Al científico peruano Julio Valdivia nunca le interesó viajar al espacio; Sin embargo, desde hace un año y medio lidera un proyecto de la NASA para sembrar tubérculos en el planeta rojo
Una noche de mayo, durante la grabación de un capítulo de Hijos de las estrellas en Perú, un reportero de la serie le preguntó al investigador Julio Valdivia si las papas que planea llevar a Marte son tan ricas como las que usan en un restaurante limeño de moda. Quería saber, además, si servían para reproducir uno de los platos. La broma fue sutil, pero no la primera: cada vez que Valdivia habla sobre la idea de cultivar papas en el planeta rojo, aparece alguien comparándolo con Matt Damon en la película The Martian, o preguntando si servirán para hacer papas fritas. Aunque el proyecto ya ha mostrado los primeros resultados en un experimento patrocinado por el Centro Internacional de la Papa y por la NASA, pocos parecen tomar en serio a este científico que ha pasado los últimos 13 años estudiando un desierto, al sur del país, tan árido como Marte. Esa noche, mientras el reportero y un cocinero se reían de la ocurrencia, él solo atinó a seguirles el juego. Valdivia, un investigador que sabe cómo construir un simulador extraterrestre y que trabajó con astronautas expuestos a radiación, aún no consigue superar los prejuicios que tenemos sobre la investigación espacial.
El hombre que designó la NASA para este proyecto es un médico y astrobiólogo de 37 años que habla de bacterias extremófilas –aquellas que pueden vivir en el frío de la Antártida o dentro de reactores nucleares– con el mismo entusiasmo que tiene por los videojuegos. En 2004, cuando hacía un estudio médico en Arequipa –la segunda ciudad más grande de Perú–, el Centro de Investigación Ames le propuso sumarse al equipo de investigadores de la NASA. Desde entonces, ha trabajado en varios proyectos de la agencia espacial estadounidense. Potatoes on Mars es el más reciente. Esta investigación reúne a un grupo de científicos peruanos, estadounidenses y tailandeses que intentan descubrir cómo cultivar papas en Marte y, al mismo tiempo, ayudar a agricultores de las zonas más afectadas por la desertificación en la Tierra. Valdivia es, allí, el encargado de los temas espaciales: desde el hallazgo de un suelo muy parecido al de Marte, hasta la construcción de un domo con condiciones ambientales extremas, similares a las del planeta rojo. Desde hace dos años y medio, cuando regresó a vivir al país después de una década en Estados Unidos y México, divide su tiempo entre ese proyecto, la docencia y una investigación sobre cáncer y microgravedad.
Valdivia podría parecer el estereotipo de un nerd de laboratorio –es fanático del animé y usa lentes para corregir un astigmatismo leve–. Sin embargo, es bastante más complejo: adora a Vivaldi, pero también a The Cure. Usa un reloj deportivo que cuenta sus pasos, con camisas y pantalones de colores sobrios. A veces cocina para sus amigos y todas las semanas sale a comer con un grupo de estudiantes de la Universidad de Ingeniería y Tecnología de Lima. Luz Pérez, una asistente de investigación que ha participado en estas reuniones, dice que los prejuicios que enfrenta el astrobiólogo tienen que ver con un pesimismo generalizado. “Nos comparan con países que mueven grandes cantidades de dinero en investigación y piensan que es imposible hacer algo desde aquí. Pero Julio tiene esa combinación de conocimiento e ingenio que le permite encontrar respuestas que cambian el modo tradicional de hacer las cosas”.
