
El gran futuro es micronésimo
Los futurólogos anunciaban que la revolución del nuevo siglo sería construir barrios en la Luna. La realidad fue más modesta en lo exterior y, a la vez, mucho más sorprendente: el gran espacio es virtual
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Ahora que el nuevo milenio ya se instaló, es el momento para evaluar las predicciones de los futurólogos; una avalancha que, en realidad, se desató al principio del año 2000, el falso principio del milenio.
¿Qué más podrían decirnos, entonces? Y, de todos modos, ¿por qué deberíamos preocuparnos si, en general, décadas más tarde las predicciones sólo resultan un compendio de fantasías? El año 2001 ha llegado, pero no hubo ninguna odisea del espacio.
El hombre caminó sobre la Luna y volvió a casa para explorar el resto del sistema solar por control remoto. La cochambrosa estación Mir, que a duras penas fue mantenida en órbita por los científicos rusos, es un triste símbolo del penoso estado de subsistencia de nuestros viejos sueños de conquista espacial.
Pero en un área los futurólogos no sólo no albergaron esperanzas inflacionarias, sino que además, padecieron de falta de imaginación: la de la revolución informática. En un artículo titulado Brains that click (algo así como Cerebros que hacen clic), en el número de marzo de 1949 de la revista Mecánica popular, el autor alababa una novísima supercomputadora llamada Eniac. Pero sabía que eso era tan sólo el comienzo. "Una calculadora como la Eniac está hoy equipada con 18.000 válvulas y pesa 30 toneladas -numeraba, y predecía a continuación-, las computadoras del futuro pueden tener tan sólo 1000 válvulas y pesar apenas una tonelada y media."
Hoy, los usuarios de Internet han usado sus laptops y sus PC -muchísimo más potentes que la lastimosa Eniac- para burlarse despiadadamente de esa predicción a lo largo y a lo ancho de la World Wide Web. También se difunden como un virus a través del ciberespacio las palabras atribuidas al ex director de IBM, Thomas J. Watson, y pronunciadas en 1943: "hay un mercado mundial que puede dar cabida, tal vez, a cinco computadoras". En esos años, parecía sensato pensar que sólo las naciones o las corporaciones más grandes del mundo estarían en condiciones de afrontar la compra de aquellos mamúticos armatostes.
Una y otra vez, los futurólogos cometieron el error de suponer que las computadoras serían como cohetes espaciales o como otras máquinas más comunes. Cuanto más poderosas se las quería hacer, tanto más grandes, costosas y consumidoras de energía debían ser. En ese entonces, resultaba un desafío a cualquier clase de sentido común concebir algo semejante a lo que existe en nuestros días: una tecnología que permite que algo sea más potente cuanto más pequeño, con una densa maraña de circuitos embutida dentro de espacios cada vez más reducidos.
Y eso es solamente el punto de partida de la magia. A medida que las partes se acercan entre sí, la información que se transmite gana en velocidad. Los diseñadores pueden tomar el diagrama de un circuito y fotografiarlo sobre un chip de siliconas. A medida que el foco del proyector se vuelve más definido, tanto más finos y más próximos se hacen los circuitos. Con el diseño ya colocado, los chips se imprimen como si fueran páginas de una impresora.
Estos chips -las cosas más complejas producidas por la mente humana- pueden ser plasmados en un tamaño indefinidamente pequeño gracias a una característica distintiva que los diferencia de todo lo demás. Mientras las máquinas comunes manipulan cosas materiales, las computadors manipulan información, símbolos que carecen de todo peso. Un dato informativo, un 1 o un 0, por ejemplo, puede indicarse con una marca en lápiz, por medio de una mancha microscópica sobre un disco magnético o a través de un brevísimo pulso eléctrico.
La naturaleza especial de la información ofrece además otra ventaja. El poder de computación puede ser incrementado una y otra vez. Se puede diseñar una computadora y después usarla para diseñar otra computadora mejor, ad infinitum.
Algo que nadie puede hacer en el caso de una grúa o de una excavadora mecánica. En cambio, si se conectan entre sí docenas, luego cientos, y luego millones de computadoras, se tendrá una máquina omnipresente, sin límites geográficos: la Internet.
Según la famosa ley de Moore, el número de componentes que puede embutirse en un solo chip se duplica cada año o dos. El último chip de Pentium contiene 42 millones de transistores, y cada uno de ellos hace el trabajo de una de las válvulas de la Eniac, pero con mayor rapidez y de manera más eficiente.
El punto final no está a la vista. Según algunos cálculos, la reducción seguirá durante décadas, hasta que cada componente tenga el tamaño de un átomo, y sea capaz de registrar información por medio de la posición de la órbita de un electrón.
En el horizonte también se atisba la ubicuidad informática. Internet es por ahora una red, todavía ralamente tendida a través del globo. Pero supongamos que cada hebra se anuda cada vez más densamente, hasta transformar la red en una trama tupida como una tela.
Según la metáfora preferida del proyecto de investigación Endeavour, concentrado en el campus de la Universidad de Berkeley, la gente se sentirá como sumergida en un océano de datos. Los investigadores del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) están trabajando en un proyecto similar, llamado Oxygen, que apunta a lograr que las computadoras sean tan omnipresentes como el aire. Si lo logran, uno podrá encender su laptop en cualquier lugar del mundo y zambullirse en la atmósfera de información que todo lo engulle, y que podría llamarse Omninet.
Tal vez ni siquiera sea necesario llevar la computadora ni ningún otro asistente digital. Tanto Oxygen como Endeavour promueven la idea de los espacios inteligentes, con computadors, cámaras y micrófonos embutidos en las paredes de las habitaciones y en el interior de los autos. Uno entra y la Omninet detecta su presencia. La única contraseña es la voz, que da instantáneo acceso a los archivos del usuario, que no están en un único disco rígido, sino en el ciberespacio.
En realidad, según Michael Dertouzos, el director del Laboratorio de Ciencia Informática del MIT, el ciberespacio se fundirá con el espacio físico y desaparecerá. La computación estará en todas partes. En cada manzana, los puentes y los edificios estarán equipados con chips que registrarán su desgaste, mientras que nubes de polvo inteligente -diminutos computadores y sensores de un milímetro cúbico- recorrerán los cielos monitoreando el clima o el nivel de tránsito en la superficie de la tierra.
Lo que impedirá que estas predicciones parezcan ridículas dentro de veinte años es el hecho de que no requieren inmensos progresos teóricos, sino un simple refinamiento de tecnologías que ya existen.
Este insondable espacio virtual estará más próximo que los círculos internos del sistema solar, y podrá visitarse sin la inversión de energía y de dinero que requiere enviar un cohete al espacio. El peligro es que ese espacio interior se vuelva tan atractivo como para que nadie desee salir al espacio exterior. Los viejos sueños de viajar fuera del planeta se esfumarán aún más. Los seres humanos estarán demasiado ocupados explorando el universo que ellos mismos han creado.
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