A través del reloj
Panorámicas, nota I de IV
¿Cómo se ve, cómo se siente Buenos Aires desde sus techos, sus terrazas, sus torres? LN R le propuso a un grupo de jóvenes escritores embarcarse en la tarea de escribir esas sensaciones
Ir al microcentro, entrar al Palacio de la Legislatura, subir a la torre, mirar la ciudad y escribir. No había necesidad de ficción para eso, pensé.
Salgo del subte y camino entre artesanos que venden sus trabajos desplegados sobre telas de colores. Volver a hacer este recorrido, que durante mi secundaria repetía con angustia cada una de las mañanas, me pone de buen humor. Llego a Perú 160 y me anuncio en la mesa de entradas. Pocos minutos después, por un pasillo largo, llega un hombre vestido de azul. El ya sabe que me tiene que conducir a lo alto de la torre, 97 metros por encima de nosotros. Mi guía se llama José Luis Figueiras Solla, tiene 50 años y hace 23 que trabaja en "la casa", como él la llama. Me conduce por escaleras y pasillos que resuenan a mármoles hasta ascensores forjados en hierro negro y madera oscura. El último tramo del camino pasa a través del reloj, por el centro de los cuatro cuadrantes y junto al mecanismo que los mueve. José Luis me cuenta que en una época otros ochenta relojes más, ubicados en diferentes oficinas, pasillos y salones, estaban sincronizados, conectados por un sistema eléctrico al reloj de la torre. En ese momento se escucha un clanc. Al principio creo que algo pesado y duro cayó al piso, pero sólo fue el paso de otro minuto. La luz atraviesa los discos semitransparentes, las agujas enormes proyectan sombras hacia nosotros. Al fin, sólo falta una escalera y una puerta. José Luis busca una llave en su manojo voluminoso, la hace girar y empuja el picaporte. Ya intuyo que va a ser difícil dejar la ficción de lado.
Buenos Aires. Buenos Aires en todas partes. Hacia todos lados Buenos Aires. La ciudad ahí abajo y lo primero que me viene a la mente son los últimos versos de un poema de Borges: "A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:/ la juzgo tan eterna como el agua y el aire". Es que desde acá, desde esta torre ubicada a pocos metros de la Plaza de Mayo, en el centro de la historia argentina, esta ciudad no sólo parece eterna, sino infinita. Buenos Aires no tiene inicio, no empieza en ningún momento ni en ningún lugar. Lo único que la contiene es el río, y todos sabemos que el Río de la Plata, el río mar, no puede existir sin su Buenos Aires. Desde acá, el agua no es ningún límite porque la ciudad y el río son una misma cosa.
Recuerdo una tarde con mi viejo: estábamos en el parque Rivadavia, la plaza a la que siempre me llevaba; no creo que fuera la primera vez que me subía a sus hombros, pero ese momento vive en mi memoria como algo extraordinario. No sólo era la sensación de despegarme del piso o de ser tan alto como los demás, sino darme cuenta de que el mundo que creía conocer podía ser otro completamente. Y ahora Buenos Aires me sube a sus hombros para mostrarme las calles que caminé tantas veces. Trato de recorrer con la mirada el camino que hacía del subte al Colegio Nacional de Buenos Aires, pero me siento perdido. No es que no pueda identificar las calles, sino que vuelvo a conocerlas; es un estar perdido que promete aventuras.
Para confirmar la ficción que no para de invadirme, detrás de la Casa Rosada, Puerto Madero y la Reserva Ecológica, veo un edificio blanco que se mueve. Miro otra vez, pero sí, se está moviendo. Tardo en darme cuenta de que es un crucero enorme. Seguido por otro crucero enorme. Y por otro. Cuando termino por acostumbrarme al desfile de edificios, porque Buenos Aires tiene eso, termina acostumbrándote al asombro, miro con atención la Reserva Ecológica. Aunque me lo hayan explicado decenas de veces, semejante extensión de verde, y desde acá se ve aún más grande, surgida espontáneamente a orillas de la ciudad, se me hace cuento.
Nunca me voy a cansar de esto, dice José Luis. Apoyado en la baranda, sin dejar de mirar el horizonte, me cuenta que éste es su lugar preferido de "la casa", y es fácil comprender por qué. Se escucha el tañido de una campana. En un minuto suenan éstas, dice, y señala hacia donde cuelgan las cinco campanas de la torre. Se llaman: Santa María, La Pinta, La Niña, La Porteña y La Argentina. Las señoras, la más grande de 1800 kg, imponen respeto.