A Julio Valdivia nunca le interesó viajar al espacio. Desde que era un adolescente ha estado fascinado con la interacción de las células con virus y bacterias. Este interés lo llevó a dedicarse, primero, a la medicina. Y, luego, a la astrobiología, una ciencia que se alimenta de distintas disciplinas para estudiar el origen, la evolución y la distribución de la vida fuera de la Tierra. Esta tarde, el investigador ha hecho una pausa en su trabajo para asesorar a dos jóvenes peruanos que comparten su obsesión y, el próximo año, participarán de una misión a la Luna, junto a otros científicos peruanos. Ruth Quispe, una bióloga de 25 años, y Rómulo Cruz, un químico de 27, necesitan un espacio para trabajar con cianobacterias durante los próximos meses. Valdivia los aconseja en los trámites burocráticos para conseguir el apoyo de una universidad: revisa las solicitudes que prepararon, sugiere algunas precisiones y les explica los procesos que deben seguir con una paciencia zen. Cuando se queda solo dice, como un padre orgulloso, que ellos tienen la obligación de superarlo. Y, al rato, suelta aquello:
–El hombre es un ser explorador. Lo hemos hecho desde el inicio y lo seguimos haciendo. Nadie puede quitarnos esa curiosidad que tenemos. Y eso es lo que nos pasa con Marte.
La fijación con este planeta empezó hace 140 años, cuando el italiano Giovanni Schiaparelli vio una serie de surcos en el suelo marciano, a través de un telescopio. El ingeniero y astrónomo aficionado creyó que había encontrado ríos, y los llamó con una palabra italiana: canali. Pero esta historia no estuvo exenta de malos entendidos. Y, según cuentan, cuando sus estudios fueron traducidos al inglés, cargaron con un error: la palabra “channels”, que hace referencia a un origen natural, fue reemplazada por “canals”, una construcción artificial. Hubo un grupo de astrónomos que desestimó la idea de inmediato. Pero Percival Lowell, un estadounidense obstinado en demostrar la existencia de vida inteligente en Marte, escribió otra serie de libros en los que aseguró que aquellos canales habían sido construidos por una civilización avanzada, para llevar el agua desde los polos hasta las zonas ecuatoriales. La confusión, entonces, estaba instalada. Y la idea fue reforzada en el imaginario popular por la ciencia ficción, aunque aquella nunca había sido su intención.
El primer desengaño llegó en 1965 con las fotografías del Mariner 4, una nave espacial de la NASA que sobrevoló Marte, después de varios intentos norteamericanos y rusos. En tiempos de Guerra Fría los programas se repetirían, uno tras otro, con pequeños avances y más desengaños. Hasta que en 1976 las sondas Viking 1 y 2 transmitieron las primeras imágenes desde el suelo marciano. Su objetivo era mucho más ambicioso: debían buscar vida microscópica en el planeta. Fueron acondicionados para detectar materia orgánica en la superficie del suelo, pero también procesos como la fotosíntesis y gases producidos por las bacterias. Aunque los resultados iniciales de los experimentos parecían positivos, la misión descartó la presencia de vida en un ambiente así de inhóspito. Sin embargo, parte de la comunidad científica nunca estuvo convencida. Creían que los equipos podrían haber fallado o, más aún, que sus datos no habían sido bien interpretados. La controversia fue tal que cambió la manera de plantear las misiones a Marte. Por eso, desde hace varias décadas, ya no se enfocan en la presencia de vida en sí, sino en las condiciones que ofrece el planeta para su desarrollo: una fuente de energía viable, carbono y agua en estado líquido. Pero ¿por qué tanto interés en este planeta? Marte está, al igual que la Tierra, dentro de la zona de habitabilidad del Sistema Solar. Es decir, su distancia del sol –aunque está al borde de la franja– permite que el planeta no se congele por completo o, por el contrario, se achicharre.
“Marte tuvo todas las condiciones de la Tierra para generar vida. Lo que vemos hoy en él es una fotografía de nuestro planeta hace 3.500 millones de años”, dice Julio Valdivia en su oficina de la Universidad de Ingeniería y Tecnología de Lima.
Como otros investigadores, el astrobiólogo peruano cree que entender qué ocurrió con él puede darnos algunas pistas sobre los procesos de la Tierra. “Hubo un momento en que el viento solar simplemente se llevó su atmósfera y secó el planeta. Es más: lo oxidó. ¿Qué paso? Es una incógnita, pero Marte es una pieza de museo que ha quedado intacta”, explica.
