Están los curas que deciden asumir su homosexualidad frente al mundo y están los que sienten que tienen demasiado para perder si lo hacen: su lugar de pertenencia, su vocación y, sobre todo, su trabajo. Esta es la historia de un sacerdote de La Matanza que se animó a contar cómo es la compleja realidad de alguien que convive con estos dilemas.
Por Agustina Mac Mullen
Hemos celebrado la misa. Podemos retirarnos en paz. La iglesia es sobria. Apenas unos bancos de madera y unas ventanas de vitrales por los que entra una luz suave, naranja. Queda en un barrio de La Matanza, en el conurbano bonaerense, de modo que ningún católico entra a rezar aquí si no es de la zona. El cura termina de celebrar la ceremonia por la fiesta de San José, e inmediatamente se mete en una habitación que oficia de sacristía. Unos quince fieles se persignan y se van. Antes de salir, una señora me susurra:
–¿Venís a reservar fecha para casamiento? Esperá acá.
"Acá" es una silla de plástico, al fondo del salón. De las paredes cuelgan estatuas de santos: hay de cerámica y de cartón. Son las once de un día de marzo y el aire se espesa a treinta grados de calor. La capilla, ahora vacía, produce un silencio incómodo. Entonces aparece el sacerdote –53 años, pelo gris, anteojos con cadena– más liviano de ropa, pero con alzacuello todavía ajustado en su camisa gris plomo. Sugiere subir al primer piso. Allí está su vivienda. Luego pide resguardar su identidad bajo otro nombre: Daniel.
–Si me prometés que no me vas a escrachar, yo te cuento todo –advierte. Después relata su historia sin pausa: hace tres años, el cura quiso sumarse a la Comunidad Católica Gay, pero su solicitud dio lugar a una respuesta única en la organización: fue rechazado. Así lo decidieron los treinta integrantes en una de las tantas reuniones dominicales que hacían. La diferencia entre Daniel y ellos, decían, era moral. Los miembros del grupo experimentaban su homosexualidad sin esconderse de nadie y alababan a dios como cualquier católico. En cambio, Daniel vivía –y aún vive– una vida furtiva y probablemente más usual entre la comunidad católica y gay: era sacerdote y tenía novio.
–Se llama Manuel –dice Daniel ahora, y se saca el alzacuello con uno de sus pulgares. Está sentado a la mesa del comedor. A un lado, hay una ventana abierta que da a la capilla y muestra, desde las alturas, a un Jesús en la cruz. Al otro, un reclinatorio con una Biblia abierta y una puerta que da a su habitación, siempre cerrada, en la que –asegura– "solo hay una cama de una plaza".
–Estoy enamorado.
Hace dos años, Daniel descubrió en sí mismo la fuerza de dos vocaciones irreconciliables –desear a un hombre y servir a dios– y hoy se plantea el mismo dilema que alguna vez enfrentaron otros exsacerdotes que dejaron los hábitos para asumir su homosexualidad. El último caso público, que salió a la luz el 3 de octubre, es el de un teólogo del Vaticano, el polaco Krzysztof Charamsa, que un día antes de la celebración de un sínodo de obispos desató una tormenta al revelar que era gay y que tenía novio (ver recuadro). Sus declaraciones hicieron temblar a la Santa Sede, que anunció que el prelado no podría seguir desempeñando sus tareas. En la Argentina también hubo episodios que generaron polémica. Son los de Andrés Gioeni –43 años, excura, hoy casado– y Hernán Fitte –59 años, dejó los hábitos hace cinco–. En ambos casos, al igual que en el de Daniel, la duda era tanto moral como económica: el abandono de los hábitos suponía dejar la única práctica con la que eran capaces de ganarse el pan.
–En el seminario me formé en teología y filosofía, pero eso no me sirvió cuando me fui. Ningún colegio religioso me iba a contratar como profesor –dirá Gioeni en unos días–. Modelé para una revista gay, actué en publicidades y trabajé en una editorial.
Hoy Andrés regentea con su esposo una escuela de actuación y una productora.
–Tuve que borrar parte de mi pasado –dirá Fitte en el living del departamento que alquila con su novio en Monte Grande–. Dediqué más de la mitad de mi vida al sacerdocio: fui cura durante veinte años y pasé quince dando clases de teología moral en Roma. Allí publiqué cuatro libros que, cuando dejé los hábitos, desaparecieron de la biblioteca. Eso todavía me duele.
