
Bryce Echenique Entre el infierno y el paraíso
El notable autor de Un mundo para Julius está de regreso en una Lima que no lo deja trabajar. Antes de meterse en el cielo de un nuevo libro, recuerda los años de su fiesta europea. "Quise dejar de estar tan cómodo", dice
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El volvió a Lima, y Lima ahora es un infierno.
-Me entró la volvedera, como la llaman los mexicanos, y me volví. Dice, como si fuera fácil después de treinta y cinco años de vida lejana en la lejana Europa, Alfredo Bryce Echenique.
-Ahora estoy viviendo en el barrio de Miraflores, pero me voy a mudar a un cerro desde donde se ve toda Lima. A lo lejos y de noche se ve linda.
Se ríe, con burla torcida, el escritor nacido en 1939 en Lima, Perú, hijo y nieto de banqueros, descendiente de virreyes al óleo y presidentes de la república. Su historia, toda su historia, podría resumirse en una frase que él dijo hace una década: "Nací hace 50 años en Perú, pero renací hace 25 años en Europa. Y desde entonces ando siempre entre los 25 años y la muerte". Ahora, el renacido está de regreso en una ciudad que no tiene nada de lo que tenía cuando se fue: ni la ternura veraniega del barrio de Miraflores, ni los clubes señoriales, ni las relajadas calles antiguas, ni el ambiente entre colonial y nuevo mundo.
-Lima es ahora una ciudad espantosa. Peligrosa. Hemos copiado lo peor del mal gusto norteamericano. Si no sales en auto blindado, no sales.
Ojos chicos cuando sonríe, jopo de pelo marmolado y los anteojos más raros del mundo, Bryce Echenique estuvo hace unas semanas por Buenos Aires para presentar su novela La amigdalitis de Tarzán.
Chaleco amarillo y corbatita verde, habla en el mismo tono agridulce en el que escribe. Tiene toda su vida empeñada en volver, como hace 35 años la tuvo empeñada en partir.
-¿Escribir ahora? No, nada. Mentiría, no puedo escribir. Por eso escribí mis dos últimos libros en Europa, La amigdalitis de Tarzán y Guía triste de París, porque sabía que cuando regresara a Perú iba a estar un tiempo sin poder escribir nada.
Raro: lo dice sin terror. Dieciséis libros después de haberse ido, el escritor traducido a quince idiomas dice sin terror que no puede escribir, pero que es un precio menor a cambio de poner su vida, una vez más, en columpio afilado con navaja.
-Europa y yo ya nos habíamos sacado el jugo, y quise volver a recuperar aquel espíritu aventurero, dejar de estar tan cómodo... eh, eh, eh. Volver es devastador. Por un lado tengo la suerte de conocer gente más joven que yo, porque a mis amigos los encuentro anclados en el pasado. Como digo yo, están todos con una pantufla en el alma.
Su padre se llamaba Francisco. Había peleado en la Primera Guerra Mundial, además de haber recorrido el mundo -embarcado- durante 18 años. Apenas desembarcó, pidió en matrimonio a una sobrina a la que doblaba en edad: Elena, la madre de Bryce. Desde entonces, Francisco se dedicó a tener cinco hijos, manejar bancos, ser un tímido crónico y dejarse adorar por Alfredito, hijo para el que tenía pensado un brillante futuro como hombre de negocios. -Mi padre era un tímido agresivo. Cuando entraba en la peluquería y el peluquero le decía: "Don Francisco, buenas tardes, ¿cómo quiere que le corte el pelo?", él le decía: "Sin hablar". No hablaba y era muy habilidoso. Fabricaba muebles, y arreglaba todas las cosas que se rompían en casa de los parientes. Mi madre lo encontró luego de su luna de miel en un cuarto, zurciendo sus propios pantalones. Sus cinco hijos somos inútiles. Mi padre hacía todo. Hasta me cambiaba la cinta de la máquina de escribir.
