Con su tercera película, Relatos salvajes —que apuesta al impacto, la desmesura y la tensión narrativa—, conquistó al público de Cannes y se aseguró proyección internacional. Pero el verdadero motor de su cine masivo nace de una historia íntima y familiar, de cientos de tardes sentado en una butaca junto a su padre
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Para el imaginario colectivo, la actividad de Damián Szifron en los últimos ocho años se redujo a un extenso período de ocio. Sin embargo, desde que dirigió el último capítulo de Hermanos & Detectives en noviembre de 2006, el creador, guionista y director de Los simuladores tuvo una hija (Rosa, de cinco años, que por estos días está fanatizada con El joven manos de tijera) y tiene otra en camino, abrió una productora de guiones y formatos televisivos (Big Bang) y escribió varias películas que todavía no filmó (un western en inglés, Little Bee; una comedia romántica, La pareja perfecta, y una ambiciosa apuesta de ciencia ficción, El extranjero). Además de todo eso, imaginó quince historias, de las cuales eligió seis y las pulió hasta transformarlas en Relatos salvajes, su nuevo largometraje. Con estreno previsto en la Argentina para el próximo 14 de agosto, viene con un antecedente auspicioso: la avant-première mundial en el Festival Internacional de Cannes, en la que un público exigente la bendijo de pie y con diez minutos de aplausos.
"A mi papá". Eso es lo que leyeron esos tres mil espectadores en los títulos iniciales. Y detrás de esa dedicatoria in memoriam se esconde una historia maravillosa de complicidad y cinefilia.
El padre
Bernardo Szifron, que falleció el año pasado y vio solamente dos tráilers de Relatos salvajes, era hijo de un albañil que llegó a la Argentina escapando del nazismo. De chico, reprodujo en un cine de Caseros la historia entre el joven Totó y Alfredo, el proyectorista que Giuseppe Tornatore imaginó y narró en Cinema Paradiso. "Desde muy chico, mi papá subía las latas de película hasta la sala de proyección del cine Paramount, a cambio de quedarse a ver la función", cuenta Szifron. De profesión comerciante –Bernardo se dedicó a vender electrodomésticos con éxito–, su universo gozoso tenía que ver con el cine y con sus hijos. Compraba cámaras de fotos, súper 8 y video, y filmaba a su familia. "Por eso, yo tengo muy mezclados los recuerdos de la vida real con los que vi a través de la pantalla. Y aunque nunca hizo nada de ficción, papá me filmaba andando a caballo y después lo musicalizaba con la banda sonora de El bueno, el malo y el feo. Porque, además, era tan fanático que también compraba las bandas de sonido de esas películas que amaba".
Su pasión cinéfila nunca era solitaria. Al menos ese es el recuerdo de Szifron desde que empezó a tener recuerdos: sentado en una butaca de cine al lado de él. Con todo lo que para un niño eso significaba. "Como era muy alto y muy gordo, yo lo asociaba al nombre de los cines a los que me llevaba: Atlas, Monumental… ¡Gran Rex! [se ríe]. Por lo general, veíamos dos o tres películas por jornada. Pero en un par de ocasiones especiales, como el Día de los Cines, o algo así, llegamos a ver ¡cinco!".
La devoción de Bernardo por el cine, y el deseo de transmitirla, era tal que llegó a sobornar al acomodador de una sala de José C. Paz para que Damián, que en 1984 tenía ocho años, pudiera ver Terminator, prohibida para menores de dieciocho. "Mi viejo volvió del cine y no se aguantó. ‘Tenés que ver esa película sí o sí’, me dijo. Y tenía razón, porque fue una experiencia transformadora. Terminator, en ese momento, me expandió las posibilidades narrativas de una historia. Me resultó realmente original, potente, inteligente y enigmática. Y con una técnica y una estética reveladoras para la época… Es que mi viejo hacía eso: era un simple espectador que me abría universos. No tenía nada de esnob, ni de crítico, ni nada de eso".
