"Cortar" con un gran amigo, el vacío del que no se habla
Dejar de ver a un amigo no tiene el peso social de un divorcio romántico y no es comparable con la pérdida de un familiar. Sin embargo, el vacío que se siente puede resultar muy parecido a estas situaciones. Cuando te separas de un amigo íntimo, por la razón que sea, experimentas una soledad que está presente y existe aunque la maquilles con otros amigos o la tapes con una pareja . El vacío que se siente al no compartir más tu vida con esa persona es un tema del que hablamos poco, pero sucede mucho. Porque los amigos, en definitiva, también son amores.
Sandra y yo éramos los mejores amigos del mundo. Dos outkasts, dos que en el colegio no habían sido muy populares y cuando se encontraron en su primer trabajo se volvieron inseparables. Con Sandra empezamos a salir todos los sábados pues ninguno estaba en pareja. Nos gustaban las mismas bandas, no nos perdíamos ningún recital o festival de música y hasta compartíamos las mismas playlists. Con Sandra fuimos amigos por más de diez años, tanto que nuestras familias se conocían entre sí y los amigos que fuimos ganando a medida que dejamos de ser los nerds de la clase para convertirnos en seres medio populares (por fin), se unieron en un grupo muy genial que habíamos formado ella y yo. Nos hacíamos llamar los Psico Friends de la Liberté, y cuando publiqué mi primera novela se la dediqué a ellos. Todo estuvo bien hasta que empecé a trabajar en televisión y a editar una revista y a que mis libros funcionaran bastante bien en algunos países. Empecé, sin darme cuenta, a creerme mil. Y Sandra seguía en el mismo trabajo de siempre, en el mismo departamento de siempre, con la misma rutina de siempre. Arranqué a salir mucho, a conocer gente bonita y confundida, y Sandra comenzó a acumular rencores, muchas veces fundados en mi estupidez rampante y excesiva frivolidad. Todo siguió así hasta que Sandra, mi hermana y mejor amiga del mundo, empezó a odiarme en silencio. Nuestras vidas habían tomado rumbos diferentes, pero en lugar de aceptar los hechos y seguir queriéndonos aunque nos viéramos con menor frecuencia, nos empezamos a guardar cosas hasta que ella explotó, y yo exploté, y un día nos insultamos tanto que no hubo vuelta atrás.
Sandra y yo nos separamos de la peor manera, como dos jóvenes inexpertos enredados en su primer amor.
Con Darío no hubo insultos, pero también nos separamos. Como si se tratara del primer capítulo de Friends o una sitcom cualquiera, nos conocimos en el laundry del edificio y terminamos siendo de esos vecinos mejores amigos del mundo que son más que tu novio o familia. Darío y yo juntos a todos lados, a todas las fiestas, a todos los viajes y vacaciones. Darío y yo en el mismo gimnasio, en yoga, en el shopping y en la peluquería. Todo el mundo pensaba que éramos pareja, pero nada que ver. No éramos pareja y nunca había pasado nada entre nosotros, básicamente porque éramos iguales y nos gustaba el mismo tipo de hombres, algo totalmente opuesto a nosotros. Tanto nos gustaba el mismo tipo que terminamos con el mismo tipo. Yo salí tres semanas, corté, y al mes Darío empezó a tener citas con él.
Al principio me hice el moderno, el que estaba todo bien. Pero Darío terminó de novio con ese pibe que había sido mi gran ilusión amorosa, y a los tres meses de ser testigo herido de aquella relación, tuve un estallido de rabia interno, lo bloqueé de todos lados.
Darío y yo nos separamos. Por suerte, al poco tiempo se fue del edificio, a vivir con ese amor que conmigo no pudo ser.
Con Ash pegué tanta onda el día que la conocí trabajando en la revista que empecé a hacer todas las fotos con ella. Tenía diez años menos que yo, pero se perfilaba como la productora de moda del momento. Laboralmente, formamos una pareja perfecta, y esa química se trasladó al plano personal. Íbamos juntos a todos los eventos, asesorábamos a las celebrities locales, organizábamos viajes de prensa juntos y los fines de semana nos juntábamos a hacer cualquier cosa en la casa de alguno de los dos. Con el tiempo nos hicimos una especie de socios laborales, y ahí la cosa empezó a complicarse. Que tal cliente es mío, que a tal famosa la visto yo, que te colgaste con tal proveedor, o que cobraste más que yo por el mismo laburo. Todo anduvo medio así hasta que nos fuimos a trabajar juntos a Punta del Este, una temporada entera en esa histeria wannabe que implica hacer periodismo y PR en en ese lugar. La convivencia, el ego, las fiestas, los excesos y todo lo que uno hace cuando es muy joven (en su caso) o cuando se cree muy joven (en mi caso), terminaron en un hartazgo mutuo tan insalvable que al volver a Buenos Aires no nos hablamos más.
Ash y yo nos separamos, casi como en un divorcio que implica división de amigos, de cuentas y de clientes.
Con Caro nos conocimos por Twitter, aunque nos hicimos amigos el día que la entrevisté. Los dos estábamos (o creíamos que estábamos) en la cresta de la ola. Ella escribiendo la tira de mayor audiencia y prestigio de la televisión y yo dirigiendo una revista muy cool. Caro y yo nacimos el mismo día del mismo año, lo que astrológicamente nos convertía en algo así como almas gemelas. Tanto que formamos un gran grupo de amigos que bruncheaban todos los domingos en el mismo bar hablando de hombres, riéndonos de la gente de Instagram y compartiendo nuestras angustias. Más allá del grupo, Caro era una gran amiga y siempre estaba cuando la necesitaba. Caro era la mejor consejera en temas laborales, ideaba grandes estrategias para cuando te enamorabas de alguien y venía corriendo a tu casa para consolarte si un tipo te dejaba o te hacía algo horrible.
Caro fue mi mejor amiga hasta que hice un comentario frívolo y tonto en relación a los pañuelos verdes. Caro, la feminista más brillante de todas, resultó intransigente ante mi estupidez, y en lugar de tomar las cosas con liviandad simplemente dejó de hablarme. Mi falta de compromiso con su causa hicieron que Caro y yo nos separemos, y hasta el día de hoy extraño sus audios, sus comentarios ácidos y los brunchs del domingo en los que no parábamos de reírnos.
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