
BORGES La autobiografía perdida
Aunque parezca mentira, el libro en el que el máximo escritor argentino del siglo cuenta su vida -escrito en inglés- nunca se había publicado completo en nuestro medio. Sucederá ahora, y tal vez se constituya en el acontecimiento central de los festejos por los cien años de su nacimiento
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Aunque los homenajes y los recordatorios le parecían superfluos, Jorge Luis Borges hubiese aceptado, con ironía y resignación, la multitud de actos culturales en su memoria que depara 1999, año en el que se cumple el centenario de su nacimiento.
Los hubiera aceptado por gentileza, por consideración, porque era un hombre bueno y también porque en sus últimos años llegó a emocionarse con algunos de los numerosos tributos que recibió. Pero el mejor homenaje es que la gente lo lea.
Por suerte, el fárrago de hechos recordatorios incluye la edición de algunos libros -reseñas, selecciones- y, también, la llegada al mercado argentino de un texto que es la única autobiografía del escritor.
A fines de los años 60, Borges le dictó su autobiografía, en inglés, a Norman Thomas Di Giovanni, que puso énfasis en respetar el estilo y el tono del escritor. Rápidamente, el texto fue traducido al portugués, al italiano y al alemán, pero no al castellano. La revista norteamericana The New Yorker lo publicó, y en 1974 apareció en el diario argentino La Opinión.
Pero el texto de La Opinión no estaba bien traducido y, además, era incompleto; debido probablemente a las circunstancias políticas de la época, se eliminaron todas las menciones al peronismo y, entre otras cosas, se quitaron anécdotas de su relación con Macedonio Fernández. Por cuestiones vinculadas con los derechos de autor, la obra sólo será publicada ahora en la Argentina, por El Ateneo.
Este no es, en realidad, un libro de Borges, pues Di Giovanni fue el coautor. Tampoco es un dechado de datos novedosos, pues buena parte de lo que se cuenta en sus páginas apareció en algunos de los tantos libros publicados acerca de Borges. Pero el texto no deja de ser una felicidad; contiene anécdotas e ideas que, quizá por su apariencia pequeña, no han sido reproducidas en la mayoría de esos libros.
Aunque prefería hablar de literatura, propia o ajena, Borges nunca fue reacio a hablar de su vida. Los ejemplos de esta predisposición se pueden hallar en esos libros sobre su figura -desde la excelente biografía literaria de Emir Rodríguez Monegal hasta los ricos diálogos con Antonio Carrizo- que han brotado en abundancia, muchos de ellos después de su muerte. Algunos de esos libros, cuyos nombres no se mencionarán aquí, son vergonzosos por el oportunismo y por la avidez de sus autores.
Por más que ésta sea la autobiografía oficial, no hay que creer, de acuerdo con un parámetro de verdad objetiva, todo lo que en ella se dice. Borges no era mentiroso, pero sí propenso a la ficción; la verdad era sacrificable con tal de agregarle potencia literaria a una historia.
Creía que la literatura era tan real como la realidad. Y su memoria era, sobre todo, literaria. "Mi memoria se compone, más que nada, de libros. Recuerdo con dificultad mi propia vida. No puedo dar fechas. Sé que he visitado 17 o 18 países, pero no sé en qué orden. No sabría decir cuánto tiempo estuve en un lugar o en otro. Todo es un revoltijo de imágenes", dijo Borges en 1982.
Durante este año, la vida y los libros de Borges son y serán celebrados en todo el mundo; desde Granada hasta Oslo, desde Londres hasta Nueva York, en varias ciudades importantes se han organizado actividades para recordarlo. Seminarios, charlas, festivales, reediciones, muestras y cortometrajes homenajean a Borges.
A su vez, la Fundación Internacional Jorge Luis Borges organizó una muestra -con libros, manuscritos, discos y otros objetos que pertenecieron al escritor- que fue inaugurada el 31 de marzo en Venecia, y que recorrerá varios países hasta llegar, el 24 de agosto, fecha del nacimiento de Borges, al Museo Nacional de Bellas Artes.
