Cuentos de gallegos
La comunidad gallega en Buenos Aires es la más grande del mundo fuera de Galicia. Este es un repaso por el recuerdo de algunos hombres y mujeres que llegaron, huyendo de la guerra, la persecución política y la miseria, a un país en el que, a veces, pudieron encontrar un paraíso
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Era 1949. José Benito Rodríguez subió por la pasarela del barco, miró hacia atrás –el puerto de Vigo, la multitud llorosa–, se sacudió los pies para quitar todo resto de polvo de la tierra que amaba, y dijo: "España, aquí te quedas". Mucho tiempo después, al otro lado del mundo, en Fiorito, les contaría a sus hijos que aquel día, con el corazón hecho barro, había dicho aquí te quedas no por rencor a España, sino por odio a Francisco Franco, que desde 1938 era jefe de Estado y por el que José, como tantos republicanos, había estado preso, sufrido la humillación de tener que reportarse a la Guardia Civil de su aldea cada semana.
–Por eso mi papá nunca quiso hacerse socio del Centro Gallego. El decía que era un nido de franquistas.
Susi es, como su padre –José Benito–, como su madre –María–, gallega. Como ella y como sus padres, en esos años –desde 1939 hasta fines de los 50– de Galicia vinieron miles a la Argentina huyendo del hambre y la persecución. Galicia era el último rincón de España, una región con idioma propio que era mejor ignorar. El éxodo hacia nuestro país duró hasta 1959, y resultó la colectividad gallega más grande fuera de la península ibérica. Entre nativos y descendientes suman 250.000 personas. Tantos son que se llama a Buenos Aires "la quinta provincia gallega".
–Los gallegos éramos lo más despreciado de España –dice Susi–. Estaba prohibido hablar en gallego. A las aulas había que entrar saludando "viva España" y "viva Franco", y las maestras te castigaban si no usabas el castellano.
Galicia es una de las ocho naciones celtas, junto con Irlanda, Escocia, la isla de Man, Cornualles, Bretaña y Asturias. Tiene 2.700.000 habitantes, cuatro provincias (Lugo, Orense, Pontevedra y La Coruña), y desde los años 80 es región autónoma con capital en Santiago de Compostela, destino final del Camino de Santiago.
–Cuando nos fuimos de mi pueblo, La Guardia, aquello fue un entierro –dice Susi, sentadita y rubia en su casa del barrio de Lanús Oeste junto a Cari, su marido–. Yo tenía 12 años y vine porque me trajeron. Primero vino mi padre, y al año llegamos con mi madre y mi hermano. Ella trajo once baúles con cosas.
Se embarcaron el 8 de diciembre de 1950 y llegaron aquí el 23. De la llegada a Buenos Aires, Susi recuerda el balanceo irreal del barco en el estuario y una niebla fantasma que espumaba su falda.
–Hacía calor y tenía una tristeza enorme. Fuimos a vivir a Fiorito. Yo venía de una casa con pozo de agua pura, un cuarto para cada uno, el baño adentro. En Fiorito teníamos que recoger el agua del tren, el baño era un agujero en el fondo. Papá se compró un taller mecánico, mamá trabajaba en una fábrica, y yo tenía que cuidar a mi hermano de 5 años. No me dejaron estudiar. Hubiera querido estudiar medicina, pero no pude hacer siquiera el colegio secundario.
Así y todo, acá era mejor. La Guerra Civil Española, que terminó en abril de 1939, dejó una cantidad desaforada de muertos y una hambruna descomunal. El país era un páramo atravesado por el racionamiento, el miedo y la falta de todo. En ese entorno, Argentina era un país de abundancia que exigía pocos requisitos para los inmigrantes: certificado de antecedentes penales, contrato de trabajo y una carta de reclamo por la cual un pariente o amigo ya establecido "reclamaba" a determinada persona y se hacía responsable por ella durante un tiempo. El 95% de quienes vinieron eran aldeanos sin alfabetizar, que se emplearon en el servicio doméstico, porterías, bares y hoteles, tratando de darles a sus hijos lo que ellos no habían tenido. A veces eso era estudio. A veces, simplemente comida.
