Reseña: El jardín de vidrio, de Tatiana Ţîbuleac
Una dura infancia del este, con luces y sombras
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En el constante reseteo del mapa de Europa a través de los siglos, el devenir histórico se ha encaprichado con frecuencia en inventar países, y hasta lenguas. Es el caso de Moldavia, territorio que pertenecía a Rumania –se trata de la antigua región de Besarabia– y al que los rusos, a partir del toma y daca de sus tratos amistosos con los alemanes en los albores de la Segunda Guerra Mundial, le impusieron al finalizar la contienda una nueva identidad. También el alfabeto cirílico, que produjo, en los hechos, una suerte de lengua híbrida.
“¿Qué significó esa lengua para mí y para mi generación?”, se interroga en la nota introductoria de El jardín de vidrio, su segunda novela, la moldava Tatiana Tîbuleac (Chisinau, 1978), hoy radicada en París. “Me he preguntado miles de veces cómo puedes llegar a odiar la lengua en la que te sabes todos los cuentos y todas las canciones. Y me lo sigo preguntando todavía, siempre con un sentimiento de culpa, siempre en voz baja”, escribe.
Quizá porque la infancia es el espacio que nuclea todos los conflictos, o porque ese imaginario le permite trabajar con comodidad en esa ambivalencia dickensiana entre la amargura y los breves pero maravillosos hallazgos de lo cotidiano, Tîbuleac elige otra vez en El jardín de vidrio –luego de la muy celebrada El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes– la niñez como epicentro de una historia que tiene como otro eje neurálgico el cruce entre dos lenguas y dos culturas.
La protagonista –a la que todos llaman “Lastochka”– es una chica moldava de siete años, extraída de un orfanato por una mujer rusa, no por compasión, sino por interés o necesidad: los años pasan, y el negocio extrañamente lucrativo de recoger y vender botellas, con las energías que a ella le empiezan a faltar, precisa de alguien más.
La historia es narrada por Lastochka varios años después, y el solo hecho de que su hija lleve el nombre de aquella mujer –Tamara– alcanza para escenificar el amplio y complejo espectro de emociones que la novela propone. Por momentos lo hace desde un registro demasiado ingenuo, de manera similar a como ocurría en El verano en que mi madre..., en un intento de mostrar que su protagonista nunca dejó de ser aquella niña. En los mejores pasajes de El jardín de vidrio, Tîbuleac consigue de todos modos situar al lector en una zona doblemente incómoda: la de los sinsabores que a pesar de todo dejan resquicios luminosos. A Lastochka se le revelan en la nueva y embriagadora situación comunitaria del bloque de edificios en que pasa a vivir, y en la tensión entre dos identidades de las que, sin remedio, tendrá que surgir la propia de la adulta que narra.
El jardín de vidrio
Por Tatiana Ţîbuleac
Impedimenta
Trad.: Marian Ochoa de Eribe
354 páginas
$ 1795