Ciencia, virus y el riesgo de los dogmas
Si la ciencia fuese infalible no sería ciencia, sino dogma. Los dogmas rechazan la comprobación. Exigen creencia a ciegas. Los hay de todo tipo. Religiosos, políticos, literarios, cinematográficos, económicos, deportivos. Para Karl Popper (1902-1994), nacido en Austria y nacionalizado inglés, pensador esencial del siglo XX, la ciencia parte de un problema, atraviesa una etapa de búsqueda de soluciones, durante la cual elabora teorías basándose en el ensayo y el error, y finalmente debe desechar muchas de esas teorías para establecer una, que permanecerá hasta que la aparición de un nuevo error la desplace. A ese mecanismo de progreso científico Popper lo denominó falsación. Un descubrimiento falsable (es decir, superado o desalojado por uno nuevo) lejos de haber fracasado, es valioso para arribar a la nueva comprobación que lo supera. En una conferencia radiofónica emitida el 7 de marzo de 1972, y recopilada en su libro La responsabilidad de vivir, Popper señalaba: “Aprendemos mucho a través de la falsación. Aprendemos que una teoría es falsa, y también por qué es falsa. Y, sobre todo, obtenemos un nuevo problema rigurosamente formulado, y un nuevo problema es el verdadero punto de partida de un nuevo desarrollo científico”.
Esta idea fundamental viene a recordar que la ciencia, como toda la vida y la experiencia humana, nada en el mar de la incertidumbre. Lo aleatorio, lo imprevisible, lo que está más allá de nuestro control supera largamente a lo que controlamos. Sin embargo, los humanos no podemos terminar de digerir esto. De ahí la necesidad de dogmas, de verdades reveladas e indesmentibles que nos exigen creencia ciega a cambio de una ilusión de seguridad. Desviándose de sus funciones y propósitos originales, que consisten en acompañar la evolución humana poniéndose al servicio de las necesidades esenciales, la ciencia y la técnica a menudo lucran (en sentido literal y metafórico) durante el capitalismo tardío con aquel pánico a la incertidumbre dando lugar al nacimiento de nuevos dogmas.
Lo que ocurrió desde comienzos de 2020 con la aparición del coronavirus es prueba de ello. La humanidad enfrentó una experiencia extrema, aunque no inédita. Hubo en su historia otras pandemias y catástrofes devastadoras (varias de ellas autoinfligidas), aunque se produjeron en tiempos de menor soberbia, cuando aún se admitía que no éramos ni los reyes ni los dueños del universo. Esta vez el “nuevo problema” (parafraseando a Popper) resultó una profunda herida narcisista para la especie. Y los dogmas políticos (apelando a confinamientos mal comunicados y peor administrados) y científicos (en una carrera desbocada por ganar mercados a través de vacunas que se anunciaron como pócimas mágicas) se impusieron masivamente en una humanidad convenientemente aterrorizada. El doctor en Economía Francisco Bello escribía en la española Revista de Letras en julio del año pasado: “Un número creciente de políticos han descubierto las ventajas de justificar sus decisiones escudándose en el consejo de expertos, normalmente científicos que basan sus recomendaciones en complejos modelos matemáticos difíciles de discernir para el común de los mortales. Estos modelos, incluso los más sofisticados y refinados, reflejan una versión muy simplificada y parcial de la realidad, ignorando muchos factores presentes en el mundo real”.
Cuando todo empezó nada se sabía de lo que sobrevino, y poco se sabe hoy a pesar de los alardes en sentido contrario. La incertidumbre es lo único cierto y solo se podrá aprender lo falsable. Humildad y modestia o soberbia y falsas certezas. Las dos primeras permiten la falsación y el avance. Las dos últimas crean dogmas, falsa seguridad. Decía Carl Jung (1875-1961), padre de la psicología profunda: “Una teoría científica pronto es superada por otra; el dogma perdura por siglos incontables”.
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