Santiago Lange. La frase de su padre severo que lo formó como navegante olímpico
En Viento (Sudamericana), el campeón olímpico Santiago Lange cuenta su historia, marcada por la pasión por los barcos; aquí, un fragmento
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Todo empezó como un juego. Un juego que nos permitía ser libres y felices cuando ni siquiera sabíamos el significado de esas palabras. Nuestro patio de aventuras comenzaba allí donde el parque arbolado del Yacht Club Argentino balconea sobre el río en San Fernando, un suburbio de las afueras de Buenos Aires, y se volvía infinito una vez que abordábamos nuestros pequeños barcos.
Con apenas siete años teníamos para nosotros el río Luján y más allá, el estuario del Río de la Plata, inmenso e inabarcable, que se abre a unos dos kilómetros del club. Crecer en el punto exacto donde un gran embudo de agua dulce, del color oscuro de la tierra, se convierte en un delta de islas, islotes, ríos y riachos me dio un acceso excepcional a lo que desde siempre fue mi gran pasión, navegar.
Antes que el río y los mares, se desplegaba frente a nosotros la bahía del club. Estaba demarcada por dos boyas. Ese era el límite que nos habían impuesto nuestros padres. Pasábamos las horas corriendo carreras –sería pretencioso llamarlas regatas– entre la rampa por la que tirábamos nuestros barcos al agua y una de esas boyas. Los veleros fondeados en la bahía eran obstáculos a sortear.
Se nos iba la vida en esas competencias y pronto, en medio de aquellas pruebas, comenzamos a descubrir los secretos de la naturaleza. Para llegar primero debíamos advertir de qué lado soplaba más viento o reaccionar rápido cuando había un cambio en su dirección. Lo hacíamos de manera intuitiva, sin darnos cuenta. (...)
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Si nos cansábamos de las carreras, jugábamos a las escondidas en el agua. Uno de nosotros contaba hasta 50 con los ojos cerrados y los demás zarpábamos para ocultarnos detrás de los veleros fondeados. Llegábamos a bajar el palo para disimular la vela y no ser descubiertos.
En el club también se jugaba al fútbol. Yo lo practicaba, como todos, pero me gustaba mucho menos que navegar. Mi físico flaco, alto y desgarbado no ayudaba. Además, usaba anteojos. Todavía tengo la cicatriz del golpe que me di cuando, a los diez años, probé jugar sin ellos.
–Cuidado, ciego, que te vas a lastimar –me dijo ese día, burlón, Martín Billoch.
Rápido, como buen petiso, y con raya al costado que ordenaba su abundante pelo rubio, Martín me llevaba dos años y era mucho más hábil que yo con la pelota. También era más veloz navegando. Mientras que la del fútbol no me importaba, su superioridad arriba de un barco me impedía conciliar el sueño por las noches. Apenas dormía, buscando la respuesta a la pregunta que desde entonces me desvela: ¿cómo hago para navegar mejor?
Había otros chicos con los que compartíamos los juegos en tierra y las aventuras en el agua. También había chicas que navegaban. En la vela la integración casi siempre se dio de manera natural, sin distinciones de género. Pocos de ellos, sin embargo, tenían nuestro fanatismo. Además de competidores, éramos íntimos. Martín fue el primer amigo que tuve en el agua, donde siempre pasé las mejores horas de mi vida.
El fin de semana empezaba bien temprano en mi casa de San Isidro, un barrio residencial de ritmo pueblerino ubicado a unos 30 kilómetros de la agitada Buenos Aires. Los viernes Martín solía venir a dormir. El sábado, después de desayunar, armábamos el bolso y salíamos a esperar el colectivo que nos llevaba al club. Tras un viaje de veinte minutos, nos bajábamos sobre una avenida despoblada y emprendíamos una caminata que nos resultaba eterna hasta llegar a la entrada, donde había una casilla con un marinero que custodiaba el ingreso. Exultantes, con la mañana instalada, pasábamos por fin al lado acuático de la vida, donde las reglas de la tierra perdían vigencia.
