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Si quieren les cuento mi historia erótica perfecta, aunque no estoy segura de que estén muy preparados para escuchar a una chica dar tantos detalles de un encuentro sexual algo perverso. Escucho la vocecita de Dana, y un escalofrío viborea en mi espalda. Comemos en la oficina, en un saloncito de pocas mesas donde cada mediodía la gente se apiña con sus viandas para compartir las noticias del día, chimentos maliciosos y algo de sus vidas privadas. Aquí, entre estas cuatro paredes ilustradas con grandes fotografías del mundo pop, una compañera contó que iba a hacerse las lolas, un muchacho relató minuciosamente las últimas horas de su padre enfermo y decrépito y una madre primeriza narró entre lágrimas las sensaciones que tuvo durante el parto. Aquí se ventilan todos los días sueños y pesares, encuentros sexuales, dramas íntimos, conversiones al otro sexo, tragedias conyugales. La comedia humana resplandece en los mediodías con olor a fritura y a pescado, a salsas caseras y frutas cítricas, y ese furibundo choque de mundos privados va construyendo una camaradería tan parecida a la amistad. Te escuchamos, Dana recibe el aliento curioso de un compañero, y entonces nos cuenta su historia. Era una tarde de verano, una tarde muy calurosa, yo llevaba apenas un vestidito corto y unas sandalias, y decidí meterme en un cine a ver una película al azar, con Tom Cruise. Saqué mi entrada, entre en la sala cuando ya estaba con las luces algo bajas, y me senté un poco lejos de la pantalla. Eramos unas veinte personas, no más, en esa función de los mediodías a la que no suele ir mucha gente. De pronto las luces se apagaron, y en ese momento sentí un ruido a mi derecha, torcí la cabeza y ví a un hombre que se acercaba. No lo ví claramente, apenas un perfil, llevaba un libro en las manos. Yo miraba la pantalla, pero no podía dejar de espiarlo por el rabillo del ojo. Se sentó a mi lado, se calzó unos anteojos y entonces comenzó la película, una comedia romántica algo superficial que ya no recuerdo. Habrán pasado unos quince minutos, cuando sentí que algo me había rozado una pierna a la altura del muslo. (Suena el estruendo de un celular, Esteban extrae el aparato del bolsillo de la camisa y atiende bajo la mirada fulminante de una audiencia incrédula. Nadie dice una palabra, pero los ojos inyectados de odio le dicen que corte ya. Te llamo en media hora, beso.) Unos segundos después volví a sentir el mismo roce y algo que se deslizaba hacia mi rodilla para luego desaparecer. Quedé paralizada, bajé ligeramente la vista y reconocí una mano en la penumbra, la mano en reposo de mi vecino. Sentí un escozor en el cuerpo, y cuando los dedos volvieron a rozarme empecé a respirar muy profundo, cada vez más rápido, con los ojos clavados en la pantalla sin ver. No me pregunten por qué, pero en algún momento mi mano fue al encuentro de la suya, buscó ese calor inesperado, y poco después su mano ya estaba sobre mi pierna, acariciándola, buscando la cara interior del muslo y el calor de mi pubis, tocándome una y otra vez. No sé cómo lo soporté sin moverme, quieta de terror, inmóvil y con el corazón galopando en el pecho y la lengua fría en la boca. De pronto mi mano buscó la hebilla de su pantalón, y lo demás podrán imaginárselo. Termimanos húmedos los dos, hechos una fiebre y exhaustos. Nunca más volvimos a vernos... Violeta interrumpe el silencio espeso. Dice eso no es nada, yo tengo algo mejor, mañana se los cuento durante el almuerzo, hagan sus apuestas, señores. Será mañana, entonces.