Para la mirada del hijo, además, Bernardo era una suerte de Edward Bloom, el personaje que Albert Finney encarnaba en El gran pez: un gran narrador. "Como mucha gente, no pude dejar de llorar mientras la veía. Porque mi viejo te contaba cualquier cosa y te atrapaba. Yo debo haber visto El padrino no menos de setenta veces. Lo curioso es que la primera vez que la vi, a los nueve años, ya la conocía de memoria porque mi viejo era tan fanático que me la había contado de punta a punta".
BRANDO: ¿Por qué narraba tan bien?
SZIFRON: Porque conocía muy bien a la gente, y enseguida conectaba con cualquier persona. Es que por la naturaleza de su trabajo visitaba muchas fábricas. Y ahí hablaba con todo el mundo: conocía a los empleados jerárquicos, pero también a los ingenieros, a los técnicos y a los operarios. Puedo incurrir en el error de la idealización, pero no tengo duda de que en materia cinematográfica fue mi maestro y mentor.
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El hijo
Damián empezó a filmar en 1985. Tenía nueve años cuando su primo, Sebastián Sas ("éramos como hermanos"), le contó que un amigo de su edad había hecho una película casera. Y fue una revelación: él también podía hacer cine con la cámara que tenía en su casa. En esos primeros ensayos, Damián trataba de emular algunas escenas de clásicos de Hitchcock como Psicosis o Los pájaros,o de crear la cámara subjetiva del asesino de Halloween poniendo un antifaz en la lente y corriendo por toda su casa. Otro de sus primeros cortos remitía ("muy directamente", dice) al universo simbólico de Rocky, e incluía las actuaciones de su madre, Marcela, que personificaba a una especie de doncella, y de su abuelo materno, León Stofenmacher, que hacía de entrenador. Su papá no actuó pero ofició de productor ejecutivo –había comprado la cámara– y ya, desde ese momento, de fanático incondicional.
A la secundaria, Damián entró con todo ese bagaje cinéfilo, inusual para alguien de su edad. Cursó seis años en la ORT, una escuela técnica que ofrecía una especialización en medios de comunicación, y donde entregaba los trabajos prácticos de cualquier materia siempre en formato audiovisual. Allí tuvo, también, una especie de revelación cuando conoció a Esteban Student, discípulo del mítico crítico de la revista Fierro, Ángel Faretta (con quien luego Szifron estudió de manera particular). Student se transformó en su maestro y guía. "Tanto él como otro profesor, José Luis Nacci, fueron tremendamente influyentes. En ellos encontré un montón de herramientas teóricas y filosóficas que explicaban por qué los directores cuyas películas yo ya había visto y adorado a lo largo de toda mi infancia, como Coppola, Cameron, Carpenter o Brian de Palma, eran tan buenos. Y eso me fascinó. Fue una etapa de mucho descubrimiento para mí. Después, cuando entré en la FUC, no sentí esto mismo".
La incomodidad en la FUC (Fundación Universidad del Cine) no era solo una sensación juvenil. También se traduciría en sus películas: para la crítica, para sus pares, e incluso para él mismo, Szifron es un outsider del Nuevo Cine Argentino, ese recorte estético y generacional nacido principalmente de las filas de la FUC, que en el cambio de milenio encabezaron Israel Adrián Caetano y Bruno Stagnaro (Pizza, birra, faso), Pablo Trapero (Mundo grúa) y Lucrecia Martel (La ciénaga). "Nadie me ubica dentro de lo que se llama Nuevo Cine Argentino y yo tampoco siento un deseo de pertenencia, no me interesa seguir mandatos. Desconfío de los críticos que dicen que el cine debería ser de tal o cual manera".
BRANDO: ¿Cuál es el cine que te interesa hacer?
SZIFRON: El cine que hay que hacer es el que dicta tu propia mente, tu propio corazón, que está invadido por muchas cosas generales, pero también por una experiencia de vida que es intransferible. Por el tipo de cine que más me gusta, tiendo a hacer películas que establecen una relación con la audiencia de una forma muy natural. Puede ser mainstream, es verdad. Pero a mí me gusta hacerlo bien, porque significa que lo va a ver mucha gente. Y eso es una enorme responsabilidad.
