
Carlos Bianchi: la vida después de Boca
Es el director técnico más exitoso de la Argentina, pero hace casi dos meses decidió renunciar, cansado de la vorágine del fútbol. Cómo son los días de un hombre que se acostumbró al triunfo, a la adoración de los hinchas y a la fama, y que ahora destina su tiempo a la familia, los viajes y la fe. ¿Volverá?
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Aquella madrugada se revolvió en la cama, los ojos escudriñando un sabio cielo raso que le sirviese de oráculo. Pasó revista a los días de gloria. Se vio abrazado a las copas, montado a la nube de triunfos, envuelto en el fiel abrazo de Margarita, de Brenda, de Mauro. Pensó sobre todo en ellos, en las presiones, en los minutos resignados de padre-esposo-abuelo. Y dijo basta. No enfrentó ningún micrófono. Eligió un escape subrepticio, a modo de comunicado, un domingo descampado de fútbol. Carlos Bianchi pasaba a ser un exitoso desocupado, un desempleado por opción. Detrás del pelo color nieve, corona de una calva que le otorga un perfil casi de científico, dejaba una estela de admiración, de devoción.
Y –rezaría un tango– Boca, el fútbol, el triunfo... entraron en su pasado.
Una explicación nada detallista, difundida por la agencia Télam, congeló las almas de los hinchas xeneizes. El mismo determinó el método, para no hacer preferencias con ningún medio. Bianchi decía adiós para reencontrarse con el hombre común, con el hombre de familia, con el padre-esposo-abuelo. Ese que ahora desanuda los ojos del sueño a la misma hora, las 6.30, aunque sin pensar ya en la táctica por aplicar ni en el tiempo que le demandará el trayecto desde su casa en Palermo hasta La Boca. Continúa rindiendo lealtad a sus costumbres. Acompaña cada mañana la lectura de La Nacion y Olé con un café con leche y dos tostadas con una cucharada de miel. Esa disciplina tampoco la abandonó. El sobrepeso, que puede afectar sus rodillas –con secuelas de sus años de futbolista– lo somete a un rigor irrenunciable.
Resulta difícil imaginarse a Bianchi sin trabajar, lejos del fútbol. Hasta para sus más íntimos, que no dudan en decir que "al tercer día de la vacaciones está inaguantable". El mismo lo graficó en 1995, cuando dejaba su cargo como director técnico de Vélez: "Tanto mi esposa como mis hijos saben que soy feliz trabajando, y eso les alcanza para que ellos también lo sean".
Su rostro, agigantado por la popularidad, busca espacios en los que la asfixia no le llegue. Y € uno de ellos es la iglesia. Bianchi no falta un solo día a su encuentro con Dios. Allí donde –admite– puede sentirse un ser anónimo. Para él, la fe es algo supremo, algo que no puede mezclarse con su destino de entrenador. Muchos le atribuyeron una especie de pacto con la suerte y llegaron a metaforizar que Bianchi tenía en su poder "el número del celular de Dios". Pero siempre se encargó de relativizar esta cuestión: "Hay cosas más importantes para pedirle a Dios que el resultado de un partido".
El otro bálsamo, más íntimo, se llama Margarita Pila. Su comunión con ella es un pacto sagrado, un amor cinematográfico. Ella es quien marca el ritmo de su ánimo, la que recorta y archiva cada pequeña novedad que refiere a su marido, la que lo acompaña al lugar más remoto al que le toque ir a dirigir, la que recibe el primer beso por un triunfo y la primera lágrima ante la adversidad.
A los 55 años, Carlos Bianchi se encuentra... desocupado. Por elección, claro está. Un respiro que no le impide sentarse horas a ver partidos de fútbol por televisión. Pero que le brinda total distensión para prolongar los abrazos con sus nietos Paul Nicolás, Louis Alexandre y Charles Gabriel –los dos primeros, franceses; el último, argentino–.