Ahora Fitte dicta clases de coaching, un entrenamiento comunicacional. Pero a diferencia de Gioeni y Daniel, no tiene que preocuparse por sus ingresos. Su familia tiene dinero y ese beneficio le permitió salir más airoso.
–Para dejar ese ambiente, debés tener un respaldo económico. Si no, es imposible. Es como si una mujer que toda su vida fue ama de casa quisiera separarse –dirá.
Ese dilema –el de la insolvencia y la separación– es el que ahora atormenta a Daniel.
–Si encontrara otro trabajo, podría dejar los hábitos –dice.
El sacerdocio es su fuente de ingresos. Con lo que recibe de la limosna en las misas –que, según él, "apenas son unos pesitos porque acá la gente es pobre"– paga el mantenimiento de la capilla y el de su vivienda. Y, tres veces por semana, aprovecha su título de profesor en Filosofía y Ciencias de la Educación –lo obtuvo antes de entrar al seminario– para dar clases en un colegio religioso de Zona Sur y en un seminario para catequistas del Partido de La Matanza. Con eso junta casi $4.000 al mes, unos $2.060 menos que el salario mínimo estipulado por el Estado, que es de $6.060.
–Yo no sé hacer otra cosa.
Daniel nació en Lavallol, en el seno de una familia de italianos de clase media. Vivió con sus padres y su hermano hasta que se ordenó.
–Me sentí gay desde chico, pero estaba reprimido por la familia.
Antes de ser cura estudió ingeniería civil y dejó, intentó con psicología social pero no le gustó, entró al seminario y lo abandonó, hizo el profesorado en Filosofía y Ciencias de la Educación y, a los 39 años, volvió al seminario. Sus padres murieron antes de verlo asumir los votos de obediencia, pobreza y castidad.
–Mi vocación es verdadera. No elegí ser sacerdote para evadir mis deseos sexuales, no. Tomé los votos de castidad porque deseaba servir a dios. Después hice una locura.
La "locura" de la que habla Daniel fue encontrarse con Manuel tres años atrás.
–Me sentía vacío y llamé a una línea para conocer a alguien. Fue un flechazo –dice y alza las cejas, como si aún se sorprendiera de lo que sintió. Se vieron por primera vez un domingo, en la casa familiar de Daniel. Nunca le aclaró a qué se dedicaba, solo le dijo que era docente. A la semana siguiente se volvieron a encontrar ahí: se besaron y durmieron juntos. Daniel jura que esa fue su primera relación sexual y que Manuel empezó a visitarlo, generalmente los domingos a la noche, cuando él se liberaba de sus labores sacerdotales en La Matanza. Manuel todavía no sabía que Daniel era cura. Hasta que una noche empezó a preguntar.
–Dani, me encantaría conocer tu casa en La Matanza –le dijo Manuel. Ahora, cuando recuerda, Daniel imita la voz de quien fue su pareja con un tono agudo.
–¿Y si te voy a visitar?
–¿Para qué? Estamos cómodos acá.
–¿Sos casado?
–No podés venir. Allá soy sacerdote.
Después se quedaron unos minutos acostados boca arriba sin hablarse.
–Parecíamos dos pescados boqueando en un muelle –recuerda Daniel ahora. Entonces sonríe y saca un celular de su bolsillo –viejo, destartalado, con tapa– y muestra una foto de Manuel: se ve un morocho de treinta y tantos, robusto, con una sonrisa de joven pícaro de barrio. Este es el hombre que podría causarle un conflicto con el clero. Si se hiciera público su romance, la respuesta de la Iglesia católica sería la suspensión de su cargo. Debería abandonar su labor en la capilla y tampoco podría dictar clases en instituciones religiosas. Se quedaría en la calle.
En 2005, el entonces papa Benedicto XVI firmó una instrucción que prohíbe admitir candidatos al sacerdocio con tendencia homosexual sobre la base de tres directivas: si no demuestran que logran vivir castamente durante al menos tres años de su formación; si manifiestan públicamente su homosexualidad; si su orientación homosexual es unívoca como para poner en riesgo un ámbito masculino. Ese texto reemplazó una norma de 1961 y seguirá vigente hasta que no se publique otra.