Trató. Nadie puede decir que no trató. Su padre quería eso para él: que presidiera un banco, que tuviera un sillón de cuero verde incrustado entre el alma y la espalda. El, obediente, estudió abogacía en Lima, se recibió, y al día siguiente empezó a tramitar becas para irse a estudiar literatura en Europa. Pero sus solicitudes eran siempre rechazadas, hasta que su madre aclaró el misterio: "A ver si te dejas de decir que estás pidiendo las becas delante de tu padre, porque apenas lo mencionas él llama a los consulados para que no te las den. Cállate y yo te voy a ayudar". Con la boca cerrada y una pequeña ayuda de mamá, Bryce consiguió una beca para estudiar literatura en La Sorbona. Partió a París con una firme promesa de su padre: no pasarle un solo peso más para ayudarlo.
-Pasaron ocho años sin que volviera a Lima, años que se pasaron rapidísimo por el deslumbramiento que me produjo Europa, y por lo pobre que era. Lima es el infierno, pero cuando todavía Lima era Lima, París era una fiesta y ahí estaba él. Pobrísimo y peruano, diciendo que era escritor, sin haber escrito nunca una página. Desordenado y excelente alumno, su casa de París rebosaba de gente a toda hora. -Los peruanos no visitan: se instalan. Hay visitas de peruanos que son largas desde el primer minuto.
Por esa época leyó a Cortázar, descubrió que era posible escribir sin puntos ni comas ni prejuicios, huyó a Perugia, se encerró en una pensión y escribió su primer libro de cuentos, Huerto cerrado. Pero la misma noche en que su novia Maggie llegaba desde Perú para amarlo para siempre en Europa, le robaron a Bryce todo lo que tenía en este mundo y en el otro: ropa, máquina de escribir y el manuscrito entero de Huerto cerrado. Dicen que cuando Vargas Llosa escuchó la historia de boca del propio Bryce sudó frío. Pero Bryce, con tenacidad extraña, escribió su primer libro por segunda vez.
A Huerto cerrado le siguió Un mundo para Julius, su primera novela, protagonizada por un nene de orejas adorables, que tuvo un inesperado efecto secundario: una mujer le escribió desde Estados Unidos diciéndole que había dejado los hábitos después de leer el libro, y reclamando que Bryce la ayudara en su nueva vida laica. El y Maggie, su pareja por entonces, enviaron un telegrama en el que decía que el pobre Alfredo Bryce, sí, había muerto en grave accidente automovilístico, sí, pena enorme, sí, recientemente, stop. Después de París, pasó por Montpellier y España. Los libros se sucedieron: La felicidad ja ja, El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz, La vida exagerada de Martín Romaña, La última mudanza de Felipe Carillo, Reo de nocturnidad. Maggie, compañera de cinco años en París, es ahora una próspera empresaria turística.
-Cuando nos dejamos, yo pasaba a verla. Incluso ahora lo sigo haciendo. Cuando ella no está, dejo mensajes: "Pasó a verte Alfredo, tu compañero de cuando éramos pobres". A ella le da una rabia. Siempre creé ese compañerismo, con todas mis parejas. Me gusta cuando hago la presentación de un libro tenerlas a todas ahí, eh eh eh...
-¿Son tantas?
-Bueno... selectas. Valen por muchas.
-¿No perdió ningún amigo cuando se publicó Permiso para vivir (Antimemorias)?
-No, al contrario.
-A Ernesto Cardenal, ¿le gustó el libro?
-Ah, Cardenal, eh eh eh... je je, bueno, no sé, no lo he visto más.