El cine
"¿Viste que hay gente que habla del ‘terror de la página en blanco’? Yo no sé de qué hablan. Para mí, no hay nada mejor que tener limpio el prontuario, no deberle nada a tu pasado y empezar otro proyecto. El escenario ideal es irme de viaje con un cuadernito y empezar a pensar una historia". Szifron craneó muchas de sus historias en escapadas que se hizo a Colonia, en Uruguay, o a pueblitos de la Patagonia, Córdoba y el Noroeste. Pero muchas otras salieron durante los largos baños de inmersión que toma en la bañadera de su casa. "Una amiga me regaló una birome para astronautas que te permite escribir en cualquier posición. Fue un gran regalo, porque yo no escribo en la computadora. El agua está asociada a la imaginación y al placer, y me parece uno de los mejores espacios desde donde trabajar", explica, y sigue: "El enojo o la angustia muchas veces pueden ser el combustible. Pero cuando lo quemás, lo que se evapora son las ideas. Todo trabajo creativo consiste en transformar esa energía negativa en algo valioso".
La ópera prima de Szifron, El fondo del mar (2003), es una comedia paranoica sobre los celos y la vida en pareja, protagonizada por Daniel Hendler y Dolores Fonzi. En 2005, Luis Luque y Diego Peretti le dieron vida a la dupla inolvidable del policía y el psicoanalista en la buddy movie criolla Tiempo de valientes. Para su tercer opus, Relatos salvajes, Szifron convocó a un elenco apabullante. La lista incluye, entre otros, a Ricardo Darín, Oscar Martínez, Leonardo Sbaraglia, Érica Rivas, Rita Cortese, Julieta Zylberberg, Darío Grandinetti, Nancy Dupláa, María Marull (su esposa) y un cameo de Alfonso Grispino, el inolvidable Dr. Dyango de Todo por dos pesos. Y aunque se sale de los moldes, su estilo narrativo es definitivamente clásico. El montaje final, en cambio, es muy curioso. Es, en verdad, realmente entretenido.
Cuentos asombrosos, que Steven Spielberg produjo a mediados de los ochenta, funciona como una buena referencia. "Cuando vi el afiche de aquella película por primera vez, me resultó tremendamente atractivo como espectador. Creo que la ansiedad que me generó en ese momento se puede traducir en haber hecho una película con este formato. Siempre me gustó la multiplicidad de relatos contenidos en un mismo paquete, porque me remite a los libros de cuentos, que es lo primero que empecé a leer cuando era chico", explica.
Sin embargo, su concepción fue musical. "La pensé como un álbum de rock, con sus tracks y sus climas. Y el desafío fue cómo preparar esos clímax, con algún relato más opresivo intercalado con otro más liberador, por ejemplo. Lo que pretendía era darle el orden energético adecuado para que todo esto conviviera de una forma armoniosa y, al mismo tiempo, hubiera una progresión dramática, un in crescendo".
La desmesura es clave en Relatos salvajes: situaciones cotidianas que se vuelven extraordinarias cuando sus protagonistas traspasan algún tipo de umbral, que puede ser el de la violencia, el de la moral o el de la venganza. El resultado es una película de alto impacto, y no solo por la cantidad de explosiones (uno de los capítulos incluye la demolición de los emblemáticos silos de Molinos/Río de la Plata, una imponente mole de cemento a orillas del Riachuelo), ni por algunas escenas escatológicas, ni por la abundante sangre que brota de la pantalla a lo largo del film. Es cine de alto impacto por el modo en que el director narra y deja impregnadas sus escenas en las retinas y bajo la piel de los espectadores.