–¿Te puedo mostrar algo? –dice Susi, y trae de la cocina una bolsa de nylon llena de pan–. Este pan tiene cuatro días. Para comerlo, lo caliento. Me quedó la costumbre de no tirar nada. Allá te daban un cuarto de aceite por mes, un cuarto de azúcar.
A Aucario Pérez Cartoy, su marido, le dicen Cari. Llegó al puerto de Buenos Aires el 24 de marzo de 1953, a los 18 años, con la esperanza de enviar dinero fresco para su casa pobre.
–Vine por la desesperación. Mi padre era herrero y mi madre agricultora, y la verdad es que no había comida. Las papas las sacábamos antes de que maduraran, por el hambre.
Susi aprendió a hacer cuellos de camisas a medida; conoció a Cari, se casaron, tuvieron hijos. Nunca quiso volver. Sabía que no iba a encontrar lo mismo. Pero Cari sí quería. En 1985 compró los pasajes, y allá fueron.
–Fue la desilusión de mi vida –dice Cari–. Habían pasado 32 años. Quería ver a mi amigo Antonio. Corrí para darle un abrazo y me dice "hola, cómo estás". Así, frío. Le digo "bien, tengo una mujer, dos hijos". Y me dice "tú estás mejor, tú puedes venir aquí, y yo no puedo ir a la Argentina".
–Si a mí me preguntan –repite Susi– qué edad me gustaría tener, yo diría "doce años y estar en Galicia". Me quebraron. Todo quedó allá. Ahora una hija mía vive en España. Le dije, cuando se fue: "Mirá que es duro, mirá que hay mucho dolor en la vida del que se va".
En las paredes hay dos fotos: una del pueblo de ella, otra del pueblo de él.
–El es de la montaña. Yo soy de la mar. De la mar –repite Susi.
Como si repetirlo fuera el antídoto para que el tiempo no borre lo que ella es: una nena de doce años, mirando el mar.
Solo recuerdos
El día de la muerte de Franco, el 20 de noviembre de 1975, hubo festejos en la Argentina, donde la larga memoria del pueblo gallego hacía estragos en la Avenida de Mayo. Allí, entre la confitería Iberia y el Bar Español, se repartían republicanos y franquistas. Cuando llegaban noticias favorables para un bando u otro, sillas, botellas y platos volaban de bar en bar.
–Hay cosas que no se olvidan, que no deben olvidarse nunca.
José Campos Barral trabajó toda su vida –treinta años– en la biblioteca del Centro Gallego, el más importante centro asistencial de la colectividad gallega. Es percusionista y formó parte de los grupos más importantes del país. Ahora, a los 71 años, es quiosquero
–Yo me siento gallego, y luego, si me queda un rato libre, soy español. Pero en el ’49, en España, se pasaba mucha miseria. Yo he llevado bofetadas del maestro por hablar gallego. Me decía: "Hable cristiano". Mi padre era republicano, y tenía la libertad condicional. Estaba harto. Primero vino mi hermano mayor, luego mi padre, mi madre, la abuela. Y luego yo. Û
Tenía 16 años. El 24 de marzo de 1949 llegué a Buenos Aires. Lo primero que te decían era "¿a qué viniste acá, gallego?, ¿a matarte el hambre?". Cuando caminaba por este país y veía cómo estaban los tachos de basura llenos de comida pensaba "ay, mi madre, con esto se alimenta toda Galicia".
Aquí conoció a su mujer, y sólo en 1994 volvió a Galicia. No fue una buena idea.
–Aquellos caminos que habían sido de tierra eran carreteras. Y cada casa tenía dos o tres coches. Fue un cambio bueno para ellos, pero yo quería ver a Galicia como cuando era niño. En aquel entonces, para hablar por teléfono tenía que caminar tres kilómetros y encontrar un teléfono a manivela; ahora hay teléfonos públicos en cada aldea. Todos mis amigos de la infancia eran abuelos, no los reconocí, y ellos no me reconocían a mí.