Miro hacia el hotel que está a pocos metros, sobre la calle Bolívar. Debo de haber pasado miles de veces por su frente, pero sólo ahora me doy cuenta de que tiene una pileta en la terraza, a cincuenta metros de altura. Las señoras a mi espalda cantan, y me asusto como si fuera otra vez un adolescente al que sorprenden escapándose del colegio. Siento algo de nostalgia y busco con la mirada. Enseguida reconozco el techo negro del Nacional Buenos Aires, el observatorio, e incluso el lugar donde jugábamos al ping-pong. Recién ahora me doy cuenta de que eran ellas, de que eran estas campanas las que se escuchaban durante el recreo largo. José Luis me cuenta que el 13 de diciembre de 2008 hubo un concierto de campanas en el que participó el carrillón del Palacio de la Legislatura. Giramos alrededor de la torre y me señala un cubo de metal lleno de campanas, treinta: es el órgano de campanas más grande de Sudamérica. Ese día subió a la torre para escuchar la música, que se extendía por el centro de la geografía porteña. Participaron también las campanas de la iglesia de San Ignacio, las del convento de San Francisco, la campana del Cabildo y las del convento de San Juan Bautista. "Los fuegos artificiales -cuenta José Luis- subían setenta, ochenta metros, y estallaban justo a la altura de tus ojos. Es una imagen que no voy a olvidar nunca, tengo los colores grabados en la retina." Comienzo a sospechar que este hombre tan amable ve hace tiempo algo que recién ahora, en lo alto de esta torre, comienzo a intuir. Buenos Aires es pura ficción, y hay que dejarse deslumbrar por ella.
Camino alrededor del campanario y tengo ganas de perderme, de no conocer la iglesia de San Ignacio, el Cabildo y la Casa Rosada; la Reserva Ecológica, Puerto Madero y el Bajo; San Telmo, Constitución y Balvanera; el Barolo, el Congreso y cada negocio de Once. A lo lejos, distingo la torre del Parque de la Ciudad. Me doy cuenta de que hay otros tantos lugares a los que nunca fui. Cada cúpula, y son muchas, que se asoma por sobre el manto de edificios me resulta atrayente. El sol comienza a bajar y la ciudad gana tonos dorados. Las calles se llenan de gente apurada y parece haber cierto orden en el caos. Las personas que cruzan por la senda peatonal proyectan sombras larguísimas, como de gigantes flacuchos. Trato de pensar de otra forma, pero me doy cuenta de que para contar algo de Buenos Aires sin recurrir a la ficción, hay que inventar demasiado.
José Luis vuelve a conducirme a través del reloj y después por pasillos y ascensores. "¿Querés ver algo?", me dice y sé que voy a ser el beneficiario de algo maravilloso. Camina y lo sigo hasta una escalera angosta que lleva a una puerta. Elige una llave y abre. En el medio de un cuarto hay un hermoso mueble de madera, como un escritorio pequeño. El Guardián de la Torre, así voy a recordarlo, levanta una tapa y descubre lo que parece ser un piano. Toca una de las teclas de la derecha y dos segundos después se escucha una campana. Recién ahora veo, a través de una ventana, el carrillón. Tengo que esforzarme para no presionar todas las teclas juntas. Toco con timidez la última: suena la campana y sé que es momento de irme.
Salgo del Palacio de la Legislatura y entro en un bar frente al Cabildo. Pido un café y abro mi cuaderno. Un grupo de turistas recorre Plaza de Mayo. Esta misma mañana hubiese envidiado la posibilidad de visitar por primera vez la ciudad. Siempre tuve la sensación de que me resulta más fácil escribir o sacar fotos cuando estoy de viaje. Afuera logro ser de cualquier forma porque nadie me conoce ni espera que sea de cierta manera; al mismo tiempo, si no conozco los lugares ni las cosas, todo es más interesante porque no los obligo a ser lo que yo espero que sean. Es una libertad que me resultaba imposible de lograr en mi ciudad. Creo que hoy aprendí un camino: perderse. Claro, es difícil perderse en algo tan conocido. Pero en Buenos Aires, este perderse no significa estar desorientado, sino aprender que lo previsible de Plaza de Mayo se encuentra en lo previsible de nuestra mirada. Quiero decir, tal vez el camino sea el opuesto: mirar como nunca miramos para no estar donde siempre estuvimos.
El autor nació en Buenos Aires en 1979. A los 23 años recibió el Premio Primera Novela UNAM Alfaguara por su novela Gaijin, publicada en México y Argentina. Desde entonces participó en las antologías Relatos de amor y amistad (Santillana), La Joven Guardia (Norma), In fraganti (Sudamericana) y Mirad al cielo ¡Los renos caen ardiendo! (Clase Turista).
Datos útiles
El Palacio de la Legislatura, Perú 160, está abierto a visitas guiadas todos los días, menos los jueves, previa reserva por el 4338-3000, internos 1040/1041 (de 10 a 18), correo electrónico: visitasguiadas@legislatura.gov.ar.
El recorrido incluye la cúpula (por el momento no está habilitado el acceso a la torre).
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