Banlieues, los barrios sensibles de París
Un recorrido por estos suburbios, que entre la discriminación y la paranoia son señalados como fábricas de yihadistas
Con gente que entra y sale a lo largo de todo el sábado por la mañana, el Ágora parece ser el lugar de encuentro de esta comuna, situada a 40 minutos al sur de París. Además de kebabs, este pequeño restaurante manejado por turcos es el único en el que se puede tomar un café al paso. Primera diferencia con las tradiciones parisinas, en donde suele haber al menos una brasserie por cuadra. El resto de comercios que rodean la plaza, centro de esta localidad, se compone de dos peluquerías, una florería, una farmacia y un almacén, además del correo y la municipalidad.
Desde aquí se vislumbra el complejo Grigny 2, situado cerca de la estación de trenes. Es un grupo de edificios altos y oscuros construidos a fines de los años sesenta para albergar a los ejecutivos y empleados de alto rango que trabajaban en los alrededores, como en el aeropuerto de Orly. Pero la copropiedad de 5000 residencias se volvió difícil de gestionar, los primeros dueños empezaron a irse y esos lugares fueron ocupados por inmigrantes que, recién llegados, solicitaban una vivienda social. Muchos departamentos fueron desde entonces comprados por marchands de sommeil (vendedores de sueño), que hoy alquilan cada uno de los cuartos a una familia diferente que comparte baño y cocina. La copropiedad reúne 17.000 habitantes y debe millones de euros de expensas impagas. Es también allí donde vive el alcalde de esta comuna.
Para llegar a la otra gran construcción estatal, La Grande Borne, hay que cruzar del otro lado de la autopista. Aquí son 3500 viviendas sociales en las que viven 12.000 personas que gozan del equipamiento municipal que en Francia nunca falta, sin importar el nivel socioeconómico: biblioteca, gimnasio, escuela. Destinada a los obreros, hoy está poblada en su gran mayoría por inmigrantes, en muchos casos profesionales, pero sin trabajo.
Con estas dos construcciones, Grigny pasó de ser una zona rural a albergar 25.000 habitantes en diez años. Es también aquí donde creció Amedy Coulibaly, uno de los terroristas de los atentados de enero contra la revista satírica Charlie Hebdo y el supermercado kosher. "Del lado de Viry-Châtillon", la comuna vecina a Grigny, insisten los locales, que no quieren quedar pegados de esa manera al terrorismo. Es tarde: con 90 nacionalidades diferentes, 90% del territorio catalogado como zona prioritaria y tres mezquitas, Grigny ya está obligada a sobrevivir con el peso del estigma.
Los tres autores de los atentados de enero eran franceses, al igual que los tres terroristas que mataron a 130 personas en el Bataclan el 13 de noviembre. Crecieron en comunas como Essone y Seine-Saint-Denis, los suburbios o las afueras de París, que aquí son llamados banlieues. Se calcula que en Francia hay entre 1000 y 2000 jihadistas, una cifra normalmente promediada en 1500 porque el gobierno no comunica datos concretos. Los especialistas consultados coinciden en que son jóvenes perdidos con una trayectoria que se repite: delincuencia, problemas familiares y escolaridad complicada. Descubren la radicalización en la cárcel o en Internet, desde donde les hablan de una religión fantasmal que poco tiene que ver con el islam, y de repente sienten que harán algo bien. En general, estuvieron en Siria para formarse en la jihad y, de vuelta en el país, reclutan a nuevos hermanos. El problema es que Francia no sabe aún cómo desradicalizarlos, cómo descontaminar a los radicales y, sobre todo, cómo evitar que nuevos jóvenes de 17 o 18 años se vuelquen a la radicalización y se vayan a formar a Siria. Entretanto, los orígenes y los barrios donde crecieron los que ya cometieron atentados terroristas están en el centro de todos los debates. La gente que vive en la banlieue se siente estigmatizada, señalada con el dedo y víctima de amalgamas injustificadas.
Cuestión de imagen
Para el sociólogo Fabien Truong, profesor en la universidad Paris 8 de Saint-Denis, los jóvenes que crecen en estos barrios periféricos, como Saint-Denis (donde fue el operativo antiterrorista del 18 de noviembre luego de descubrir que parte de la célula jihadista que había planeado los ataques del 13 estaba allí), Aubervilliers o Grigny están desde 2005 confrontados con el peso de la imagen que se tiene de ellos. "Aquel año las imágenes de autos quemados y fuego en la mitad de la noche dieron vuelta al mundo. La imagen que se tiene de los jóvenes de la banlieue se endureció y ellos deben construirse a partir de eso", explica Troung, autor del libro Jeunesses Françaises (Ediciones La Découverte), investigación para la cual siguió durante ocho años la evolución de varios de sus alumnos de Saint-Denis y Aubervilliers para ver de dónde salían, adónde llegaban y cómo era ese recorrido. Los llamados barrios sensibles reúnen cerca de cinco millones de habitantes en Francia.