Y dejar de ser Carlos Bianchi para transformarse en Nonó. Es, ante todo, un hombre de familia. Por la noche se viste como el mejor relaciones públicas y marca presencia en alguno de los dos restaurantes que regentean sus hijos, Mauro y Brenda. El tiempo sabático también le permite alguna escapada romántica con Margarita a París, a la casa que posee en el barrio Plaissir. Obviamente, no puede dejar de ir a la cancha. A ver a Vélez. No a Boca, dice, para no generar suspicacias.
Carlos Bianchi podría ser la empresa unipersonal más exitosa de los últimos diez años. Asociado, claro, a un mundo aparte: Boca Juniors. "Nunca pensé que como director técnico iba a lograr más cosas que como jugador", suele repetir.
Sin embargo, hubo en las causas de aquella decisión un intruso que nunca antes se había presentado con tal fuerza: la derrota. Bianchi había perdido de manera dolorosa (por penales) la final de la Copa Libertadores. Y en el futuro inmediato observaba cómo debía recomenzar de cero y renovar motivaciones que la vorágine le impedía concretar. En los últimos tiempos se había alejado definitivamente del contacto con la prensa: eliminó las clásicas conferencias de los viernes (el único momento en el que hablaba fuera de los partidos) y hasta llegó a cerrar las puertas de un entrenamiento, algo que jamás había hecho. Por primera vez lució descolocado. Se le notó en aquellos gestos y en otros dos más contundentes. El primero, muy criticado, de no ir a recibir la medalla por el subcampeonato –tal vez porque ser segundo es inaceptable en su genealogía–; el segundo, a contramano de su costumbre de meditar largamente cada determinación importante, la manera en la que decidió dar un paso al costado. En su explicación también obvió referirse al desgaste enorme que había sufrido su relación con los dirigentes y apenas mencionó la necesidad de estar con su familia (sobre todo luego de unos serios problemas de salud que había sufrido su hija).
Triunfar, trascender, siempre fue la meta de Bianchi. Desde la época en que se lo advertía a su abuelo Juan, un anarquista que trinaba al oírlo hablar solamente de la pelota y no prestar atención a los libros. Esos que abandonó un poco a la fuerza, en tiempos escolares, cuando le arrojó un borrador al padre Román y fue expulsado del Colegio San Rafael.
Triunfar..., pero sin renunciar a los códigos del barrio, que aprendió cuando amuchaba los diarios y revistas bajo el brazo y desparramaba noticias a los gritos –con esa voz aguda que poco cambió el paso del tiempo–, mientras ayudaba a su papá, Amor, canillita de esquina en San Martín. Esa parada de diarios que nunca quiso cambiar, aun cuando a su hijo le llegaron la fama y el dinero a raudales.
Para ello, Carlos interrumpía sueños de potrero en los que dibujaba goles imposibles por las calles de tierra del barrio Villa Real. Llevaba el pelo ensortijado y negro como una lluvia nocturna. Carlitos. Como el Gardel que admiraba su papá, un fanático de las carreras de caballo ("conocí antes un hipódromo que una cancha de fútbol", diría alguna vez). Y, para seguir con los usos familiares, se hizo simpatizante de... River Plate.
Nació una gélida mañana de otoño en 1949, "con más pelo que ahora", según siempre bromea su mamá, Nélida, aunque él jura que "en la época de Los Beatles yo tenía el pelo largo". Debutó como jugador de Vélez en 1967; poco antes había conocido a Margarita, hermana de un amigo. El noviazgo quedó sellado tras una prueba de fuego: fueron al cine a ver tres películas seguidas de Palito Ortega. Ella era fanática, él las soportó estoico. Se casaron en 1972.
Número 9 de piernas flacas y oportunistas, anotó en su carrera 394 goles. Gritos que en 1973 se mudaron de Liniers a Francia, donde durante cinco temporadas fue el máximo artillero del torneo local. Lo premiaron con el Botín de Oro de Europa y llegaron a bautizarlo "Señor Gol". Vivía en un castillo en las afueras de Reims, que –recuerda– era tan grande que tenía habitaciones que nunca visitaban.