A fines de los 70 todo hacía pensar que el interés en este planeta había quedado sepultado, pero 20 después se renovó con el Sojourner: el primer vehículo robótico que llegó a Marte, en 1997. Este rover confirmó que Marte había tenido actividad volcánica, encontró dunas similares a las de algunas regiones de la Tierra y, también, rastros de una posible inundación. Cuatro años después, una sonda de la NASA detectó indicios de hielo en algunas regiones del subsuelo. Aunque la información ha sido contradictoria, las misiones se han reactivado desde entonces. El Curiosity, que está en el planeta desde hace casi cinco años, ha encontrado más evidencia de agua líquida –en el pasado– que cualquiera de sus antecesores.
Marte parece estar de moda: la agencia espacial europea tiene planeado enviar un vehículo de investigación en 2020, Barack Obama anunció –en una de sus últimas entrevistas como presidente a la cadena CNN– que la NASA enviará la primera misión tripulada al planeta rojo en la década de 2030, y Donald Trump quiere anticiparla. Pero hay, también, iniciativas privadas interesadas en el tema. La de Elon Musk, el fundador de la empresa SpaceX, es sin duda la más osada. Este ingeniero sudafricano quiere llevar turistas a Marte a partir del 2024. Y hay, incluso, precios estimativos del boleto: alrededor de US$ 200.000. Aunque la mayoría de los expertos lo consideran un delirio, eso no parece quitarle el sueño al empresario que ya transporta materiales para la NASA.
Aun así, el espacio nos parece un tema de ciencia ficción. Lo percibimos, como explica Juan Antonio Maestro, en el ensayo “Tecnología caída del espacio”, como algo lejano y desvinculado de nuestra rutina. Por eso, la mayoría de los críticos de la investigación espacial hablan de una incoherencia entre los millones invertidos en estas misiones y el utilizado para crisis humanitarias, la escasez de alimentos o para detener, por ejemplo, el cambio climático. El planteo es válido. Pero hay algo que ha pasado inadvertido: en las últimas décadas, nuestras vidas se han hecho un poco más fáciles gracias a investigaciones que empezaron con fines espaciales. Los brackets modernos, las microondas, el GPS y las bombas cardíacas en miniatura para pacientes que esperan un trasplante –por mencionar algunos ejemplos– se desarrollaron gracias a materiales y estudios ideados durante la carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Eso no ha salvado de las críticas a Potatoes on Mars, el proyecto de la NASA y el Centro Internacional de la Papa que intenta descubrir cómo cultivar tubérculos en tierras similares a las de Marte. Pero esta tarde, en Lima, Julio Valdivia se muestra convencido:
–Si podemos cultivar papas en condiciones como esas, podemos hacerlo en cualquier sitio. Incluso en los suelos más degradados.
Julio Valdivia se fue del Perú cuando murió su madre: quería trabajar en investigaciones oncológicas para ayudar a personas como ella. Ahora, no quiere estar lejos porque ha nacido su primera hija. Desde que regresó, las cosas no siempre resultaron como esperaba: no le pagaban su sueldo a tiempo, sus amigos de toda la vida tenían trabajos con horarios imposibles, el desinterés por la ciencia seguía intacto y la relación con la madre de su hija no funcionó. Pero Valdivia quiere estar cerca de ellas y, en el último año, ya ha rechazado varias ofertas de trabajo en el extranjero.
Hace algunas semanas, durante un evento masivo por el día de la Astronomía en el centro de Lima, Valdivia se encontró con otro percance: lo habían invitado para dar una conferencia sobre el proyecto Potatoes on Mars en una sala municipal, pero el encargado del lugar nunca llegó. Y nadie más tenía las llaves. Afuera, había una decena de personas esperándolo. Entonces, uno de los organizadores pensó en improvisar el auditorio en un pasaje peatonal, donde ya habían instalado algunos telescopios. El revuelo duró unos cuantos minutos, pero consiguieron unas sillas plásticas e instalaron un proyector contra el toldo de un stand. Así, con un micrófono portátil destartalado que alguien más consiguió, Valdivia empezó a contar por qué quiere llevar las papas a Marte. No se mostraba fastidiado, ni presumía con palabras imposibles. Hablaba sobre la Vía Láctea, hacía algún chiste, y retomaba su explicación sobre el planeta rojo, con un entusiasmo genuino. De pie, mientras las personas no dejaban de amontonarse por escucharlo, él seguía. Como un predicador irresistible, en medio de la calle, les contaba sobre La Joya.