A Borges le hubiera gustado recibir el premio Nobel. Y hasta soltó lágrimas cuando alguna universidad lo nombró Doctor Honoris Causa. En cierto modo, recibía con placer determinados homenajes. Y puede ser agradable participar, junto con otros amantes de Borges, en uno de ellos, y recordar a ese hombre bromista que es el mejor escritor argentino. Pero lo más lindo es leerlo.
Infancia y suburbio
Nací en 1899 en pleno centro de Buenos Aires, en la calle Tucumán entre Suipacha y Esmeralda, en una casa modesta y pequeña que pertenecía a mis abuelos maternos. Como la mayoría de las casas de la época, tenía azotea, zaguán, dos patios y un aljibe de donde sacábamos el agua. Debemos habernos mudado pronto al suburbio de Palermo, porque tengo recuerdos tempranos de otra casa con dos patios, un jardín con un alto molino de viento y un baldío del otro lado del jardín (...) En Palermo vivía gente de familia bien venida a menos y otra no tan recomendable. Había también un Palermo de compadritos, famosos por las peleas a cuchillo, pero ese Palermo tardaría en interesarme, puesto que hacíamos todo lo posible, y con éxito, para ignorarlo.
Siempre fui miope y usé lentes, y era más bien débil. Como la mayoría de mis parientes habían sido soldados y yo sabía que nunca lo sería, desde muy joven me avergonzó ser una persona destinada a los libros y no a la vida de acción. Durante toda mi juventud pensé que el hecho de ser amado por mi familia equivalía a una injusticia. No me sentía digno de ningún amor en especial, y recuerdo que mis cumpleaños me llenaban de vergüenza, porque todo el mundo me llenaba de regalos y yo pensaba que no había hecho nada para merecerlos, que era una especie de impostor. Alrededor de los 30 años logré superar esa sensación.
Padre invisible
Mi padre era muy inteligente y, como todos los hombres inteligentes, muy bondadoso. Una vez me dijo que me fijara bien en los soldados, en los uniformes, en los cuarteles, en las banderas, en las iglesias, en los sacerdotes y en las carnicerías, ya que todo eso iba a desaparecer y algún día podría contarles a mis hijos que había visto esas cosas. Hasta ahora, desgraciadamente, no se ha cumplido esa profecía.
Mi padre era un hombre tan modesto que hubiera preferido ser invisible (...) El me reveló el poder de la poesía: el hecho de que las palabras sean no sólo un medio de comunicación, sino símbolos mágicos y música. También me dio, sin que yo fuera consciente, las primeras lecciones de filosofía. Cuando yo era todavía muy joven, con la ayuda de un tablero de ajedrez, me explicó las paradojas de Zenón.
La madre compañera
Creo que heredé de mi madre la cualidad de pensar lo mejor de la gente, y su fuerte sentido de la amistad (...) Para mí siempre ha sido una compañera -sobre todo en los últimos tiempos, cuando quedé ciego- y una amiga comprensiva y tolerante.
Recuerdo que una vez, al regresar a casa, mi madre encontró a Norah escondida detrás de una cortina de felpa roja, gritando asustada: "Une mouche, une mouche!" Parece que había adoptado la idea francesa de que las moscas son peligrosas. "Salí de ahí", le dijo mi madre sin demasiado fervor patriótico. "¡Naciste y te criaste entre moscas!"
La biblioteca
Si tuviera que señalar el hecho capital de mi vida, diría que fue la biblioteca de mi padre. En realidad, creo no haber salido nunca de esa biblioteca. Es como si todavía la estuviera viendo. Ocupaba toda una habitación, con estantes acristalados, y debe haber contenido varios miles de volúmenes.