En 1984, de regreso en Vélez, se retiró como futbolista, pero nueve años más tarde iniciaría una etapa que iba a exceder los niveles de idolatría. Bajo su dirección técnica, el humilde club de Liniers fue campeón argentino, continental, del mundo. Superó al temible y cotizado Milan, de Italia. Se hablaba, entonces, de que el barrio había vencido al imperio. Gracias a Bianchi.
La impaciencia de los italianos le dejó un sabor fugaz y de fallida experiencia como técnico de Roma, en 1997. Pero entonces tocó a su puerta el gran desafío. Mauricio Macri había fracasado en la elección de dos técnicos: Carlos Bilardo y Héctor Veira. Mediante plebiscitos había seguido el deseo de los hinchas. Y le fue mal. Entonces, con la presidencia de Boca en juego, el mandamás xeneize se dejó guiar por su propia veleidad. Y entre coqueteos con Daniel Passarella y José Pekerman, Macri eligió a su preferido: Carlos Bianchi.
Se reunieron durante 8 horas en Madrid, un punto intermedio, pues Bianchi estaba en el Mundial de Francia como comentarista para la TV. La minuciosidad con la que planteó el proyecto fue como un canto de sirenas para Macri. "Ahora voy a pensar las 24 de horas en Boca", dijo Bianchi no bien asumió, pero dejó una frase que utilizaría siempre como bandera para no despegarse: "A mí, Boca no me va a cambiar. Yo voy a seguir siendo el mismo". Y realizó el primer guiño que reflejaba su gran autoestima: en su contrato no quiso primas ni los habituales premios por punto ganado. Fijó una recompensa de 1.000.000 de dólares por título obtenido. El resultado ya es conocido...
Desde que asumió, fue alimentando su poder y su status con vueltas olímpicas. Se transformó en sinónimo de éxito, con 15 títulos, algo que ningún técnico en la historia del fútbol argentino pudo lograr. Y lo hizo desde valores que nunca estuvo tentado de abandonar: el bajo perfil, la austeridad, el pragmatismo. Aspectos que plasmó en sus equipos y en los jugadores que él mismo elegía para componerlos. Nunca optó por futbolistas estridentes o que pudieran eclipsarlo en idolatría, y los capitanes tuvieron características similares a las suyas.
Siempre marcó diferencias con los dirigentes ("mi óptica se acerca más a la del hincha que a la de Macri", dijo una vez). Cuando hubo algún conflicto con los futbolistas por sueldos y premios, Bianchi fue el primero en defender al jugador. Una vez, en medio de uno de sus sonados enojos porque le vendían a las figuras, afirmó: "Antes de gastar millones de dólares en contratar otros prefiero que les mejoren el sueldo a los que están en el plantel para que se queden en el club". Y no dudó, por ejemplo, en una recordada y grotesca conferencia de prensa en septiembre de 2001, cuando anunció que no iba a renovar su contrato con Boca, en dejar plantado al propio Macri, que había irrumpido para pedirle explicaciones.
Con esta forma de conducirse –siempre ligada al éxito– no pasó inadvertido extramuros del fútbol. Bianchi se había convertido en el mejor gerente que pudo tener Boca. Entonces, poderosas empresas y universidades privadas lo llamaron para que brindara charlas sobre manejo de grupos. En 2000, por ejemplo, disertó en el hotel Sheraton sobre liderazgo y motivación de grupos ante 800 ejecutivos de varias cadenas de supermercados. Y también mostró buenas dotes de actor en las publicidades que protagonizó para el concurso El Gran DT, del diario Clarín (inolvidable integrando una banda de delincuentes junto con Bilardo y el Bambino Veira), y para el Banco Galicia. Como una especie de generador e impulsor de su propio marketing. Los datos son contundentes aun en lo extradeportivo. Con Bianchi, Boca llegó a tener 61.000 socios, cifra récord en su historia, al superar la marca de 50.000, de 1981, cuando Diego Maradona se recibía de estrella.
