
Una "Arsénico y encaje antiguo" de los noventa
Nuestra opinión: Muy buena. "La última cena" ("The Last Supper", EE.UU., 1995).
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Presentada por Columbia -Vault Inc.- en el Gaumont, Capitol, Atlas Belgrano, Patio Bullrich, Cinemark 8 Puerto Madero. Guión: Dan Rosen. Intérpretes: Cameron Díaz, Annabeth Gish, Ron Eldrad, Jonathan Penner, Courtney Vance, Jason Alexander, Bill Paxton, Ron Perlman. Dirección: Stacy Title. 92 minutos. Para mayores de 13 años.
Inquietante, perversa, inteligente, irónica, dueña de una doble significación y de desplazamientos éticos sostenidos a lo largo del film, "La última cena" es una película para tener en cuenta. Su eje es la palabra cautivadora, la reflexión permanente y un juego de posiciones del sentido que obliga al espectador a un constante movimiento paradójico _efectos de la parodia_ en sus preferencias u oposición sobre lo que dicen los personajes.
Con una más que ligera semejanza con la comedia de J. Kesselring "Arsénico y encaje antiguo", aunque con otros objetivos, también aquí los personajes envenenan con vino a sus circunstanciales convidados.
Se han propuesto limpiar de fascistas las derechas políticas norteamericanas, sin darse cuenta de que ellos _cinco amigos reunidos en una casa de barrio_ incurren en los procedimientos que quieren extirpar.
Para cumplir con un objetivo al que llegan casualmente, tras dar muerte a un asesino disfrazado de redentor de las costumbres tradicionales, repiten la acción con un sacerdote que combate a los homosexuales y con un antifeminista, con una enemiga de la educación sexual escolar, con una señora a la que no le gusta la literatura de Salinger y con varios más. El cementerio, en la huerta, y la atmósfera más siniestra, en la pantalla.
Extrañeza y humor gris
El espectador se mece en un vaivén donde la extrañeza se une al humor gris y donde una decidida falta de solución final busca un público despreocupado de las películas que cierran el sentido en sí mismas.
Los cinco asesinos responden a la antropología norteamericana típica: son universitarios al borde de la graduación, uno es negro, hay un judío, dos son mujeres con frustraciones sexuales, uno de ellos es pintor de cuadros y todos sueñan con mejorar la sociedad del país donde viven.
Es muy fácil asimilarse desde el comienzo con ellos, incluso coincidir con sus ideas en apariencia democráticas y con la propuesta con que inician las entrevistas a la hora de la cena: "¿Qué harían con Hitler si lo encontraran en Viena, a los catorce años y aún pendiente de un futuro que la historia conoce muy bien?" La imagen trabaja la narración con austeridad, sin estridencias, convirtiendo en jueces voraces a los jóvenes asesinos gracias a la manipulación del contraplano (allí instala el director al espectador, convertido en víctima, si no se apura a seguir los hechos desde su implacable vaivén). Los jóvenes se hamacan entre la noción de verdugo y la de asesino.
La sencillez inteligente La sencilla narración visual no impide, sin embargo, reconocer la importancia del color rojo, que enlaza la sangre, el vino envenenado y los suculentos tomates que crecen encima de los cadáveres. Una música satinada _The Carpenters, en algún momento_ retrotrae los hechos con naturalidad a cierta habitualidad de eterno transcurrir.
El elenco protagónico se convierte en un plantel de asesinos seriados que no salen a buscar a la víctima, sino que la reciben en casa. El relato acusa influencias de la estructura narrativa de "La decadencia del imperio americano", de Dennis Arcand, aunque mirada desde ojos ensangrentados.
La última secuencia, el encuentro real con quien los motivó a realizar la limpieza ideológica desde un programa televisivo, con una verdad diferente, cara a cara, obliga al grupo al debate y la acción monta su sátira, aunque no busca corregir costumbres. No hay que contar qué ocurre, pero el minuto último dejará a muchos muy preocupados.
En el último minuto
"Todos nos hacen falta", dice uno de los personajes, y sentimos que la convivencia norteamericana, cuando piensa, no debe sentirse muy feliz. La inquietud avanza más allá de las fronteras del país donde se origina el film.
La secuencia final es asimismo la demostración del valor intrínseco de la palabra vacía pero convincente y del sentido de un film que habla de un director listo, el debutante Stacy Title, y de la elección, por una distribuidora norteamericana, de un film independiente (indi, en la jerga) de ese origen y de los habitualmente "descartables". Las multitudes que concurrieron a las trasnoches marplatenses del festival de noviembre para ver "La última cena" convencieron a los responsables de que valía la pena presentarla en los cines.
La película es muy recomendable, aunque no para todos: se van a sentir más identificados con su discurso quienes aún creen en el disentimiento, aunque éste, finalmente, también es puesto en tela de juicio.