–¿Trajo algo cuando vino, alguna cosa que conserve?
–No –dice cortante, feroz–. Lo único que traje fueron recuerdos.
Lo único que no se pierde. Que no se puede perder.
Los nietos
En Internet, decenas de páginas promueven la búsqueda y el encuentro con familiares de antaño, en sitios con mensajes que dicen cosas como las que dice María Liliana Vicente: "Soy argentina, mi abuela paterna es nacida en Beseño de Abajo, provincia de La Coruña, hija de Andrés Méndez, agricultor, y de Josefa García. Mi abuelo paterno era nacido en Gejo de los Reyes, provincia de Salamanca, se llamaba Rogelio Vicente, hijo de Esteban Vicente, sastre, y de Genoveva Borrego". Casi todos los que buscan, más que los hijos, son los nietos.
–Es normal –dice Pablo Cirio, musicólogo, investigador de la música tradicional gallega en prácticas espontáneas y profesionales en la Argentina–. La capa de gallegos nativos está jubilada. Los hijos hoy tienen entre 40 y 50 años, y son los que se llevaron la peor parte. Pagaron el resentimiento de sus padres, que querían insertarse como argentinos y no les interesaba mantener sus raíces. Como muchos eran analfabetos, querían posicionar a su descendencia en mejor lugar. Entonces no les enseñaron el idioma. ¿Para qué va a hablar gallego? Que hable inglés, que sea abogado. Ahora los nietos son los que están interesados en la vida de sus abuelos, el idioma, la música.
Y, claro, en el pasaporte.
José Manuel Castelao Bragaña es abogado y presidente del Consejo General de la Emigración, y dice que llegaron a atenderse 4000 solicitudes de doble nacionalidad por mes.
–Los hijos de aquellos gallegos sufrieron mucho porque sus padres, en el afán de adaptarse rápidamente, intentaban parecerse a los argentinos. Los nietos de aquella generación son los que están tratando de recrear todo.
José Manuel vino solo, en 1955. Su padre llegó a la Argentina en 1948. No volvió a ver a su mujer, María, ni a sus hijos, hasta siete años más tarde, en 1955.
–Todavía recuerdo –dice Manuel– el día en que nos subimos a un carro... dos baúles, un perro que nos seguía.
Apenas puso un pie sobre el barco, en Vigo, supo todo lo que iba a perder: supo que iba a perderlo todo.
–El hombre debería ser como el árbol: criarse y morir donde nació. Yo no tenía idea de lo que significaba Galicia para mí. En el momento en que salió el barco me fui atrás, a ver la tierra que iba quedando lejos, porque así me parecía que tardaba más en marcharme.
Llegó el 26 de marzo de 1955 con su madre y sus hermanos, y vio a su padre otra vez. Que fue como decir la primera.
–Vi la multitud en el puerto y busqué, entre todos esos rostros, el de mi padre. El me había dejado niño y se encontró frente a un hombre. Pasada la primera alegría del encuentro, yo lloraba todos los días. Pero mi padre dijo algo que por entonces tenía sentido: "Les dejo más futuro a mis hijos en la Argentina sin nada que en España con todo". Si me dijeran ahora para siempre España o para siempre Argentina, yo digo para siempre Argentina. Aquí nadie me preguntó dónde había nacido, no pagué un peso por mi título universitario de abogado. En Buenos Aires soy un gallego morriñoso y en Galicia soy un porteño nostálgico. Yo creo que el emigrante gana algo único, y es el espíritu de libertad. Es él solo, todo depende de él. Por eso a los emigrantes no les gusta que los manejen, porque han pagado muy caro el precio de esa libertad. Todo lo que ha hecho lo construyó sobre el dolor y la nada.