Según explica el sacerdote Antonio Santillán Franceschi, formador de candidatos al sacerdocio –entre ellos, Gioeni– y director de la editorial Clericana, la institución religiosa divide a los curas homosexuales en dos grupos, de acuerdo con sus conductas. La egoaliena, que está permitida por la Iglesia y alude a los sacerdotes que tienen deseos homosexuales y, a veces, llegan a mantener una relación sexual con un hombre, pero sufren por eso. ("Son pecadores, pero no corruptos. Lo integran de una manera más armónica. Tampoco ponen en duda su vocación"). Y la conducta egosintomática, que es condenada por la Iglesia y se usa para etiquetar a aquellos sacerdotes que cometen el acto homosexual y tienden a integrarlo a sus vidas ("No padecen el acto carnal ni sienten culpa; lo justifican. Y si el hecho se hace público, son expulsados").
El Vaticano no publica la cifra de cuántos curas dejan –o son obligados a dejar– los hábitos para vivir su homosexualidad. Pero existe un registro, el Annuarium Statisticum Ecclesiae, que dice que unos 359 abandonaron su labor en 2013 aunque no detalla sus motivos.
Cuando los padres de Daniel murieron, él y su hermano Néstor dividieron su herencia: Daniel se quedó con la casa de los padres en Zona Sur y Néstor edificó otra vivienda en el patio. Pero se ven poco. Daniel reside como sacerdote en La Matanza, y solo visita sus pagos los lunes y martes para dar clases en un colegio religioso durante las mañanas. Por las tardes se ocupa de restaurar la casa, una actividad que había empezado hace dos años con la ayuda de Manuel pero que ahora, desde que están separados, lleva adelante solo.
–Si Manuel me dijera de volver, dejaría los hábitos. Y eso me dolería porque amo ser sacerdote, pero no quiero seguir escondiéndome. ¿Vos podrías caminar por la calle sin poder agarrarte de la mano de tu pareja? –dice Daniel, rodeado de muebles y adornos añosos. Luego aclara que no es la primera vez que toman distancia. Hubo otras rupturas: la más duradera ocurrió hace dos años, cuando Daniel le dijo a Manuel que era sacerdote y él le respondió que si no estaba dispuesto a dejar de ser cura para tener una relación, mejor dejaran de verse. Cada cual retomó su camino: Daniel se sumergió en sus actividades sacerdotales y Manuel volvió a convivir con su exnovio, Pablo. Pero, cada tanto, se hablaban por teléfono. Sin embargo, Daniel empezó a sentirse angustiado por la ausencia de Manuel. Y, como no podía olvidarse de él, se refugió en la oración.
–Señor, una de dos: dame el amor de Manuel, que ahora está con Pablo, o quitá de mi mente y de mi corazón lo que siento por él. Esto es una tortura –pedía, arrodillado en el reclinatorio de su casa sacerdotal. Entonces, recuerda ahora, lo interrumpió el sonido del teléfono. Era Manuel.
–Hola, Dani. Soy yo –le dijo.
–Hola –respondió Daniel, con la voz seca.
–Te llamo porque Pablo te quiere decir algo.
–¿Qué pasa?
–El "Gordo" pregunta si querés sumarte y que seamos tres.
"Me quedé mudo", recuerda ahora. Un suave movimiento de la comisura de sus labios hace creer que la propuesta lo entusiasmó. O quizá no tanto, pero esa era la única alternativa que tenía para poder estar con Manuel sin dejar su trabajo. Así que los invitó a cenar un domingo a su casa. Primero llegó Manuel.
–El "Gordo" es tímido. Vine a preparar el terreno –le dijo.
Pablo llegó más tarde con tres patas con muslo en una bolsa.
–¿Por qué no se dan un beso? –dijo Manuel. Daniel tomó la iniciativa y le dio un "piquito" a Pablo. Esa fue la primera noche de los tantos domingos que durmieron juntos los tres. La relación duró un año, aunque en el medio Daniel entró en crisis y hubo una ruptura.
–Tuve una isquemia y un ataque de pánico. Me daba terror que alguien se enterara. Llamé a Manuel y a Pablo y los dejé. Después cometí un error gravísimo: le conté todo a una vecina que era mi amiga. Pero ella me traicionó: le reveló mi secreto al obispo. Él me preguntó todo. Le dije que la relación estaba terminada. Me creyó. Pero ella vio una foto de los tres en Facebook y, después de una misa, me gritó: "Usted, padre, es un puto, que anda con tipos y es un drogado". La eché y no la vi más.
