California Zephyr, rey de las rocosas
Como una larga oruga brillante, la formación recorre los miles de kilómetros que separan a Chicago de San Francisco en un viaje sin par
-Hola, soy Brenda, de Bermudas.
-Buen día, soy Dave, de Colorado Springs.
-Soy Charlie, de Boston.
Diálogo habitual a la hora de la comida en el vagón restaurante del tren California Ze-phyr, que recorre sin pausa los miles de kilómetros que separan Chicago de San Francisco.
Quizás el clima de un viaje en tren predispone a la charla amable con desconocidos. O quizá quienes viajan en tren durante muchas horas se sienten ya parte de un grupo con cierta afinidad. O quizá todos ellos comparten, aun sin haberlo leído, el argumento esgrimido por el gran novelista norteamericano Paul Theroux, cuando sostiene que no hay nada más atractivo, si uno tiene un fin de semana libre, que subirse a un tren de larga distancia hacia cualquier parte. Cualquiera que sea la causa, lo cierto es que allí se dialoga con la certidumbre de que el tiempo pasa de manera diferente sobre el rítmico e inigualable movimiento del rodar sobre rieles.
En el caso de este cronista, la afirmación de Theroux es apreciada como totalmente válida. Y si cualquier tren puede ser interesante, muy pocos en el mundo pueden ser tan espectaculares como el célebre California Zephyr, orgullo de la gran época del ferrocarril en Estados Unidos, luego desactivado cuando las empresas privadas abandonaron los servicios de pasajeros en ese país y por fin resucitado por la empresa estatal Amtrak, que se hizo cargo de todos los trenes de larga distancia desde 1970.
Allí se mantiene viva esa tradición ferroviaria que está profundamente arraigada en la base de la prosperidad del país y de la conquista de los grandes espacios del Oeste, aun cuando la gran mayoría de la población norteamericana viaja hoy preferentemente en avión.
A las 9 de un viernes, tras haber recorrido más de 2000 kilómetros desde Nueva York hasta Chicago, y luego grandes llanuras de trigales y maizales, el tren se pone otra vez en movimiento desde Denver, Colorado.
A lo lejos se divisan las primeras cumbres de la gran cadena que recorre toda América de Norte a Sur y que allí se llama Montañas Rocosas o Rocallosas. El viaje del California Zephyr se acerca entonces a sus mejores momentos geográficos. Con tres locomotoras diesel, de 3500 caballos de fuerza cada una, el largo convoy plateado comienza a trepar de una forma casi impensable para tales pesos en movimiento.
En poco más de una hora, y,tras recorrer infinidad de curvas, llegamos al punto cumbre de casi 3000 metros, para ingresar en un túnel de 2,5 kilómetros sobre el cual se yergue la línea que marca la divisoria continental de aguas.
Al salir de ese largo momento oscuro en el túnel Moffat, el tren bordea un río potente que nos acompañará por varias horas al costado de la vía. Es el río Colorado, que arranca desde allí su largo camino hacia el Pacífico y que pasa por agudas gargantas que prefiguran el Gran Cañón del Colorado, que espera en el Estado de Arizona.
Las imágenes, disfrutadas desde un vagón observatorio totalmente vidriado en su parte superior, son uno de los grandes momentos de los viajes ferroviarios de todos los tiempos.
Pero no serán las únicas proezas de montaña del California Zephyr. Al caer la tarde, tras haber terminado con el primer gran cordón de las Rocosas, nos espera la cadena Wasatch Mountains, que lleva al desierto de Utah y Nevada. Y al día siguiente, otro ascenso brutal hacia el cordón llamado Sierra Nevada, que separa al desierto de los bosques verdes y que permite el descenso final hacia el Pacífico y las promesas de California.
La marcha tiene el gran confort de cualquier época ferroviaria. Leemos en el camarote privado, o escribimos en la computadora, alternando con miradas por la ventanilla, o deambulamos por el vagón comedor o el observatorio. Por los parlantes internos, una voz que se hará familiar durante los dos días nos explica la historia del California Zephyr.
Se trata de Mike Tisdale, un historiador del museo ferroviario de Sacramento, que entre Denver y esa ciudad -capital de California- entrega una completa información sobre la leyenda ferroviaria y el territorio que recorre.
Así nos enteramos de que el California Zephyr nació en 1949, como el acuerdo entre tres compañías ferroviarias de entonces: Burlington Route, Denver and Río Grande y Western Pacific, para hacer correr un tren de lujo entre Chicago y San Francisco, por la ruta más histórica de la conquista del Oeste por medio de rieles.
Desde entonces, siempre hubo trenes de pasajeros de gran importancia entre Chicago y el Pacífico, con tres líneas básicas: una a Seattle, más al Norte; otra a San Francisco, por el centro, y la última, más al Sur, para llegar a Los Angeles.
Sea por la actual prosperidad de Estados Unidos o porque muchos pasajeros han redescubierto el tren, lo cierto es que el California Zephyr, en el que atravesamos las Rocosas está prácticamente completo.