Manuel Fajardo, con dolor y nada, hizo mucho. Es de Pontevedra, Caldas de Rey, y vino cuando tenía 18 años, en 1947. Su padre, Elisardo, republicano, había llegado a la Argentina en 1939. En 1940 vinieron su madre y dos hermanos, pero él se quedó con los abuelos en Galicia, siete años más. Al llegar a Buenos Aires, el niño ya era hombre.
–A los tres días de estar aquí, me empleé en el Ferrocarril del Sur como peón de cocina. El cocinero me puso una bolsa de patatas de 40 kilos y me dijo: "Pélelas". Le pregunté: "Cuántas". Y me contestó: "Pélelas todas".
Fue ascendido a camarero, se fue de su casa en 1950 y ese mismo año compró con unos amigos, en Lanús Oeste, un despacho de bebidas alcohólicas. En 1954 adquirió con su hermano Elisardo una pizzería en la avenida del Trabajo. Fue mozo, taxista, amasó merengues, piononos, tuvo una granja de conejos y aves, y en 1961 se casó con María Danza Rodríguez, mujer de la que quedó viudo hace unos años y a la que conquistó con un ingenio de los que ya no se usan.
–Estaba en la puerta de mi casa en Lanús, lustrando mi moto. En el asiento del acompañante había puesto un cartelito con la leyenda LIBRE. Y en ese momento llegó la que iba a ser mi mujer, y se echó a reír; entonces yo le dije: "Si no le gusta puede hacer que le saque el cartel". Y ella me dice: "Y cómo". Y yo le digo: "Ocupándolo".
Abrió, una tras otra, decenas de pizzerías y negocios, que vendía para comprar algo más grande, mejor. En 1986 inauguró el primer local de una pizzería que hoy tiene 22 sucursales: La Continental.
–Lo que más orgullo me da es que les he dado trabajo a más de 700 argentinos –dice Manuel, que vive en su casona de Parque Centenario seis meses al año y los otros seis los pasa en España–. El secreto es trabajo, trabajo y más trabajo.
El miedo del hambre
Llegaban con pocas cosas. El idioma, algún baúl, la esperanza de que esto fuera menos malo. Jesusa Pérez Iglesias, mujer de Elías Figueira Fernández, dice que ella no tuvo suerte. Ahora, desde hace dos o tres años, ella, su marido y un hijo cura viven de prestado en un dos ambientes.
–Nos estafaron: dos sinvergüenzas se quedaron con el dinero para comprar la casa de nuestra vejez. El ahorro de 48 años de trabajo. Ahora tengo 71, artrosis, dedo martillo, juanetes. Menos suerte y plata para comprarme mi casa, tengo de todo. Yo me vine a los 18, para tratar de mandar dinero. Allá se pasaba hambre. Ibamos al matadero a buscar la sangre de la vaca. La hervíamos, la cortábamos en pedazos, si había aceite se freía y si no se comía hervida.
Quince días pasó aguantando el mareo y comiendo pan en el barco. Llegó un 30 de junio, y pasó una noche en el Hotel de Inmigrantes. Sin escalas, viajó a Santiago del Estero a trabajar como doméstica en una clínica. Allí pasó un tiempo, hasta que la hicieron firmar unos papeles. Le dijeron que eran aportes jubilatorios, pero era la renuncia sin derecho a réplica. Se quedó en la calle, sin nada y lejos de todo. Volvió a Buenos Aires a limpiar mugres ajenas, y allí, a los 21 años, conoció a Elías, su marido. El resto fue la vida. Trabajo, dos o tres vacaciones, dos hijos.
–¿Se arrepiente de haber venido?
–A veces, un poco. Lo único que quisiera es conseguir una casa chiquita y vivir allí los pocos años que nos quedan. Y no pasar hambre.
La cara de Jesusa se descom-pone. Un huracán de sombras le come los ojos.
–Me da miedo el hambre.
Pasar de vieja el hambre que pasé de nena.
El hijo
Antonio Pérez Prado tiene 77 años y no es gallego, sino hijo de.