BRANDO: Relatos salvajes parece subir la apuesta todo el tiempo, llevando cada situación hasta las últimas consecuencias…
SZIFRON: Es que una vez que se establece el vínculo entre la película y el espectador, si apostaste por un efecto sorpresa, tenés que satisfacer esa demanda. Eso es riesgoso, porque si perdés al espectador es difícil reconectarlo. Entonces, cada escena tenía que brindar una novedad. Y aunque comparten determinado universo y temática, no se puede decir que sean todas iguales: hay algo de la repetición y de la variación que tiene que estar funcionando bien todo el tiempo.
BRANDO: ¿Por qué es tan desmesurada?
SZIFRON: Me parece que esta es una época de muchísima represión. Vivimos en una sociedad que no necesariamente elegimos y damos por natural un montón de cosas que están impuestas. La sociedad es una especie de jaula, que nosotros no vemos, pero a veces tenemos el techo un poco bajo y estamos incómodos...
BRANDO: ¿Te referís a la sociedad argentina?
SZIFRON: No, hablo más bien del capitalismo en Occidente. Mis enormes diferencias son con el capitalismo en todas sus formas. Sostener un sistema que se basa en la desigualdad me resulta insultante con nuestra especie.
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La crítica al capitalismo subyace en todos los episodios que integran Relatos salvajes:desigualdad de clase, políticas arbitrarias de recaudación, la corrupción y el corset de ciertas instituciones, como el matrimonio, son problemáticas que aborda Szifron en su film. "Todos los personajes son gente muy tensa, muy estresada, que sufre las exigencias del mundo en que vivimos", resume.
Paradójicamente, el largometraje producido en conjunto por Kramer & Sigman, Telefe y El Deseo (de los hermanos Pedro y Agustín Almodóvar), entre otros productores asociados, cosechó mucho más que aplausos y elogios del sistema. Cannes, además de ser un festival prestigioso, es el mercado de cine más grande a nivel mundial. La película se vendió prácticamente a todo el mundo: Estados Unidos, Europa, América latina, Japón e Israel. Y, además, le abrió definitivamente las puertas de Hollywood a Szifron. Eso, sin embargo, le genera más entusiasmo que contradicción: "Las críticas, especialmente las norteamericanas, fueron tremendamente elogiosas. Y a partir de esa presentación, empecé a recibir llamados de los agentes de los directores y de los productores más importante del mundo. Y aunque no pienso en irme a vivir afuera y tampoco me quitan el sueño los festivales y los premios, me tienta trabajar con personas que admiro desde chico. Por ejemplo, me encantaría escribir el guión de un policial y hacérselo llegar a William Friedkin (director de The French Connection y El exorcista). Pensar proyectos así, en colaboración con gente que admiro, es un camino que me resulta atractivo. Y la recepción que tuvo Relatos salvajes definitivamente abre puertas: cosas que antes eran solo soñables ahora son posibles", se ilusiona.
Después de aquella proyección consagratoria en Cannes, Leonardo Sbaraglia declaró: "A diferencia de otros directores a los que las películas les salen de una manera más voraz e intuitiva, Damián es un tipo que tiene milimétricamente pensado lo que quiere producir en el espectador".
Szifron sabe lo que hace. Quizá porque siempre supo para quién lo hacía. "A mí me encantaba examinar la relación entre lo que ocurría en la pantalla y las reacciones de mi padre. Me fascinaba escuchar sus carcajadas, ver de qué se reía, qué era lo que le parecía espectacular, dónde él detectaba genialidad".
La escena final de cada una de sus películas será, entonces, una misma imagen idealizada: la de un hombre corpulento sentado en una butaca, tomado por el miedo, la risa o la ansiedad. Esas sensaciones que él, su hijo, es capaz de provocarle.
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Confesiones de una mente creadora
BRANDO: ¿De dónde vienen tus ideas?
SZIFRON: Por lo general, hay una energía conflictiva. Es decir, hay dos cosas que están en oposición o en tensión, y después hay otras pequeñas llamaradas de originalidad, o de creatividad, que me gusta encontrar. En ese sentido, el subconsciente te va gatillando imágenes. Cuando te vas a dormir, sos protagonista de un sueño que no definís, pero en el fondo hay una parte tuya que crea los escenarios, los personajes y los conflictos que aparecen.
