Tras perder al amor de su vida, creyó que no volvería a sentir...
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Ramiro creyó que jamás volvería a enamorarse. Más aún, creía que nunca más iba a volver a sentir nada con demasiada intensidad ni placer. Ni la comida, ni un vaso de vino, ni el café ni la ducha mañanera. Hacía más de cuatro años que había perdido al amor de su vida y todo le daba igual, o más bien, nada lo conmovía. Con Gabriela había compartido una vida entera, los años más significativos, a pesar de que él ya había tenido un matrimonio anterior del que había nacido su único hijo.
Antes de la llegada de Gabriela, aquella relación anterior fue una gran escuela de vida, con su primera mujer eran muy jóvenes, tenían un manojo de sueños pero demasiadas responsabilidades de golpe como para empezar a cumplir una pizca de ellos. Pronto se marchitaron a pesar de sus pieles tersas, los resentimientos emergieron, las peleas escalaron y los caminos, inevitablemente, se bifurcaron.
“Pero resultó un gran aprendizaje”, asegura Ramiro. “Mi primer matrimonio me enseñó que había que ir más despacio, darse tiempo propio, respetar el ajeno y ayudar al otro a volar. Cosa muy difícil. Cada uno se miraba a sí mismo, amargados por los mandatos, y en vez de ayudarnos nos matamos a reproches. ¡Y todo eso tan jóvenes!”
Pero entonces, tras ese matrimonio fallido y tormentoso, llegó Gabriela, una vendedora de abrigos y suéteres de lana de primera calidad que vivía en Villa Gesell. Gabriela arribó como esa brisa de aire fresco primaveral, efervescente, amante de los placeres de la vida y dueña de esa sonrisa contagiosa que enamora a cualquiera. Y dentro de los cualquieras, estuvo Ramiro, que la vio una tarde de verano mientras le compraba un saquito a su madre.
Y cuando sus miradas se cruzaron no se volvieron a separar hasta ese día infernal, treinta años después, cuando el cáncer se llevó a Gabriela.
Una pescadora y una pregunta
Ramiro ya había pasado los sesenta y la comida seguía pareciéndole insulsa. No es que Gabriela cocinara particularmente bien (de hecho era aficionada a pedir a domicilio), pero con ella todo tenía buen gusto.
Mientras tanto, Pablo, uno de los mejores amigos de Ramiro, se había resignado a perder la vitalidad de su compañero de aventuras, pero aun así le insistía en salir de pesca, tal como lo habían hecho tantas veces en el pasado. Como siempre, Ramiro le decía que no, hasta que un día su hijo le dijo: “Pablo cumple años, hacelo por él, sería el mejor regalo que lo acompañes de pesca”.
Y así fue como, casi cinco años después de la partida de Gabriela, Ramiro accedió a ir un fin de semana largo a pescar a Mar Chiquita, el lugar al que solían ir cuando buscaban aires de pueblo y la fusión entre mar y laguna. Y allí, algo extraño le sucedió al viudo desde el primer día: el mar infinito, el compás de las olas, el aroma a sal en el aire, lo devolvieron a una vida que creía perdida. Tal vez el mar siempre había sido el remedio, pero hasta ese día él se había negado a reparar en él y despertar sus sentidos.
Unas dos horas pasaron, cuando escuchó una voz que le preguntaba qué tal estaba la pesca. Se trataba de una mujer que iba con heladerita y caña, quien agregó muy simpática: “Porque vio cómo es, si me dice que donde está hay buena pesca me pego a usted, así somos los pescadores, aunque no nos guste admitirlo”.
“La pesca fue modesta”, cuenta Ramiro hoy con una sonrisa. “Aprovecho para decir que ya no es como antes, los barcos chinos están arrasando con el suelo marino, rompen todo, a los peces les cuesta desovar y encontrar buen refugio y lo que se saca es poco y muy chico”.
Pero, regresando a los acontecimientos de aquella mañana, con un par de pescadillas en mano, Susana (tal es su nombre) le propuso a Ramiro y a Pablo, cocinarlas a la romana y compartir así los trofeos del día.
Volver a enamorarse… de la vida
Ramiro creyó que jamás volvería a enamorarse, pero esos días en Mar Chiquita le trajeron de regreso el amor. En la arena, la sal, el atardecer y el sonido de las olas, pudo sentir a Gabriela que le decía que era tiempo de volver a honrar la vida. Jura que ella, amante de los placeres y el disfrute, le susurró a través del viento que la vida está hecha para los vivos y que él no se había ido con ella. Que apagarse no era festejar lo que ella había sido ni el amor que juntos habían vivido.
Y así, con más de sesenta años, Ramiro se fue a vivir a la costa junto a Susana, a quien ama de otra forma, también mágica, aunque diferente y hermosa para esta nueva etapa de su existencia.
“Lo que creí imposible sucedió. Volví a sentir. Volví a enamorarme de la vida”, concluye.
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