Bello es lo que gusta: la revelación de tipos físicos fuera de las normas establecidas
No zè bel quel, ch'è bel, ma quel che piaze. No es bello lo que es bello, sino lo que gusta. En el verso final de su comedia, en dialecto, Il Campiello, Carlo Goldoni alude así a los encantos mixtos de la Venecia, tan sofisticada como vulgar, que con agudeza y afecto retrató en sus piezas. Sin embargo, y justamente como consecuencia de una larga disputa de orden estético con un autor rival, el maestro acabó dejando su ciudad tan amada, para instalarse en Francia, bajo la protección de Luis XIV.
En Versalles accedió también al favor de la Delfina, Maria Antonieta, luego reina de Francia y de Navarra. La consorte austríaca de Luis XV no era bella pero, por un cierto tiempo, gustó y brilló mucho. Su caída en desgracia, como sabemos, no obedeció a cuestiones decorativas sino altamente políticas.
Pero este domingo en esta página, la invocamos solamente en tanto que madrina histórica de nuestro tema, ésa moda moderna, hoy en mutación acelerada, que tuvo un anticipo decisivo, un estrato base, en aquella corte francesa fastuosamente amanerada, de la que absorbió y prolongó los códigos y los modos de representación.
María Antonieta entonces, predecesora encumbrada de las mujeres de tapa de Vogue y Bazaar, disponía, para verse bella en imagen, de la indulgencia halagadora de su retratista oficial, Elisabeth Vigée Le Brun. Si bien en la primera de las 30 obras que le fueron encargadas, la talentosa pintora mostró a la soberana au naturel, con la herencia, poco atractiva, de la casa de Habsburgo-Lorena muy evidente en sus rasgos. Supo luego ir atenuándolos, en un justo equilibrio entre el semblante que se le presentaba a la mirada y lo que su sensibilidad quería ver, sin jamás caer en el panegírico visual como tantos de sus colegas. De toda evidencia reacio a tanta sutileza fue Adolph-Ulrich Wertmüller, un pintor sueco, quien en su visión de la reina no se molestó en disimular los ojos saltones ni la nariz y el mentón también importantes. María Antonieta no se reconoció en la obra, pero los cronistas de la época, inclementes, sí lo hicieron.
Quién sabe cuánto o cuán poco hubiera apreciado la reina en su humana vanidad, habituada a ser acariciada por el pincel magistral de Madame Vigée Le Brun, los retoques sobrenaturales, pero a la vez tan desoladoramente obvios, que Photoshop hace hoy posibles, y de los que abusa sin medida el grueso de las publicaciones de moda. Aunque, a pesar de los embates de las corporaciones, no son escasas las alternativas que resisten y se contraponen al canon establecido de belleza trucada y de fantasías kitsch.
Lo que hoy estimula, lo que incita a inventar, más allá de la inclusión de múltiples opciones raciales y étnicas, primera etapa obligada, es la búsqueda y la revelación de tipos físicos fuera de las normas establecidas, de presencias en contradicción con los estándares prevalentes. Lo cual no implica en absoluto que se renuncie al artificio, a condición, claro está, de que se lo subraye, se lo devele como tal.
El glamour de toda la vida, aquel cuidadoso entramado de recursos cosméticos y escénicos destinados a la seducción de no una sino de múltiples individualidades, sigue siendo posible y deseable, pero ejercido au second degré, en una connivencia afectuosamente irónica entre ejecutante y público, en complicidad, con un guiño.