Julio Valdivia estudió medicina cerca de allí. Pero conoció el desierto –uno de los más áridos del planeta– hace 13 años, cuando empezó a trabajar para el Centro de Investigación Ames. La casa donde creció, sin embargo, está a 14 horas en auto: en la ciudad de Cusco. Ahí, en un barrio de clase media, vivió con su madre –una maestra de primaria–, su padre –un abogado y profesor de literatura– y una hermana menor, hasta los 18 años.
Cuando habla de su infancia, Valdivia recuerda los partidos de fútbol en medio de la calle, los ponches –una bebida caliente típica de la sierra– que tomaba con su mamá después de la misa de domingo, un Atari con 128 juegos incorporados y su habitación, en el ático de la casa. La imagen es idílica: un cuarto con un tragaluz inmenso donde repicaban las gotas de lluvia. Y, además, atestado con los libros de su padre. En ese lugar, leyó sus primeros cuentos de Oscar Wilde y Voltaire, pero también una enciclopedia de física nuclear. Tenía facilidad para las ciencias y le gustaban las matemáticas. Pero era algo innato. Estaba entre los primeros puestos del colegio, sin demasiado esfuerzo. Durante la adolescencia, cuando todos pensaban que se convertiría en ingeniero, el hijo mayor de Sonia Silva y Ernesto Valdivia se enamoró de la medicina. Tenía 17 años y ya lo habían admitido en la carrera de ingeniería mecánica, en una universidad de Cusco.
Poco después, fue rechazado en el examen de ingreso de la Universidad Nacional de San Agustín, en Arequipa. El golpe, para un chico que siempre había tenido calificaciones sobresalientes, fue brutal. Sin embargo, no se resignó. Y, en el segundo intento, entró con el segundo mejor puesto. Hoy, el médico y astrobiólogo peruano dice que ese rechazo inicial fue toda una lección de humildad para él.
Su fascinación con los virus y las bacterias empezó en las primeras clases de inmunología. Sin embargo, aquello que lo definió como investigador fue la enfermedad de su madre: mientras él estudiaba, a Sonia Silva le detectaron un tumor. Ya estaba entrando en la menopausia, pero los médicos le administraron hormonas. Y, entonces, el cáncer fue implacable. Murió el 13 de octubre de 2003.
“Ahí descubrí lo mal que estaba la oncología en el Perú. Y entendí que, si quería ayudar a otras personas, tenía que trabajar en investigaciones fuera del país”, cuenta una tarde de mayo, 14 años después, y las palabras todavía estrujadas.
El resto de su historia parece una carrera de fondo. Sin pausas: se especializó en astrobiología y ciencias biomédicas, en la Universidad Nacional Autónoma de México. Empezó a investigar células madre, los efectos de la microgravedad y suelos análogos a Marte. Hizo un posdoctorado en Stanford, Estados Unidos, y otro en el Instituto de Cancerología de México. Trabajó con astronautas enfermos. Dirigió investigaciones en Brasil, Sudáfrica, Groenlandia, Namibia, Marruecos, la Antártida. Y, en 2015, cuando le propusieron volver al Perú con un programa de investigación, Valdivia no titubeó.
“Debía regresar. Al final, eso hace la ciencia: tratar de solucionar problemas”.
Julio Valdivia cree que en el subsuelo de marte hay vida microscópica. Aun si las investigaciones le dieran la razón en los próximos años, conseguir que una planta crezca allí será un desafío mayúsculo. Sin embargo, el astrobiólogo confía en el poder de adaptación de las papas.
