momento y de interpretar cada uno de los personajes que se mencionan en el diálogo.
A este juego se suma el joven, simplemente como una forma de comunicarse con ese matrimonio.
Con "La cena", Roberto Perinelli escapa del estilo realista que generalmente predomina en su obra. Esta pieza marca un hiperrealismo cercano al absurdo, para dibujar un tipo de relaciones que siempre se expone desde la ficción, con una estructura que escapa del esquema convencional, para dibujar el crecimiento a partir de cada una de las situaciones. El texto, por momentos narrativo, lleva implícita una carga de dramatismo, pero, a través de esta resolución estilística, se permite desplegar un humor ácido y por momentos crudo.
Ninguno de los personajes es lo que aparenta ser y a su vez son varios otros; una forma de despersonalizar. En este juego de ficción, de teatralidad permanente, se subraya la necesidad por parte de los protagonistas de encontrar otro lenguaje para comunicarse, para no envolverse de soledad, para escapar de una rutina vacía de contenidos y de una existencia sin vivencias.
Con maestría
La visita del pretendiente es fugaz; rompe la monotonía de un instante para sumergir al matrimonio nuevamente en la oscuridad, como una forma apocalíptica de delinear la frustración.
Estas situaciones, diseñadas en el texto, son el punto de apoyo para que Roberto Villanueva coloque la obra en un plano más absurdo y más vibrante. Abrió el escenario en su totalidad y, con muy pocos elementos, creó un espacio amplio, vacío, ascético, impersonal y sin sentimientos. En medio de esa nada tan cargada de significados y elocuente, los personajes se imponen desde la actuación.
En general, los actores se suman al juego delirante que propone el director -una muy buena marcación- y lo hacen sin retaceos ni vacilaciones. Sobre el escenario se lanzan con firmeza y seguridad a jugar las situaciones, hasta encontrar el punto exacto en que se hacen muy verosímiles. De todos ellos, no puede menos que destacarse el estupendo trabajo que realiza Claudia Lapacó, por la versatilidad y variedad de personajes que llega a componer con maestría.
Finalmente, el vestuario, que engalana visualmente, por el acierto del diseño y los colores elegidos, a estos comensales que nunca llegan a sentarse a la mesa.