Dos años después, la foto sigue publicada en la cuenta de Daniel, que usa un nombre ficticio. Se los ve a los tres parados, dentro de una pileta de lona azul, con el agua hasta las rodillas. Todos sonríen. Atrás, está la casa de Manuel y Pablo: una choza de ladrillo y techo de chapa, en una zona olvidada de Longchamps.
La vecina de La Matanza, 60 años, recuerda así la pelea con el cura:
–Él comía en mi casa, con mi familia, casi todas las noches. Lo recibí de buena fe, como lo haría cualquier católico. Después tuvimos una discusión, pero no te puedo hablar de eso. Hice mi descargo en el obispado para ayudarlo. Él eligió otro camino. La verdad solo la sabemos el obispo y yo, pero solo dios puede juzgarlo. Ahora voy a otra iglesia. A mí no me gusta el engaño. Chau, querida, tengo que colgar.
Luego de estar solo unos meses, Daniel se disculpó con Manuel y con Pablo, y retomaron la relación. Pero el vínculo se fracturó nuevamente cuando Pablo sufrió un infarto. Falleció el 11 de diciembre de 2013.
–Manuel no pudo superar la muerte del gordo, y me dejó. Ahora tiene un novio más joven –dice Daniel. Está sentado a la mesa de la cocina de su vivienda. La casa es grande, con un living con hogar a leña. Aquí y allá hay ventanas, todas cerradas, de modo que las luces del interior están siempre encendidas. Al lado de la cocina, hay un pequeño cuarto que Daniel usa para rezar y denomina "altarcito". De una pared cuelgan adornos religiosos: vírgenes, cruces. De la otra, fotos de Manuel, Pablo y él, y un dibujo de los tres –enmarcado– que hizo su pequeña sobrina. Se titula "La familia del tío Daniel". Aquí, Daniel muestra lo que es: se expone para evidenciar que en el círculo sacerdotal puede ser normalísimo cargar con dilemas que para casi todos los demás son anormales.
Daniel revuelve un café y cuenta una novedad que cambiará el curso de su vida: el obispo le propuso trasladarlo a una parroquia más grande, pero él no aceptó porque –dice– no está bien de salud. Así que el prelado le sugirió que se tome una licencia por enfermedad, aunque seguirá teniendo permisos como sacerdote. Dejará de vivir en la capilla donde oficia, pero podrá confesar, bautizar y dar misas. También dará clases en el colegio religioso y en el seminario para catequistas. La licencia funciona, sin dudas, como una herramienta para dejar la iglesia sin exponerse.
–Cuando deje de ser párroco voy a buscar trabajo en colegios laicos. Manuel me da indicios: me invitó a tomar una gaseosa –dice Daniel, y junta unos papeles de arriba de la mesa: es un inventario de la capilla que deberá entregarle al sacerdote que asuma su puesto. Al lado, hay dos pequeñas hojas escritas por él a mano con una prolijidad notable. Son las palabras de despedida que pronunciará en la misa final la semana próxima.
Es sábado por la tarde de un día frío de agosto. Los vecinos de La Matanza ingresan a la capilla más arreglados que de costumbre, con comida para compartir en un brindis a la canasta después de la misa. La jornada es especial: todos quieren escuchar al obispo que viene a oficiar la ceremonia para despedir al cura Daniel y recibir al párroco nuevo. Así que también llega un mar de fieles de otras comunidades y la iglesia se llena tanto que hay gente hasta en la vereda. Marta, la secretaria de la capilla, se pasea entre los bancos de madera y solo frena para hablar de la salud del sacerdote:
–Nos entristece que el padre Daniel se vaya –dice– pero está muy enfermo. Una vez, cuando estaba en el altar, se olvidó de lo que tenía que decir, pobrecito.
El coro empieza a tocar a todo parlante: "Aquí estamos Señor/ en tu casa otra vez/ que alegría volverte a encontrar". El obispo, Daniel y el párroco nuevo entran a la capilla cantando. Un hombre sube a un atril de madera y lee un decreto:
–Ante la vacante producida en la parroquia –dice–, nombro párroco al presbítero Gustavo, con las obligaciones y los derechos que le corresponden. Agradezco al presbítero Daniel por su trabajo y deseo su pronta recuperación para que pueda reincorporarse a la vida parroquial. Archívese por mandato del señor obispo.