Destino de escritor
Desde mi niñez, cuando (a mi padre) le vino la ceguera, se consideraba de manera tácita que yo cumpliría el destino literario que las circunstancias habían negado a mi padre. Es algo que se daba por descontado.
Empecé a escribir cuando tenía 6 o 7 años. Trataba de imitar a clásicos españoles como Cervantes. Había compuesto en un inglés muy malo una especie de manual de mitología griega. Esa puede haber sido mi primera incursión literaria. Mi primer cuento fue una historia bastante absurda a la manera de Cervantes, un relato anacrónico llamado La visera fatal. Estas cosas las escribía prolijamente en cuadernos escolares. Mi padre nunca interfirió. Quería que yo cometiera mis propios errores, y una vez dijo: "Los hijos educan a sus padres, y no al revés". A los 9 años traduje El príncipe feliz, de Oscar Wilde, que fue publicado en El País, uno de los diarios de Buenos Aires.
Escuela con matones
Recordar mis primeros años escolares no me produce ningún placer. (...) Como yo usaba lentes y llevaba cuello y corbata al estilo de Eton, padecía las burlas y bravuconadas de la mayoría de mis compañeros, que eran aprendices de matones.
Buenos Aires
Regresamos a Buenos Aires en el Reina Victoria hacia fines de marzo de 1921 (N. de la R: se habían ido a Europa en 1914). Fue para mí una sorpresa, después de vivir en tantas ciudades europeas -después de tantos recuerdos de Ginebra, Zurich, Nimes, Córdoba y Lisboa-, descubrir que el lugar donde nací se había transformado en una ciudad muy grande y muy extensa, casi infinita, poblada de edificios bajos con azotea, que se extendía por el Oeste hacia lo que los geógrafos y literatos llaman la pampa. Podía ver Buenos Aires con entusiasmo y con una mirada diferente porque me había alejado de ella un largo tiempo. Si nunca hubiese vivido en el extranjero, dudo que hubiese podido verla con esa mezcla rara de sorpresa y afecto. La ciudad -no toda la ciudad, claro, sino algunos lugares que adquirieron para mí una importancia emocional- me inspiró los poemas de Fervor de Buenos Aires, mi primer libro publicado.
Tengo la impresión de que todo lo que escribí después (de Fervor de Buenos Aires) no ha hecho más que desarrollar los temas presentados en sus páginas; siento que durante toda mi vida he estado reescribiendo ese único libro.
Macedonio conversador
Quizás el mayor acontecimiento de mi regreso fue Macedonio Fernández. De todas las personas que he conocido en mi vida -y he conocido a algunos hombres verdaderamente excepcionales- nadie me ha dejado una impresión tan profunda y duradera como Macedonio. (...) Macedonio, paradójicamente, era a la vez un extraordinario conversador y un hombre de largos silencios y pocas palabras. Nos reuníamos los sábados a la noche en el bar La Perla, en Plaza del Once. Allí conversábamos hasta el amanecer, en una mesa presidida por Macedonio. (...) En esa época yo era un gran lector y salía muy poco (casi todas las noches después de cenar me acostaba y leía), pero durante la semana me sostenía la idea de que el sábado vería y oiría a Macedonio. Vivía cerca de casa y yo hubiera podido ir a visitarlo en cualquier momento, pero pensaba que no tenía derecho a ese privilegio, y que para dar al sábado de Macedonio todo su valor tenía que abstenerme de verlo durante la semana. En esas reuniones, Macedonio hablaba quizá tres o cuatro veces, arriesgando sólo unos pocos comentarios que en apariencia iban dirigidos exclusivamente a las personas que tenía al lado. Esos comentarios nunca eran afirmativos. Macedonio era muy cortés y hablaba con voz muy suave, diciendo por ejemplo: "Bueno, supongo que habrás notado..." Y entonces soltaba alguna idea muy sorprendente y original. Pero invariablemente atribuía esa idea a quien lo escuchaba.