Estos tubérculos crecen en los Andes desde hace miles de años. Pero, al comienzo, eran muy diferentes a la Solanum tuberosum, la variedad que hoy podemos encontrar en cualquier verdulería del mundo: se trataba de especies venenosas. Como las plantas silvestres de tomate, berenjena y ají, las papas salvajes producen salonina, un alcaloide tóxico que las defiende de los depredadores. Aún no está claro cómo ocurrió, pero, a pesar de semejante dificultad, los antiguos pobladores del altiplano consiguieron domesticarlas, hace alrededor de 8.000 años.
El escritor estadounidense Charles C. Mann cuenta que los nativos de esta región empezaron a plantar diferentes especies de papas silvestres en los huertos. “Lo que debe haber producido incontables híbridos naturales, algunos de los cuales, presumiblemente, dieron origen a la papa moderna”, explica en 1493. Una nueva historia del mundo después de Colón. Esos cruces, sin embargo, no crearon una sola especie: el Centro Internacional de la Papa (CIP) ha registrado –y almacenado la información genética– más de 4.000 papas nativas de los Andes.
La diversidad en los cultivos responde, también, a una necesidad geográfica: las tierras productivas del altiplano alcanzan hasta 3.700 metros sobre el nivel del mar, con cambios de temperatura sensibles, suelos áridos –en las montañas que miran al océano Pacífico–, y otros húmedos y más cálidos, del lado oriental. La variedad, entonces, permitió encontrar una papa adecuada para cada lugar. Y en ella se basó gran parte de la alimentación de las culturas prehispánicas de la región. “Mantener esa diversidad era su forma de controlar el destino: si algo ocurría en una altitud, les quedaban otras papas”, cuenta el escritor Michael Pollan en el documental La botánica del deseo.
La riqueza de este tubérculo, sin embargo, no se limita a su gran adaptabilidad a los suelos. Tampoco a los hoy despreciados carbohidratos. Aunque tienen una gran cantidad de estos nutrientes, la papa posee, además, vitaminas C y B, hierro, potasio y zinc. Eso, sin contar que es increíblemente productiva: una hectárea puede generar entre dos y cuatro veces más alimento que el maíz o el trigo. No es casual, entonces, que los incas la hayan convertido en uno de sus cultivos estrella.
En el siglo XVI, cuando los españoles llegaron a América, este imperio controlaba uno de los sistemas agrícolas más complejos del planeta. Y, aunque los conquistadores no tardaron en despedazarlos, sus tubérculos no corrieron la misma suerte. Fueron los mismos españoles quienes los llevaron a Europa, como una curiosidad botánica. Y, allí, la papa no dejó de expandirse.
Ese avance coincidió con el final de las hambrunas, especialmente en la zona norte del continente: la más hostil para los cultivos. Por eso, muchos investigadores creen que se trató de un alimento clave. “Su introducción fue tan importante para la época moderna como, digamos, la invención del motor a vapor”, dice Charles C. Mann. La idea es provocadora. Pero los datos, más: según el CIP, más de 1.000 millones de personas comen papa regularmente. Desde el sur de Argentina hasta Groenlandia.
Una tarde de febrero de 2016, mientras se preparaba para los primeros experimentos, Julio Valdivia ya bromeaba con aquella expansión de la papa. “Si lo hizo en la Tierra, ¿por qué no conquistar otros lugares?”. Parecía un relato de ciencia ficción, pero el astrobiólogo peruano se mostraba convencido.
Primero, los errores: una papa en estado natural no llegaría a Marte sin tener un solo brote, el excremento tampoco es suficiente para transformar ese suelo en tierra cultivable, y las plantas no producen un único tubérculo. Ese es solo el comienzo. Sin embargo, cuando el astrobiólogo peruano vio a Mark Watney –el personaje de Matt Damon en The Martian– no se obsesionó con aquellos traspiés. Lo mismo les pasó a varios de sus amigos. Se habían identificado con aquel botánico que utilizaba la ciencia para resolver los problemas más elementales.
La premisa de Potatoes on Mars es la misma. Para cultivar papas en condiciones similares a las del planeta rojo, el grupo de científicos de la NASA y el CIP han recurrido a la astrobiología, la botánica, la física, el fitomejoramiento, la geología e, incluso, la química. “Pero esta investigación no es una copia de la película”, asegura Valdivia.