El monseñor y el padre Gustavo rocían a la comunidad con agua bendita. Daniel permanece inmóvil en el altar. Su cara está dura. No mira a nadie. Ni siquiera a su hermano ni a su sobrina, que están sentados en primera fila.
Lo que sigue es una ceremonia de casi dos horas, con lecturas y bendiciones. Cuando termina la misa, Daniel sube al atril y saca de un bolsillo aquellos papelitos que había escrito a mano. Lee esto:
–Al verme limitado por los achaques de mi enfermedad, me angustiaba tener que dejar la parroquia. Hasta que un día, en oración, una voz me dijo: "Si dios quiere que abandones eso, hacelo". Esa voz me dio paz –dice. Parece un pichón lastimado. Y continúa–: Parafraseando al papa Pablo VI, el humo de satanás entró en el templo desde una fisura. Es cierto. La pestilencia nos había infectado, pero dios nos liberó de esa presencia maligna. Así que les pido que estén alertas para que esa diabla, la comunidad sabe a quién me refiero, no vuelva a atacar.
Los fieles hacen fila para despedirse del padre Daniel, que los mira con los ojos cargados de pesadumbre. Después, suena la última canción de todas las misas.
SALIR DEL CLOSET (DEL VATICANO)
Ni en su peor augurio la Iglesia católica hubiera anticipado aquella confesión. El testimonio de un prelado del Vaticano que se admitió gay y que presentó a su novio dejó a todos pasmados. Ocurrió en la víspera del sínodo de los obispos sobre la familia, el 3 de octubre. Fue la primera revelación de este tipo de un cura con un rol activo en la Santa Sede. Krzysztof Charamsa, de 43 años, era funcionario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, secretario de la Comisión Teológica Internacional vaticana y profesor de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma.
Su declaración sacudió la doctrina de la curia romana, y la obligó a oír una realidad ineludible. "Quiero que mi comunidad sepa quién soy: un sacerdote homosexual, feliz y orgulloso de su identidad –dijo el prelado durante una entrevista al diario italiano Corriere della Sera–. Estoy dispuesto a pagar las consecuencias, pero es el momento de que la Iglesia abra los ojos frente a los gays creyentes y entienda que la solución que propone para ellos, la abstinencia total de la vida de amor, es inhumana".
Inmediatamente, las palabras que disparó monseñor regresaron por él como un búmeran amenazante. Fue el portavoz del Vaticano, Federico Lombardi, quien lo apartó de sus tareas y criticó el momento elegido para declarar su homosexualidad. Luego habló el papa Francisco: durante la misa de apertura del sínodo, instó a "buscar, acoger y acompañar al hombre contemporáneo", aunque evitó mencionar directamente al prelado.
En 2013, el papa había tenido una apertura sobre el tema jamás oída antes en el Vaticano. "Si una persona es gay y busca al Señor, ¿quién soy yo para juzgarlo?", dijo después de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ). Ese mismo año, en una reunión privada con la directiva de la Confederación Latinoamericana y Caribeña de Religiosas y Religiosos (CLAR), también admitió que en la curia hay corrupción y un "lobby gay", según la revista chilena Reflexión y Liberación.
Esa información se había publicado meses antes, tras la inesperada renuncia de Benedicto XVI en febrero de 2013. El papa alemán habría decidido abdicar luego de recibir un informe secreto, como publicó el diario italiano La Repubblica. Se lo había encargado a tres cardenales para que investigaran la filtración de documentos confidenciales, un caso conocido como VatiLeaks. Pero el texto reveló otras ilicitudes: corrupción, una red sexual, abuso de poder. "Por primera vez, la palabra homosexualidad fue pronunciada en el círculo papal", escribió La Repubblica.
Otra polémica que inquietó a la Iglesia fue una investigación de la revista Panorama, de Italia, en 2010. Reveló que un grupo de curas frecuentaban un circuito nocturno gay en Roma. La diócesis hizo su trabajo. Dijo que los sacerdotes homosexuales que supuestamente llevaran una doble vida "debían revelarse por coherencia", ya que "nadie los obligaba a seguir siendo curas". Charamsa, el prelado expulsado en octubre, optó por apropiarse de la recomendación. Posiblemente, crea que además de ser racional, está sembrando un mensaje que, hoy o en mil años, servirá para liberarlo.