El truco de Florida y Boedo
(El grupo de) Florida representaba el Centro y Boedo el proletariado. Yo hubiera preferido pertenecer al grupo de Boedo, considerando que escribía sobre el viejo Barrio Norte y los conventillos, sobre la tristeza y los ocasos. Pero uno de los dos conjurados (eran Ernesto Palacio por Florida y Roberto Mariani por Boedo) me informó que yo era un guerrero de Florida y ya no quedaba tiempo para cambiar de bando. Todo aquello estuvo amañado. Algunos escritores -por ejemplo Roberto Arlt y Nicolás Olivari- pertenecían a los dos grupos. Actualmente algunas universidades crédulas toman en serio esa farsa. Pero en parte fue un truco publicitario y en parte una broma juvenil.
Amistad redentora
Me siento en total desacuerdo con el joven pedante y un tanto dogmático que fui. Pero los amigos están todavía muy presentes, y muy próximos. De hecho, son una parte indispensable de mi vida. Creo que la amistad es la pasión que salva a los argentinos.
Lecturas
En el transcurso de una vida consagrada a la literatura, he leído muy pocas novelas; y en la mayoría de los casos sólo he llegado a la última página por sentido del deber. Al mismo tiempo, siempre he sido un gran lector de cuentos. Stevenson, Kipling, James, Conrad, Poe, Chesterton, los cuentos de Las mil y una noches en la versión de Lane y ciertos relatos de Hawthorne forman parte de mis lecturas habituales desde que tengo memoria.
Perón, el innombrable
En 1950 me eligieron presidente de la Sociedad Argentina de Escritores. La República Argentina era entonces, como ahora, un país sumiso, y la SADE uno de los pocos bastiones contra la dictadura. (...) La SADE fue finalmente clausurada. Recuerdo la última conferencia que se me permitió dar allí. El público, bastante escaso, incluía a un policía muy desconcertado que hacía con torpeza todo lo posible por anotar algunos de mis comentarios sobre el sufismo persa. Durante ese período gris y desesperanzado, mi madre, que andaba por los 70 años, estuvo bajo arresto domiciliario. Mi hermana y uno de mis sobrinos pasaron un mes en la cárcel. Yo mismo tenía un agente pisándome los talones; al principio lo llevaba a dar largos paseos sin rumbo fijo y finalmente me hice amigo suyo. Admitía que también odiaba a Perón y que sólo obedecía órdenes. Ernesto Palacio me ofreció una vez presentarme al innombrable, pero no quise conocerlo. ¿Para qué presentarme a un hombre a quien no le daría la mano?
El amigo Bioy
Nos conocimos en 1930 o 1931, cuando él tenía 17 años y yo poco más de 30. En esos casos siempre se supone que el hombre mayor es el maestro y el menor el discípulo. Eso puede haber sido cierto al principio, pero algunos años más tarde, cuando empezamos a trabajar juntos, Bioy era el verdadero y secreto maestro. (...) Al contradecir mi gusto por lo patético, lo sentencioso y lo barroco, Bioy me hizo sentir que la discreción y el control son más convenientes. Si se me permite una afirmación tajante, diría que Bioy me fue llevando poco a poco hacia el clasicismo.
Ceguera La ceguera me fue alcanzando gradualmente desde la infancia. Fue como un lento atardecer de verano; no tuvo nada de patético ni de dramático. A partir de 1927 soporté ocho operaciones en los ojos, pero desde la década del cincuenta, cuando escribí el Poema de los dones, a efectos de la lectura y la escritura ya estaba ciego.
Pasado nórdico
Siempre me atrajo la metáfora, y esa inclinación me llevó a estudiar las sencillas kenningar sajonas y las muy elaboradas kenningar escandinavas. (...) A su vez, la investigación de las kenningar me llevó al estudio del inglés y el escandinavo antiguos. Otro factor que me condujo en esa dirección fue mi ascendencia. Quizá no sea más que una superstición romántica, pero el hecho de que los Haslam (la abuela por vía paterna era Haslam) vivieran en Northumbria y Mercia -hoy se las llama Northumberland y Midlands- me liga a un pasado sajón y quizá danés. Mi cariño por ese pasado nórdico ha molestado a algunos de mis compatriotas nacionalistas, que me consideran inglés, pero no hace falta señalar que muchos hábitos ingleses me resultan del todo ajenos: el té, la familia real, los deportes varoniles, la devoción fanática por cada línea escrita por Shakespeare.