Los experimentos empezaron hace más de un año y medio, con una muestra de suelo que el astrobiólogo extrajo de La Joya, en el sur de Arequipa. Eso bastó para comprobar la similitud del desierto –en el contenido de sales, hierro y sedimentos volcánicos– con las tierras de Marte. Poco después, regresó con un grupo de estudiantes y con investigadores del CIP para sacar los 700 kilos de suelo que necesitarían en las siguientes pruebas. “Queríamos usar un suelo natural porque la interacción entre las moléculas que han estado en contacto durante miles de años es diferente a la de los suelos sintéticos”, dice Valdivia.
La idea era probar la resistencia de distintas variedades de papa en tierras tan extremas como esas. Walter Amoros, un ingeniero agrónomo especializado en genética y mejoramiento de cultivos del CIP, ya había seleccionado 65 clones con tolerancia a las sequías, a la salinidad en los suelos y a enfermedades virales. Aunque puede resultar confuso, estos clones no fueron manipulados genéticamente ni son transgénicos. Se llaman así porque fueron reproducidos por un órgano vegetativo –en este caso, un tubérculo– en lugar de las semillas, y son idénticos genéticamente a sus antecesores. Es una clonación clásica, como la que hacemos con los árboles, cuando cortamos un brote y lo plantamos.
Las cosas, sin embargo, no resultaron bien desde el inicio: cuando los botánicos sembraron los tubérculos en los viveros del CIP, como una prueba preliminar con tierra de La Joya, las papas se morían. “Había tanta concentración de sales como al borde del mar”, cuenta Amoros. Necesitaban encontrar otra forma de plantarlas para que crecieran en un suelo como ese. La solución estuvo en unas pastillas de turba. “Cuando colocamos las plántulas in vitro en este sustrato, ya empezaron a crecer”, explica el ecofisiólogo de cultivos David Ramírez. “Y pudieron enfrentarse, poco a poco, a un medio mucho más adverso”. A partir de entonces, monitorearon la apertura de los poros –esenciales para la fotosíntesis– y sus umbrales de estrés con cámaras infrarrojas. Así, los investigadores del CIP identificaron las plantas más resistentes al suelo. Julio Valdivia, en paralelo, lideró la construcción de un simulador de la atmósfera marciana. El CubeSat –como llaman a este domo– fue diseñado a partir de un modelo de la NASA y puede recrear la concentración de dióxido de carbono de Marte. También, niveles más o menos cercanos de su radiación ultravioleta, presión atmosférica y temperatura.
A mediados de febrero, cuando todo estuvo listo, empezó la segunda fase de Potatoes on Mars: plantaron las papas dentro de este simulador monitoreado por sensores. Después de 17 días, no solo habían sobrevivido. Varias de ellas, habían generado estolones. Es decir, los tallos donde se forman los tubérculos. “Es el primer cultivo que logra sobrevivir en condiciones tan extremas de salinidad”, cuentan.
Los responsables del proyecto no pretenden que las papas crezcan a la intemperie en Marte. Jan Kreuze, jefe del programa Protección de Cultivos del CIP, explica que el objetivo es encontrar los límites de la papa y, a partir de ellos, construir un invernadero que aproveche algunos recursos marcianos. Aunque faltan más experimentos, los científicos peruanos son optimistas. Lo único que no han conseguido simular es la gravedad de Marte. Y ese es, justamente, uno de los argumentos de sus críticos.
“Todavía no hemos probado las condiciones exactas de Marte. Pero estamos camino a eso”, dice el astrobiólogo, en su oficina de la Universidad de Ingeniería y Tecnología de Lima. Desde hace algunas semanas, está escribiendo el primer artículo de investigación del proyecto, y se ve entusiasmado. “Si todo sale bien, en menos de 10 años las podremos probar en Marte”, se entusiasma.
Y es cierto: si se sale con la suya, Julio Valdivia habrá superado la ciencia ficción, pero también podrá disfrutar de su mejor risotada.
Gloria Ziegler
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