Aquel era nuestro jardín secreto, repleto de historias que nadie más que nosotros conocía. En el colegio yo podía parecer un chico tímido y un poco retraído. En mi casa, era el menor de cinco hermanos que crecían bajo el rigor de un padre severo. Todo eso, sin embargo, se desvanecía una vez que trasponíamos la puertas del club y comenzábamos a anticipar la presencia del río. (...)
La libertad que sentía en el río contrastaba con la disciplina que mi padre, Enrique Jorge Lange, ejercía en casa. El orden era su obsesión. Antes de irnos a dormir, nuestro deber era dejar los armarios impecables y preparar la ropa para el día siguiente sobre una silla, al lado de la cama. Mi padre cada tanto pasaba revista. Alguna vez tiró el contenido de los roperos al piso y nos obligó a acomodar todo de nuevo.
La cena era una ceremonia. La familia esperaba a que mi viejo llegara del trabajo para comer todos juntos, en una gran mesa que tenía que estar perfecta. Antes de sentarnos, nos revisaba el pelo y las manos, y quien estuviera en falta debía ir al baño a emprolijarse.
Su siesta era sagrada. Cuando dormía, sus hijos teníamos prohibido jugar en el jardín. En verano no podíamos usar la pileta –que los hermanos más grandes habían rasqueteado y pintado al inicio de la temporada– hasta que se levantara. Mis amigos le tenían miedo. Martín todavía recuerda las noches en que se tuvo que ir de casa tarde, en colectivo, pese a que estaba arreglado que se quedaba a dormir. Era la sanción de mi padre por portarnos mal.
Jamás nos gritó ni apeló al castigo físico, se imponía con su mirada y sus formas castrenses. Era descendiente de alemanes y se había recibido de marino en la Escuela Naval. Sus padres, Max y Clara, habían nacido en Weimar, en el estado alemán de Turingia. Emigraron a la Argentina con su hijo mayor, Wolfgang, y aquí nació mi padre. (...)
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Lo que a mi padre le gustaba era navegar. Tuvo por lo menos tres veleros a lo largo de su vida y corrió regatas oceánicas. Participó como suplente en los Juegos Olímpicos de Helsinki, en 1952, en una de las categorías de vela. De chico, en la pared de mi cuarto tenía un escudo de esos Juegos con la bandera argentina y los aros olímpicos en dorado. Lo curioso es que nunca hablé de esto con él, así como tampoco llegué a hablar de tantas otras cosas.
Cuando empecé a navegar en el YCA, como llamamos al club, él tenía su barco amarrado allí. Los fines de semana solía llegar en su auto a media mañana. Hacía lo suyo, no me buscaba ni se preocupaba por saber en qué andaba. Tal vez pensara que mientras yo estuviera navegando todo estaba bien.
Ese espacio que me daba fue importante para mí. Permitió que yo siguiera mis verdaderos intereses y que aprendiera a solucionar los problemas por mi cuenta. Entre sus amigos se mostraba expansivo y jovial. Así me lo decía gente de su edad con la que me cruzaba en el club, donde era muy querido.
Hay un día que recordaré siempre, porque marcaría lo que después fue mi carrera deportiva. Volví del club a casa lleno de frustración. Había estado cerca de ganar un torneo cuando se me rompió el herraje del timón y tuve que retirarme.
Era una tarde fría y ventosa, de río embravecido, y por una vez estaba adelante de Martín. A la bronca por el abandono se sumaban el cansancio del día en el agua y el viaje de regreso en colectivo, en el que venía rumiando mi mala suerte.
Cuando abrí la puerta de casa, ya casi sin fuerzas, me derrumbé y no pude contener el llanto. Mi viejo me preguntó qué me pasaba y le conté. Entonces soltó una máxima que se convertiría en una enseñanza fundamental:
–Las regatas se ganan en tierra.