El cine musical, un antidepresivo sin efectos colaterales
Un bálsamo contra la tristeza o un antidepresivo sin efectos colaterales (más que la lógica manía de salir del cine a los saltos y cantando la la lá): esta noche, cuando se entreguen los premios Oscar, se habrá consumado el renacimiento del cine musical. La crónica facilona insistirá en la hiperinflación de nominaciones de la película La La Land, capaz de empardar a monstruos sagrados como La malvada o Titanic, pero la fábula agridulce de una actriz y un pianista que quieren triunfar en Hollywood confirma un fenómeno de la época: el musical como reacción luminosa (en este caso, de neón) frente a los tiempos oscuros de la política.
“Los sociólogos de pacotilla recurrirán al tópico de que se ha convertido en un bálsamo optimista a las puertas de la era depresiva que augura Donald Trump”, escribió Román Gubern, el más venerado de todos los críticos españoles de cine: “Pero cuando [el director de La La Land] Damian Chazelle diseñó su cuento de hadas californiano Donald Trump pertenecía todavía a los arrabales de la política”.
Recibido de sociólogo en la universidad del bar de la esquina, yo pienso que el arte tiene la capacidad de expresar el estado anímico del inconsciente colectivo antes incluso de que se tenga conciencia de ese ánimo.
Después de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, los grandes musicales cinematográficos llevaron levedad y alegría ahí donde sólo había hambre y muerte. Y en la posguerra aliviaron los horrores sufridos con canciones pegadizas, bailes acrobáticos y cartones pintados (Roger Ebert, otro de los grandes críticos de todos los tiempos, alguna vez escribió: “Cantando bajo la lluvia es una de las pocas películas que sobreviven a su publicidad. ¡Qué gran sensación!, decía su póster. Era la pura verdad”).
El cine musical tiene el pulso de la vida. Y aunque la historia de amor sea la excusa argumental siempre habla de otra cosa: la juventud malograda en Amor sin barreras o la tentación de un mundo fascinante y terrorífico que se esconde detrás del arcoíris en El mago de Oz. El realismo sucio de los 70 y el cine de autor lo olvidaron, por frívolo y poco comprometido, pero… ¿acaso no es recomendable para la vida una dosis saludable de inconsciencia y ligereza?
“Al cine musical se lo daba por extinguido, como al western o a los seriales de aventuras con malvados asiáticos”, decretó Gubern. Pero volvió: en Cinema Scope y saturada con los colores fluorescentes de los tubos de neón de Los Ángeles, La La Land es una réplica moderna al viejo eslogan de la Metro-Goldwyn-Mayer (“in glorious black and white”) que traza una elipsis entre épocas.
Aun con la estructura romántica clásica, actualiza los anhelos: mientras se auguran tiempos venideros de muros y paredones, una vía de escape posible es aquella que hace del canto y el baile una experiencia trascendental.
Incluso fatigando castings y paladeando los sinsabores del éxito esquivo, las entrañables criaturas de La La Land se sobreponen a la mufa generalizada y, aunque se nos repita lo contrario, lo que queda al final del día es una conclusión indiscutible: ¡qué bello es vivir!
LAS CINCO MEJORES PELÍCULAS MUSICALES DE TODOS LOS TIEMPOS
Cantando bajo la lluvia (1952)
Según el American Film Institute, es el musical perfecto: una declaración de amor al cine y una comedia de optimismo vitalista.
Amor sin barreras (1961)
Vagamente inspirada en Romeo y Julieta, una fábula del amor juvenil trunco en Manhattan, con pandillas de estadounidenses y puertorriqueños.
El mago de Oz (1939)
Una rareza en blanco y negro y color: con efectos especiales insólitos para la época, la aventura de una niña que se anima a abandonar la seguridad de su casa.
La novicia rebelde (1965)
En las montañas austríacas, una institutriz bondadosa canta al son de un ritmo definido como “la banda de sonido más feliz del mundo”.
Cabaret (1972)
El más célebre de los musicales oscuros: en el Kit Kat Klub de Berlín, las voces empiezan a asordinarse durante el ascenso de la Alemania nazi.
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