Permiso para vivir (Antimemorias), editado por Anagrama, es una autobiografía de la que Bryce planea una segunda parte, y que quizá sea lo primero que escriba cuando vuelva a escribir. Dice allí de Cardenal "(...) El hombre con su boina, una túnica blanca y corta y que, además, le quedaba corta y se debatía entre lo liqui-liqui y lo eclesiástico-tropical, y el blue jeans más mal usado del mundo. ¡Por Dios Santo!, que alguien le regale un pantalón al poeta sacerdote ministro sandinista que fue (...) Hablaba desde su palco-púlpito y yo tuve el pálpito de que me encontraba ante un místico al que el misticismo había llevado hasta la mismísima y mítica Marilyn Monroe. O, a lo mejor, fue al revés (...)" -En Cuba no cayó mal. Fue un acercamiento mío casi grotesco al poder. Todo eso era como muy importante y yo no podía dejar de matarme de risa, sobre todo el día que vi a Fidel Castro en traje de baño. Tenía unas piernas delgadísimas. Luego lo veía en discusiones con Felipe González, discutiendo a ver quién había hecho más por su pueblo, como niños. Yo pensaba: "Esto no me lo puedo creer, después éstos son los que nos mandan, niños engreídos". Discutiendo: yo más; no, yo más. Me reía mientras pensaba: "Esto es el poder, he llegado". Uno veía que al poder le faltaban pespuntes por todos lados.
Al ritmo de tanta confesión, muchos creen que todos sus libros son autobiográficos. Que todos los hombres de los libros de Bryce son Bryce. Que todas las mujeres de los libros de Bryce son las mujeres de Bryce. Riesgo para nada menor si se tiene en cuenta que la mayoría de las mujeres de sus libros son bellas e inalcanzables, y la mayoría de los hombres, cándidos y perdedores. -En algunas cosas, la gente cree ver cierto tinte autobiográfico y en realidad son inventos. Si yo fuera todos mis personajes estaría, por lo menos, decrépito. Mucha gente ha venido a mi casa y dicen: "¡Pero, cómo puede ser! Por empezar, tienes casa; después, eres ordenado, todo tiene su sitio". La idea es que soy un hombre absolutamente caótico, desordenado, que trabaja a cualquier hora del día o de la noche. Creen, por ejemplo, que soy hipocondríaco. La verdad es que no lo soy. Pero tengo una fama de hipocondríaco impresionante.
Los que tienen fama, bien ganada, son sus pies. Pero parecen normales, dos cachorros en la alfombra, envueltos en prolijísima gamuza marrón. Demasiado normales para un hombre que escribió de sí mismo en Permiso para vivir: "(...) Mi primer intento de arreglo fue con el doctor Schöll, en Lima. Me otorgaron gratuitamente un par de suelas ortopédicas de cuero y hierro, a cambio de unas fotografías de mis pies como modelo para exhibir entre las calamidades máximas que los establecimientos Schöll habían atendido por el mundo entero. Una semana después, regresé con ambas plantillas partidas por la mitad y la enfermera, muy gentilmente, me rogó que por favor no volviera más".
-No, no, mis pies siguen muy mal. Yo no he tenido hijos porque no quiero hacerle a nadie la canallada de que nazca con los pies con que yo nací. Tengo guardado el contrato de un seguro médico, en el que habían puesto una cláusula que decía: "Los pies del señor no están asegurados". Tengo por ahí unos zapatos ortopédicos que me dieron los médicos cuando estuve en Cuba, pero esos sólo los puede usar Fidel: son durísimos, incómodos. Pero, con los años, el problema empeora y te duele tanto que al final parece que caminas con los muslos. Mi problema no es caminar, sino estar parado, por eso los cócteles para mí son tremendos. Ahora ya no tengo prurito de empujar a cualquiera y agarrar la mejor silla, porque me la he ganado con todo derecho.
Si todos llevan clavado un temor en el pecho, el de este hombre tiene forma de formulario. La tramitación de un simple certificado de buena conducta o la obtención de una visa han presentado para él complicaciones infernales.
-Pavor, pavor por las colas y los trámites. Hay gente que le tiene miedo al avión. Yo temo a lo que precede: la aduana, el pasaporte. Hasta que no salgo del aeropuerto, no se me va el pavor. Siempre hay alguna visa que falta, un sello que no me pusieron en el pasaporte, y aunque tenga todo en regla me pongo nervioso y me delato, tiemblo, entonces alguien me mira y se pregunta: "Pero, ¿qué le pasa a éste que está temblando?" Eso, sumado a que sus apellidos son objeto de errores de pronunciación y escritura, se traduce en pesadilla cotidiana. Como cuando esperó que le avisaran de la partida de un vuelo en un aeropuerto lejano y terminó por perder el vuelo. -Se mataron llamando por los parlantes a un tal "Ekenaique". Yo pensaba: "Bueno, será un griego". No. Resulta que era yo, y por supuesto me enteré una hora después de que el vuelo había partido.