Palabras
Escribir de manera grandilocuente no sólo es un error sino un error que nace de la vanidad. Creo con firmeza que para escribir bien hay que ser discreto.
Norteamérica
A consecuencia de ese premio (el Premio Formentor de 1961, que compartió con Samuel Beckett), de la noche a la mañana mis libros brotaron como hongos por todo el mundo occidental. Ese mismo año, bajo los auspicios de Edward Larocque Tinker, fui invitado como profesor visitante a la Universidad de Texas. Era mi primer encuentro físico con Norteamérica. En cierto sentido, debido a mis lecturas, siempre había estado allí, pero qué extraña sensación tuve en Austin al oír que los obreros que cavaban una zanja hablaban en inglés, idioma que hasta entonces siempre había creído negado a esa clase de gente. De hecho, Norteamérica había adquirido tales proporciones míticas en mi imaginación, que me asombraba sinceramente encontrar allí cosas tan comunes como yuyos, barro, charcos, caminos de tierra, moscas, perros y vagabundos. Aunque a veces sentíamos nostalgia, ahora sé que mi madre -que me acompañaba- y yo terminamos amando a Texas. Ella, que siempre había detestado el fútbol, hasta se alegró de nuestra victoria cuando los Longhorns derrotaron a los vecinos Bears.
Norteamérica me pareció la nación más amistosa, más indulgente y más generosa que había visitado. Los sudamericanos tendemos a pensar en términos de conveniencia, mientras que la gente en los Estados Unidos tiene una actitud ética. Como soy protestante aficionado, eso era lo que más admiraba. Hasta me ayudaba a pasar por alto los rascacielos, las bolsas de papel, la televisión, los plásticos y la horrible selva de aparatos.
Ciudades
Estocolmo y Copenhague están entre las ciudades más inolvidables que he visto, al igual que San Francisco, Nueva York, Edimburgo, Santiago de Compostela y Ginebra.
Los demás
La gente ha sido inexplicablemente bondadosa conmigo. No tengo enemigos, y si ciertas personas se han puesto ese disfraz, han sido tan bondadosas que ni siquiera me han lastimado. Cada vez que leo algo que han escrito contra mí, no sólo comparto el sentimiento, sino que pienso que yo mismo podría hacer mucho mejor el trabajo. Quizá debería aconsejar a los aspirantes a enemigos que me envíen sus críticas de antemano, con la seguridad de que recibirán toda mi ayuda y mi apoyo. Hasta he deseado secretamente escribir, con seudónimo, una larga invectiva contra mí mismo.
Felicidad cercana
A mi edad uno debería tener conciencia de los propios límites, y ese conocimiento quizá contribuya a la felicidad. De joven pensaba que la literatura era un juego de variaciones hábiles y sorprendentes; ahora que he encontrado mi propia voz, veo que tocar y retocar mis originales no los mejora ni los empeora. (...) Supongo que ya he escrito mis mejores libros. Eso me da una cierta satisfacción y tranquilidad. De algún modo, la juventud me resulta más cercana que cuando era joven. Ya no considero inalcanzable la felicidad, como me pasaba hace mucho tiempo. Ahora sé que puede ocurrir en cualquier momento, pero nunca hay que buscarla. En cuanto al fracaso y la fama, me parecen irrelevantes, y nunca me preocupan. Ahora lo que quiero es la paz, el placer del pensamiento y de la amistad y, aunque sea demasiado ambicioso, la sensación de amar y ser amado.