Y quizá porque allí no se encuentran ni argentinos ni latinoamericanos de ningún tipo, mis ocasionales compañeros de mesa expresan una sorprendente curiosidad sobre la Argentina, y conocimientos que son bastantes superiores a los que uno imagina como promedio. Casi todos hacen alguna pregunta sobre Evita, cuya música made in Broadway ha llegado a ser universal.
Donald Allebach, un ingeniero retirado que conoció bien la Argentina por su trabajo en minas del Norte en los años 60, pregunta sobre el futuro político de la Argentina: "¿Está consolidada la democracia o puede pasar como en Rusia, que no consigue evolucionar hacia el sistema político occidental?" Sin intentar un tratado de ciencia política, el cronista debe remontarse a la Guerra de las Malvinas, a los gobiernos de Alfonsín y Menem y a las diferencias históricas con Rusia, para sostener que, probablemente, la democracia argentina tiene algo más de consistencia.
Anthony Turritin, canadiense, sociólogo de la Universidad de Toronto, sabe de los trenes en la Argentina, porque ha leído el famoso libro de Theroux, The Old Patagonian Express, que le dio la fama mundial al tren La Trochita, de Esquel.
Charles Riley, un piloto de la fuerza aérea, de impecables 87 años, que estuvo en la Segunda Guerra Mundial y ahora prefiere viajar en tren, hace una pregunta aún más sorprendente. Sabe mucho de árboles y no recuerda muy bien cómo se llama un tipo de pino característico de la Patagonia, muy parecido a los que vemos aquí en las laderas montañosas de la Sierra Nevada.
-¿El pehuen o araucaria?
-Ese, exactamente.
Suena extraño hablar allí de araucarias, pero no tanto cuando miramos hacia afuera y vemos que el tren recorre un valle que bien podría ser el del río Limay. Pero es el río Truckee, cerca ya del final del viaje en busca del Pacífico.
Tras dejar al costado un lago de altura -el Donner-, la vía corre de a ratos por una impresionante cornisa al borde de un vacío de 1000 metros hasta el fondo de otro río, y en el horizonte aparece ya la ciudad de Sacramento, capital del Estado de California, última escala previa al punto final en Oakland, frente a San Francisco.
Sacramento vale la pena la detención. Como el boleto del tren admite parar y tomar otro horas después o al día siguiente, aprovechamos para recorrer el magnífico museo del ferrocarril y visitar una ciudad que luce sus mejores galas.
Allí nos enteramos de una celebración especial en la capital estadual: se cumplen los 150 años de la incorporación de California a los Estados Unidos. Curiosamente, nadie nos lo había comentado en el tren. Quizá pocos lo sabían. Tras horas de charlas en desayunos, almuerzos y cenas, constatamos que el norteamericano medio habla poco de cualquier cosa que tenga que ver con el gobierno o las actividades oficiales.
Pese a que se trata de un año electoral, casi nadie se detuvo en la batalla Gore-Bush. Consultados por el cronista de La Nacion, varios admiten, con desgano, que probablemente ganará Gore. Un ingeniero de Colorado Springs asegura: "De todos modos, da igual, porque los gobiernos lo único que hacen es cobrar impuestos. Por suerte, la economía anda como un tren".
Una frase que en la Argentina no tendría aplicación ya que casi no hay trenes. Salvo que se piense que la economía argentina anda, precisamente, como nuestros propios trenes.
En Estados Unidos, para suerte de sus ciudadanos, bien puede decirse que la economía anda como un California Zephyr.
Lo mejor sobre rieles
Si hubiera un podio de los mejores trenes del mundo, el California Zephyr estaría indiscutiblemente en uno de esos tres primeros lugares. En el mismo nivel ubicamos a otros dos de excepción: el legendario Transiberiano ruso, de Moscú a Vladivostok, y el no menos famoso The Canadian, que recorre todo Canadá. En el Transiberiano -8 días de punta a punta-, las distancias, la soledad y las estepas nevadas constituyen un marco quizás inigualable para los viajeros.
El transcanadiense, como el California Zephyr, también tiene su punto fuerte en el cruce de las Montañas Rocosas.
A su vez, dentro de Estados Unidos, la empresa nacional Amtrak tiene otros dos trenes comparables: el Empire Builder, entre Chicago y Seattle, y el South West Chief, entre Chicago y Los Angeles, que comparten el mismo tipo de equipamiento. Son vagones de doble piso con asientos o con camarotes-dormitorios amplios y confortables, para dos personas, para familias y hasta con ducha personal, y para los pasajeros. Hay un excelente vagón comedor y un vagón sólo para mirar el paisaje, con grandes ventanales y asientos giratorios.
Un viaje en camarote, de costa a costa, puede valer casi tanto como viajar en avión. Para quienes quieren aprovechar un viaje a Estados Unidos y Canadá para recorrer todo en tren, existe, además, un boleto único -al estilo del Eurailpass para viajar por Europa- que permite hacerlo a cualquier parte desde Miami hasta California, Nueva York, Toronto, Vancouver o cualquier otro lugar de los dos países, con la simple precaución de reservar previamente el asiento respectivo en cada estación.
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