El pasado renovado
Hojeando el matutino El País, de España, me detuve en la viñeta que, a diario y bajo el seudónimo de El Roto, publica todos los días Andrés Rábago, destacado humorista (y algo más). Una agudeza singular define sus frases cotidianas, que combinan una punzante observación satírica con una despiadada descripción crítica de la realidad. La viñeta en cuestión me produjo un impacto explicable porque en estos días reflexionaba sobre la idea a la que alude. Dice así: “La identidad nos la construyen sobre el olvido de lo que somos”. Olvidar lo que somos, perder los vínculos con nuestra esencia, desgarrar los lazos con el pasado, marcan el comienzo de la pérdida irremediable de la identidad propia. En el vacío que así se crea, otros construyen una identidad que nos invade, pero que no es la nuestra.
Precisamente la reflexión comentada se generó en la lectura de un párrafo de la novela La Campaña, del gran escritor mexicano Carlos Fuentes. En su relato acerca del período fundacional de América, Fuentes dice: “Baltasar Bustos se abrazó del viejo preceptor jesuita, pidiéndole que lo envolviese en su capa (...) Esta sirvió para proteger a Baltasar, más que ocultarle, pues el sabio preceptor reconocía la necesidad de este muchacho que salía no sólo al mundo, sino a un mundo radicalmente nuevo; que se desprendía dolorosamente de un pasado que juzgaba abominable, pero que era suyo; ¿entenderían los patriotas sudamericanos que sin ese pasado nunca serían lo que anhelaban ser: paradigmas de la modernidad?”
Fuentes descubre con maestría que sin el reconocimiento del pasado que nos es propio resulta imposible llegar a constituirse en “paradigma de la modernidad”. En épocas como la nuestra, cuando se vive en un presente omnipresente, esa apreciación de la importancia decisiva del pasado resulta esencial. Tal vez uno de los mayores desafíos que enfrenta la cultura contemporánea sea, precisamente, el de intentar atraer la mirada de los jóvenes hacia eso que son. Sobre todo, tenemos la misión de mostrarles los valores que se esconden entre los pliegues de las azarosas historias que nos han llevado a ser lo que somos.
Si dejamos a las nuevas generaciones desprovistas de ese anclaje sólido en una herencia, que cada día transmitimos con menos entusiasmo y dedicación, es muy difícil que puedan hacer mucho más que dejarse ocupar, sin advertirlo, por una identidad construida por otros. Porque edificar una identidad es una compleja tarea social y personal, amasada en la dimensión de un tiempo que hoy parece extraño a nuestras vidas. En este ruidoso mundo de lo veloz, el silencioso tiempo de la reflexión resulta una presencia molesta, se interpreta como una negación de la modernidad.
Sin embargo, como también lo señala Fuentes cerrando el párrafo citado: “La novedad en sí es ya una anacronía: corre hacia su vejez y su muerte irremediables. El pasado renovado es la única garantía de modernidad, tal era la lección del padre Ríos para su joven discípulo argentino, que esta noche le parecía tan desamparado como el continente americano”.
La clave de lo moderno se esconde en la epopeya sostenida de renovar el pasado. Para emprender esa tarea se requiere, en primer lugar, no sólo conocerlo, sino asumir como propio ese pasado. Recordar lo que somos, que no es sino conservar la identidad. De allí que si pretendemos convertir a nuestros jóvenes en verdaderos “paradigmas de la modernidad” deberíamos hacer el esfuerzo de ponerlos en posesión del material sobre el que deberán trabajar. Resulta, pues, imperioso legarles un pasado que, para ser modernos, ellos puedan renovar.
revista@lanacion.com.ar
El autor es educador y ensayista
lanacionar