Truong cuenta la historia de Sarah, una francesa de origen argelino de 23 años que logra entrar en la reconocida universidad francesa Sciences-Pô. Su familia y sus amigos –incluso los que trafican– están muy orgullosos de ella. Pero cuando empieza el curso, Sarah no se siente cómoda, no se ríe de los chistes de esos chicos de la rive gauche, y llora de noche. De confesión musulmana, se ata a la religión. Cuando en las fiestas universitarias explica que no toma alcohol porque es musulmana, las noches de diversión se transforman en debates sobre el 11 de septiembre de 2001. Lo que para ella era un recurso se convierte en un estigma. Los años pasan y empieza a encontrar su lugar. Los estudios la llevan de viaje y, de visita en el Líbano, su percepción de la religión –mucho más estricta en ese país– cambia por completo. Esa experiencia la marcará. Al volver a París, las salidas con amigos son repentinamente con una cerveza de por medio: así como se ató a la religión como recurso, se desató cuando sintió que ya no la representaba. "Para estos jóvenes, la práctica de la religión es muy plástica: cambia, no es homogénea. Lo único específico a la banlieue es el peso con el que tienen que lidiar, porque son reducidos a su pertenencia", resume Truong. El sociólogo acepta que las banlieues son la concentración de todos los problemas (desempleo más importante que la media, déficit de integración social, economía paralela, violencia urbana), pero acusa a escritores e intelectuales como Michel Houellebecq de escribir sin haber ido a estos lugares y de construir imágenes que poco tienen que ver con lo que verdaderamente sucede.
Introducción a la ética islámica, Del islam y los musulmanes, Historias de profetas en el santo Corán y Creer en Alá son algunos de los títulos que se leen en la vidriera de una librería de Saint-Denis, al norte de París. Los dos últimos, destinados al público juvenil. Esta localidad fue doblemente marcada por los atentados: primero por los ataques en las inmediaciones del estadio de Francia, el 13, y luego por el operativo antiterrorista en pleno centro de la localidad, sobre una calle peatonal llena de comercios, muy transitada, en donde el velo es habitual. Las huellas de los bulones que eyectan los chalecos explosivos están en vidrios, paredes y árboles alrededor del estadio, mientras que, en el centro, el edificio donde se alojaban parte de los terroristas está clausurado.
Señaladas
Paradas delante del liceo privado católico Jean Baptiste de la Salle, las alumnas Kahina A. y Maëlys W., ambas de Saint-Denis, cuentan que ahora tienen más miedo. "Paso todos los días por ahí y ahora miro mi entorno de manera diferente. Involuntariamente los miramos de arriba a abajo, aunque la gente vestida como nosotras también hace atentados. Los terroristas se disuelven mejor en la masa acá, en Saint-Denis. En el 16ème arrondissement (barrio más burgués al oeste de la ciudad), los encontrarían enseguida", lanza Maëlys con la frescura de los 19 años. Los padres de Kahina llegaron a Francia cuando ella tenía 10 años. A los 17, y de confesión musulmana, agrega: "Me siento señalada, pero no hago caso a lo que dicen porque no es la realidad, aunque me pone mal porque se desprestigia nuestra religión. En la escuela las opiniones están divididas, pero nadie defiende al terrorismo. Francia es un país libre y eso es una ventaja: los terroristas no quieren la libertad de pensamiento".
Al subir por una de las calles principales que llevan hacia la Basílica, célebre por ser de las primeras construidas en el estilo gótico y porque es donde están enterrados la mayoría de los reyes franceses, un pequeño edificio haussmaniano se eleva como vestigio de lo que Saint-Denis fue alguna vez. Hoy su perfil se compone de fachadas abandonadas, boutiques que venden velos y burkas, y almacenes con comida halal (aceptada según la ley islámica). No muy lejos de ahí, Samuel Bounan cocina en la última pizzería kosher de la zona. Solía estar llena. "Los judíos que vivían acá se fueron todos, sobre todo por miedo. Antes ésta era una pequeña ciudad francesa. Hoy cambió, hay demasiados extranjeros. En mi barrio de residencias soy el único judío. El resto es árabe", dice este antiguo costurero que durante 30 años trabajó para el mismo patrón, en Le Marais. La historia de Bounan es la de muchos. Marroquí de padres franceses, llegó a Saint Denis en 1967. Tenía tres hijos y en Francia el trabajo no faltaba. "El patrón venía a buscarte. La municipalidad me dio una vivienda social y hoy sigo pagando 760 euros por 150 metros cuadrados", relata.
A partir de mediados de los años 50, la explosión demográfica y el crecimiento urbano hicieron necesaria una política de planificación urbana y de construcción de residencias colectivas. Durante los siguientes veinte años, las periferias de las grandes ciudades se convirtieron en zonas prioritarias para la urbanización, con el fin de alojar a los nuevos citadinos y desinflar la especulación inmobiliaria. En 300 de esas zonas se crearon cerca de un millón de viviendas colectivas. Así nacieron los grandes conjuntos de hormigón, como Grigny 2, con miles de residencias, a las que luego se agregarían espacios verdes y equipamientos comerciales, escolares y culturales, además de fábricas y oficinas.