–Pero todos me dicen "gallego". No sé si tengo las virtudes, pero los defectos los tengo todos. Soy sentimentalón, imaginativo, me gustan mucho las chicas.
Su padre vino al país en 1910, cuando tenía 15 años.
–Aquí conoció a mi madre, que era anarquista. Mi padre, un conservador férreo. Se adoraban. Había que golpear la puerta antes de entrar al cuarto; si no, te los encontrabas chapando.
La familia Pérez Prado vivía en el pasaje Bollini, y Antonio creció convencido de una extraña creencia.
–El barrio estaba lleno de italianos, y como mi madre me había dicho que un gallego valía por cinco italianos, yo nunca me peleaba con uno solo: buscaba cuatro o cinco, y el resultado era que terminaba mormoso.
Un día, después de hacer el servicio militar, subió a un barco y se fue. A Nueva York.
–Emigré en el ’50, cuando nadie se iba de acá. Dije: "Ahora me toca a mí lo que les tocó a mis padres". Allá fui cronista de boxeo; cuando vino la Guerra de Corea me alisté, porque hacías 14 semanas de entrenamiento, comías como loco y al final te declarabas objetor de conciencia. Hice eso, comí como una chinche preñada y después chau. Fui obrero, y cuando había que parar para comer, yo me compraba un pancho y leía a Shakespeare.
Regresó a la Argentina, donde consiguió trabajo como traductor en un instituto de neurocirugía. Por la ventana de su oficina se veía un edificio enorme.
–Era la Facultad de Medicina. Y me puse a estudiar medicina en los ratos libres. Mal no me fue.
Ganó becas en Inglaterra y en Holanda, se hizo hematólogo reconocido.
–Ahora soy médico jubilado, y pobre. Estuve en hospitales y en el Centro Gallego. Nunca hice actividad privada. Yo, si he tenido una impronta... ha sido la de mi madre. Si mi galleguidad tiene un sello, ha sido el de ella. Puedo cantar horas de canciones gallegas. Todas me las cantaba mi mamá, y contaban la misma historia. Que el cura embarazaba a la criada y nacían los niños con cara de cura.
Un silencio largo. Una chispa de vaya a saber qué en cada ojo.
–Mi madre bailaba muy bien, la muñeira, la molinera. Y ya cuando estaba grande, después de comer en casa de amigos, decía: "Quiero pagar la comida". Se levantaba y bailaba. Y era tan patético saber que se estaba muriendo y bailaba... como hacían los campesinos pobres.
La voz de Antonio se apaga. Chirimbí, dice. Chirimbai.
–Siempre andaba cantando mi madre. Chirimbí, chirimbai.
Un canto dulce canta con voz de niño. Como si no se acabara nunca. Como si todos, todavía, estuvieran cantando la misma canción.
Para saber más: www.fillos.org
www.galiciadigital.com
www.lavozdegalicia.com
www.xeitonovo.com.ar
www.almargen.com.ar
www.centrogallegoba.com.ar
www.galiciaonline.es
www.xunta.es
La música
En los años 90, la música gallega, englobada en el rótulo de música celta, tuvo una gran difusión, sobre todo a partir de grupos profesionales como Xeito Novo, formado hace veinte años, o Sete Netos. Lo cierto es que la música es inherente al alma gallega, como la comida y el idioma.
–Pero en Galicia el instrumento tradicional es la pandereta
y no la gaita –dice el investigador y musicólogo Pablo Cirio–. Las canciones son de un repertorio picaresco, por no decir erótico, pornográfico, macabro y escatológico. Es un pueblo muy verde. Las canciones se cantan siempre y cuando se mantengan ciertas reglas sociales: que no haya chicos, que no haya personas de otro nivel social. La música es importantísima. La jota, la muñeira, el pasodoble. En una pregunta que se hizo hace poco en la colectividad sobre qué era lo más importante para reconocerse como gallego, el 90 por ciento respondió que no era el idioma, sino "saber bailar la muñeira".
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