El miedo a los aviones, además de las aduanas, se le subió una sola vez a la garganta, cuando regresaba con el escritor (fóbico al vuelo) Julio Ramón Ribeyro, de Portugal a España.
-Julio Ramón me dijo: "Estoy tranquilo porque es imposible que este avión se caiga: nunca han muerto dos escritores peruanos juntos". Viajé aterrado pensando: "Esta va a ser la primera vez, va a ser la primera vez", y Ramón, que no tomaba un avión ni a patadas, tuvo el viaje más tranquilo de su vida.
Son cinco los hermanos Bryce. Dos hermanas y dos hermanos, además de él e incluido Paquito, un muchacho sordomudo que se ha transformado en visita cariñosa de los sábados.
-Paquito allí está, en Lima. Enfermo. Ciego, ahora. Lo veo los sábados. El se ríe. Dice: "Alfredo, comunista, feo, escritor, pobre, te vas a ir al infierno", y hace como si me pisara.
Y pisa y aplasta la alfombra lisita bajo sus pies el hijo escritor de don Francisco. El hijo que alguna vez también quiso ser cura y traspasó, borracho de amor y castidad, las puertas del seminario de Chaclayo.
-De niño había sido muy religioso, pero lo que hubo fue una intención de los curas. "Este niño bueno, inteligente, nos lo llevamos." Yo acepté. Mis padres fueron hábiles, porque en vez de oponerse dijeron: "Que vaya, ya volverá". Estuve unos meses, recuerdo como que estuve contento, pero cuando las monjas del colegio donde había estado de niño se enteraron de que estaba allí me mandaron una camionada de chocolate que con un espíritu muy poco cristiano devoré sin convidarle un solo chocolate a los demás seminaristas. Me dio un patatús, y me tuvieron que llevar a una clínica en Lima. Ya tenía una coartada para salir de allí. Cuando volví al colegio, para los curas había pasado de ser un niño bueno a ser un traidor.
Pero no importa, porque años antes el traidor le había arrancado a su paso por entre los hábitos una imagen celestial, grabada a punto caramelo.
-Tenía 4 años y me enviaban con las monjas para que no me quedara solo, porque todos mis hermanos iban ya al colegio. Iba con las niñas pequeñas. Algún día no sé qué fechoría hice y me castigaron. El castigo fue mandarme con las niñas grandes. Fue un castigo celestial. Me llenaban de besos y caricias. Desde entonces, yo miro a las mujeres para arriba.
Así, mirando a las mujeres para arriba, se las ingenió para escribir algunas de las más bellas novelas de esta parte del mundo. Mirando a las mujeres para arriba construyó a la lesiva Tere Mancini, plena de pecas y respingadísima nariz, de No me esperes en abril; a la Octavia de Cádiz imposible hasta el dolor de El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz; a la pelirroja Fernanda María de La amigdalitis de Tarzán; a la etérea madre de Julius de la novela Un mundo para Julius, una mujer como una garza que gorjeaba darling, darling como sólo ella era capaz. Y mirando de costado y entre dientes, construyó al pobre señor Sevilla que se murió en Madrid, a Martín Romaña con su vida exagerada y quizás a sí mismo, grandísimo inventor del antihéroe latinoamericano de novela. Pero antes, mucho antes, durante su primera vez en Europa, su papá Francisco murió en Lima. Cuando Lima era Lima todavía. Cuando Bryce todavía no era Bryce. -Pero yo no regresé. Mi madre, de una forma muy sensata, me lo ocultó. Pensó que como me había costado tanto adaptarme a Europa, regresar a Perú iba a ser difícil. Me pregunto qué hubiese dicho mi padre de ver un libro con mi nombre. A lo mejor le hubiera gustado.
Un cerro en Lima acuna al regresado, y le miente un infierno con forma de ciudad. Una manera, como cualquier otra, de obligarlo a escribir su propio paraíso.
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