Tras un año de alejamiento del ruido, Bianchi volvió a Boca. Fue en enero de 2003. Una millonaria oferta desde México quedó en el camino (hasta le ofrecieron como cláusula montar un restaurante para que manejaran sus hijos). El quería regresar a Boca. Y lo hizo. Con el éxito pegado nuevamente a su lado. Ganó en la Argentina, ganó en Brasil, ganó en Japón. La Triple Corona la llamaron. Bianchi y Boca. Otra vez la fórmula de mayor rating.
Pero ante los primeros traspiés y en un 2004 en el que el triunfo le dio vuelta la cara, Bianchi prefirió escaparse del remolino de presiones que es el fútbol actual, y en especial Boca Juniors. Sólo apareció públicamente para un trabajo que más bien le sienta como hobby: comentó la última Copa América, en Perú, para la televisión mexicana.
Luego eligió esfumarse, huir de la exposición. Con su adorada Margarita, programó una estada de un mes en París, adonde hacía dos años no iba. Se encargó de pagar los servicios de la casa en Plaissir y hasta se compró un auto para dejar allí, cansado siempre de tener que alquilar uno. París, su otro refugio. Donde disfruta de largos paseos y de encuentros con amigos que le dejó el fútbol, como Gabriel Calderón, Omar Da Fonseca y Luis Fernández.
Carlos Bianchi se tomará su tiempo. Correrá con sus nietos en la plaza o en la enorme casa que está construyendo en Barrio Parque; estará en un palco del estadio José Amalfitani para ver a su querido Vélez Sarsfield; pondrá la mejor sonrisa de cliente-papá en los restaurantes de Mauro y Brenda. Pero nadie puede creer que la determinación sea definitiva. Su naturaleza le provoca una íntima lucha. Tarde o temprano, volverá a aparecer dando órdenes desde un banco de suplentes, con traje y una corbata, que en ningún partido es la misma. Y le pateará la puerta al éxito. Seguramente sueñe con volver a Boca y los hinchas xeneizes encandilen sus noches pensando en tenerlo otra vez.
Aunque si se lo consulta sobre ilusiones, Bianchi adop-tará una mueca de modestia, se sacudirá el dramatismo y la pasión por el fútbol y dará su respuesta de siempre: "¿Mi sueño? Llegar a los 80 años junto con Margarita. Ese es mi sueño".
Por Diego Mazzei
Producción: Christian Leblebidjian - Foto: AFP
Para saber más
www.informexeneize.com.ar
www.yosoybostero.com.ar
Números y logros
15 títulos ganó como director técnico.
En Vélez (6): Clausura ’93, Libertadores ’94, Europeo-Sudamericana ’94, Apertura ’95, Interamericana ’96 y Clausura ’96. En Boca (9): Apertura ’98, 2000 y 2003, Clausura ’99, Libertadores 2000, 2001 y 2003, y Europeo-Sudamericana 2000 y 2003.
341 partidos dirigió para Boca.
Ganó 186, empató 93 y perdió 62. 604 goles a favor y 336 en contra.
121 dirigió para Vélez.
Ganó 62, empató 35 y perdió 24.
40 partidos se mantuvo invicto en Boca.
(1998-1999). Es récord en el fútbol argentino; destronó al Racing de Pizzuti (39 partidos entre 1965-1966).
Pendiente
Bianchi fue el apellido que se escuchaba en momentos en que, fracaso tras fracaso, se renovaban los ciclos de entrenadores en el seleccionado nacional. En 1994, el reemplazante de Alfio Basile fue Daniel Passarella, a pesar de que Bianchi había llevado a Vélez a la gloria. Después de Passarella, Bianchi era el candidato al que apuntaba el presidente de la AFA, Julio Grondona, pero el proyecto renovador, que incluía como manager a José Pekerman, no convenció al Virrey. Bianchi nunca fue partidario de recibir órdenes en su función, ni de compartir el liderazgo. Fue por eso que, según él asegura, le dijo no a la selección, que quedó en manos de Bielsa. Dirigir el seleccionado es una íntima cuenta pendiente para Bianchi y, con sus pergaminos, son muchos los que se preguntan cómo todavía no llegó a concretarlo.
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