BRANDO: ¿Te acordás de tus sueños?
SZIFRON: Cada vez más. La observación de los procesos inconscientes me interesa mucho. Entonces me los anoto, y también tengo un grabadorcito para cuando me voy a dormir. Y, a la hora de escribir, trato de reproducir lo que pasa durante el estadio de los sueños. Cierro los ojos, voy imaginando, y cuando veo algo que está buenísimo, lo anoto. Obviamente, el subconsciente de una persona está creado por todas las experiencias que atravesó en su vida, más las de sus familiares, más todas las obras literarias, cinematográficas, musicales. Todo eso fluye en el torrente sanguíneo y en las neuronas. Y eso se recombina de maneras nuevas, singulares, que muchas veces te sorprenden a vos mismo.
BRANDO: ¿Por qué la infidelidad aparece como un tema recurrente en tus tres películas?
SZIFRON: En las relaciones, el amor y la libertad son caminos que no siempre coinciden. Y ahí siento una bola de conflicto. Siempre me atrajo el tema: me acuerdo de que cuando era muy chico vi en la televisión un episodio de alguno de esos programas que hacía Alejandro Doria, donde una mujer descubría que el marido tenía una amante. Era un dramón.
BRANDO: ¿Y por qué te impactó tanto?
SZIFRON: Creo que porque la vi con mi mamá. Y al ver que sufría por el sufrimiento de esa mujer, comprendí el dolor que podría ocasionar algo así. Siento que hay algo de mucha potencia: la mentira, la verdad, el amor, el mentir para cuidar a la otra persona, el deseo que tiene su propia lógica y su propio lenguaje… Y eso tiene más que ver con nuestra especie en su aspecto más primitivo y no con la lógica de una conciencia más desarrollada, sofisticada, a través de años de cultura y del deber ser.
La revancha de la pantalla grande
Contra todos los pronósticos, la taquilla en la Argentina vive su mejor momento desde la aparición del VHS: 2013 fue un año récord (47 millones de entradas vendidas) y el primer trimestre de 2014 supera en casi un 20% el mismo período de la temporada anterior. En paralelo al auge de los manteros y el consumo online, tanto pirata como legal (Netflix pisa fuerte, aunque por alguna razón la firma no difunde cifras de abonados), las salas celebran una impensada edad de oro.
La primera explicación es casi intuitiva y se basa en el triunfo del modelo de las cadenas (Hoyts, Cinemax, Village), donde las películas son plataformas de ofertas gastronómicas y tecnológicas cada vez más variadas. Sería difícil sostener que el fenómeno se apoya en un momento artístico excepcional. La energía que movía a Hollywood en los años setenta y ochenta hoy parece en manos de algunas series de televisión. Sin embargo, ese desplazamiento no es una verdad completa. Mientras el cine adulto no da grandes señales de transformación creativa –hay, claro, excepciones–, sí se observa una revolución industrial de la animación, inaugurada hace dos décadas por Pixar (Toy Story, 1995) y luego vampirizada principalmente por Disney, que no solo compró la unidad de Apple, sino que esparció su efecto por el resto de sus realizaciones. De los más de diez millones de argentinos que fueron al cine en el primer trimestre de 2014, una cuarta parte pagó para ver Frozen: Una aventura congelada. Después de Enredados (2010) y Valiente (2012), Frozen completa la trinidad modernizadora del segmento princesas, historias protagonizadas por heroínas díscolas, contradictorias y avasallantes. Si alguna vez los padres iban a ver películas animadas en calidad de acompañantes sacrificados, hoy parecen estar empujando el boom del género. En 2013, la argentina Metegol y la secuela de Pixar Monsters University fueron motores de una bonanza en la que el 3D y las franquicias de superhéroes juegan también su rol.
Como sucede con la música –el vivo se convirtió en el eje del negocio y desplazó la edición–, la vuelta a las salas sugiere la revalorización de la experiencia grande, física y vivencial. A eso apuesta, también, la nueva película de Szifron, Relatos salvajes.
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