A partir de la independencia progresiva de las antiguas colonias francesas, fue allí donde miles de magrebíes desembarcaron cuando llegaron a Francia. La lectura de lo que pasó luego depende del lado desde el que se mire. Para algunos, éstas eran viviendas temporarias, pero el Estado nunca cumplió con su deber de proponer algo mejor. Para otros, la mayoría se terminó quedando ahí por falta de interés o de fuerza para seguir moviéndose. Hoy se les suman las oleadas de inmigrantes económicos. Sólo basta ir a las afueras de París para ver la diferencia: el art de vivre parisino contrasta con estos cinturones "bonaerenses" donde la mayoría es de confesión musulmana y respeta sus propias tradiciones en este país laico que cuenta con seis millones de musulmanes.
La pizzería de Saint-Denis es un anexo de la sinagoga, la única del barrio, vigilada por dos militares. Además de centro comunitario israelita, funciona como centro para chicos autistas: El Silencio de los Justos, que emplea a mujeres veladas. Velos y kipás conviven en armonía. "A veces para reír decimos que somos una sinagoga en medio de Gaza. Tenemos buena relación con la comunidad. Ésta es una ciudad mezclada, con buen ambiente y con un mercado. Hay también delincuencia, robos y drogas, y muchos edificios ocupados", explica el jefe del centro de acogida, Joseph M.
El sociólogo Etienne Pingaud se interesó en el desarrollo considerable del islam en las banlieues en estos últimos 50 años. Según él, hay que salir de la idea de que la banlieue es una fábrica de jihadistas. "Es un islam que rellena funciones sociales. Antes era el Partido Comunista el que lo hacía, e integraba a la gente a la vida política. Con el tiempo, su poder en los barrios populares se fue reduciendo por distintas razones y el islam pudo agrandarse retomando algunas de estas funciones. Las asociaciones y los imanes se encargan de los chicos y de las mamás, construyen lazo social entre gente que viene de distintos países, y hoy las municipalidades están obligadas a tener buenas relaciones con estos nuevos referentes sociales", explica este investigador.
Islamofobia
Otro aspecto que refuerza el vínculo entre los musulmanes es su misma lucha contra la islamofobia. "Los radicales no salen de las mezquitas", insiste Pingaud. Con él coincide Truong: "Los terroristas suelen tener un pasado como delincuentes, y en esa fase anterior se alejan de la religión porque lo que hacen es visto como un pecado, así que no leen el Corán y las mezquitas ni los conocen". El cierre de tres mezquitas salafistas (movimiento que reivindica una vuelta al islam de origen, por ende más riguroso) sospechadas de radicalización islamista, por decisión del Ministerio de Interior, a principios de diciembre, demuestra que no todos piensan lo mismo.
"El 48% de los alumnos termina sin diploma. Acá hay fraternidad y libertad, pero falta la igualdad. Necesitamos más residencias, escuelas, formación y empleo. Decir que los suburbios crean jihadistas es cualquier cosa. Lo que genera terroristas es la miseria, las declaraciones racistas y la política internacional. Las banlieues están estigmatizadas", asegura la alcaldesa adjunta de Grigny, Yveline Le Briand, del Partido Comunista. El PC sigue gobernando en esta localidad, que reúne la mayor abstención de votos (68%). El lazo social del que habla Pingaud se ve en el conservatorio de música, con 300 alumnos y más demanda que espacios disponibles, y en las muy concurridas actividades sociales y culturales. "Es lo que evita que todo se venga abajo", aseguran desde la oficina del alcalde Philippe Rio.
Grigny no quiere ser vista como una banlieue miserable. "Si te llamás Bernard o Michel, está todo bien. Pero cuando sos Manadou o Mohamed es difícil encontrar trabajo. No es normal que se nos caricaturice de esa manera, más aún para quienes nacieron y estudiaron en Francia. El código postal se convierte en un peso", cuenta Souleymane Hissourou, de 29 años. Luego de los atentados de enero, Hissourou armó con un grupo de personas una asociación, Elan Citoyen Grigny, que organiza iniciativas para transmitir que ese Coulibaly, el terrorista, no representa a la gente de esta localidad. Pero el apellido Coulibaly es en Mali lo mismo que López o Gómez en la Argentina. A Makan Coulibaly, por ejemplo, la vida le cambió radicalmente. Cuenta que pasó de no ser nadie a tener que lidiar con las miradas raras en la calle y estar obligado a explicarles a sus cuatro hijos que el terrorista del que todos hablan no forma parte de la familia. "Me había convertido en otra persona", cuenta Makan. Desde los ataques terroristas de noviembre se siente nuevamente observado. Ya no por su apellido, sino porque vive en la banlieue y es musulmán.