
Escándalo en el Senado
Las imágenes y el relato de los peores meses que le tocó vivir a uno de los poderes esenciales de la República, según la visión de quienes fueron testigos directos y cronistas de los acontecimientos. El caso de los supuestos sobornos marcó una ruptura histórica en la vida política de los argentinos

"Bueno, ministro, pero la torta tiene que estar bien repartida." Esas palabras, que contenían una referencia clara a los dineros y al poder públicos, fueron disparadas por el senador correntino Angel Pardo, en diciembre de 1999, ante el entonces flamante y estupefacto ministro del Interior, Federico Storani.
Corrientes ardía. Por esos días, las refriegas entre gendarmes y piqueteros, que cortaban el puente que une Corrientes con Resistencia, dejaron un manifestante muerto y varios heridos. Era la primera semana de poder de la Alianza y el ministro del Interior estaba negociando con el Senado la intervención federal a esa provincia.
Pardo es senador correntino y pertenece al bloque peronista. Cuando Storani lo llamó por teléfono para pedirle que agilizara el proyecto de intervención en la Cámara alta, Pardo le hizo aquella advertencia de que debía asegurarse un reparto equitativo de la "la torta" en su provincia diezmada. Hablaba, presuntamente, de recursos financieros y del poder político en Corrientes.
Esa conversación no se hubiera conocido nunca si no hubiese existido una bravuconada posterior del propio Pardo. Sucedió que el interventor designado en Corrientes, Ramón Mestre, demoró un día su asunción al cargo, a la espera de que se normalizara la situación en el estratégico puente que vincula Corrientes y el Chaco.
Pardo presentó un proyecto de interpelación a Storani, para que éste explicara por qué Mestre había decidido esa demora.
El ministro le contestó que, si concurría al recinto del Senado, se vería obligado a contar todos los detalles de la negociación, incluido aquel diálogo con Pardo. El senador retiró en el acto su proyecto y nunca más volvió a hablar de la intervención a su provincia.
Ese mismo diciembre de hace un año, el entonces presidente del bloque de senadores peronistas, Augusto Alasino, notó que las cosas cambiaban sustancialmente para él.
Alasino había ejercido esas funciones durante gran parte del gobierno de Carlos Menem. El cargo de líder de los senadores del partido oficialista incluía funciones fatigosas, permanentes y monótonas. Nadie le disputó su lugar, porque los recursos fluían de varios lados.
p01f1d.jpg|El senador Cantarero (saco azul, de espaldas) saluda al senador Alasino (a la derecha), el 30 de octubre último|}
De pronto, a partir de diciembre del año último, ese bloque se había convertido en el pertrecho de poder más importante del peronismo. La Alianza acababa de asumir la conducción del gobierno federal, los diputados nacionales peronistas eran ligeramente superados en número por los aliancistas, y los gobernadores justicialistas estaban más asediados por los conflictos que por las gratificaciones.
Eran los senadores, definitivamente, los únicos peronistas que podían aspirar a un toma y daca provechoso con el gobierno.
La primera turbulencia la vivió Alasino en una reunión del bloque en la que trataban de fijar una posición común frente a los proyectos oficiales de presupuesto del año 2000 y de reforma tributaria. Alasino proponía que votaran primero el presupuesto y luego la reforma.
"Eso es un mamarracho", le calzó Eduardo Menem, que sostenía, con razón, que no se podía aprobar un presupuesto sin saber cuáles serían sus recursos ni de dónde provendrían. Advino una trifulca de potrero, en la que Menem deslizó, de manera indirecta, una alusión a la honestidad de la conducción peronista de los senadores.
"Hablan ahora de ética, pero ustedes se han hecho ricos en el gobierno", golpeó Alasino, justo antes de que el hermano del ex presidente Carlos Menem se levantara y abandonara la reunión, prometiendo no volver nunca más al lugar donde había sido agraviado.
Volvió. Varios meses después hubo una comisión mediadora (Antonio Cafiero la integró, paradójicamente) que promovió una visita de Alasino al despacho de Menem, al que le pidió disculpas y le prometió que se restablecería el respeto entre los senadores.
Esa promesa pareció no incluir a otro riojano, Jorge Yoma, enemistado por esos días con Alasino y con Eduardo Menem, con el que cultiva una porfía muy antigua por el poder provincial. El hecho ocurrió también sobre fines de ese diciembre de 1999, durante otra reunión del bloque de senadores peronistas.
Estaban tratando un proyecto de ley contra el lavado de dinero, sobre todo del narcotráfico.
Era un proyecto aprobado por unanimidad en la Cámara de Diputados que, no obstante, los senadores peronistas habían modificado. Yoma leyó los cambios y explotó: "No voy a votar reformas hechas por los traficantes", asestó.
Ocurrió otra barahúnda con fuertes réplicas de Alasino, hasta que Yoma abandonó la reunión con un portazo que estremeció al viejo palacio de los senadores.
En aquellos instantes iniciales del gobierno aliancista, tres hombres importantes del nuevo poder comentaban entre murmullos la información que indicaba que en el Senado existía un sistema, según el cual los senadores estaban acostumbrados a recibir del gobierno nacional importantes prebendas y canonjías a cambio de la aprobación de las leyes.
Uno era el vicepresidente Carlos Alvarez, que se enteró de ese trapicheo preexistente no bien ocupó su despacho en el Senado. Otro era el ministro de Economía, José Luis Machinea, al que presumiblemente le había informado de ese intercambio constante su antecesor en el cargo, Roque Fernández.
Machinea y Fernández trabaron una muy buena relación en las postrimerías del gobierno de Menem. Fernández, ya en el llano, solía explicar, siempre entre íntimos, que debió acatar las reglas del "sistema" senatorial mientras estuvo al frente de la cartera económica.
El tercero era el entonces jefe del Gabinete, Rodolfo Terragno, al que lo habrían puesto al tanto funcionarios que prestaban servicio en esas dependencias en tiempos de Jorge Rodríguez, el último dirigente peronista que estuvo a cargo del gabinete durante el decenio de Menem.
Sobre principios de este año, las versiones agregaban que el "sistema" había incluido siempre a varios senadores radicales. Estos nunca tuvieron la posibilidad de trabar nada en el Senado (el peronismo llegó a contar hasta con los dos tercios de ese cuerpo en la década del 90), pero nunca usaron tampoco la vía de la denuncia pública, que podría haber acotado considerablemente la permanencia de tales prácticas.
Cualquiera que haya mirado bien esos síntomas podía predecir que el año 2000 sería la tumba para el prestigio de los senadores, salvo que estos mismos se dieran cuenta de que había terminado una época de opulencia e impunidad.
No se trataba sólo de la llegada de un nuevo gobierno, sino también de un cambio sustancial en la sociedad; ésta había permitido a sus dirigentes una notable laxitud moral durante los años noventa, cuando se ponían en marcha modificaciones económicas sustanciales. Pero el gobierno de la Alianza había ganado las elecciones de octubre de 1999 con la promesa de restituir en la vida política otra noción de la moral pública.
El 26 de abril de 2000 se aprobó la ley de reforma laboral en el Senado. Era una ley clave para el gobierno: su contenido constituía una promesa de Fernando de la Rúa ante los referentes más importantes de la economía nacional e internacional. Buscando su aprobación había llegado a posar en la Casa de Gobierno con los jefes sindicales más desgastados del país, acto que proporcionó una fotografía inesperada y extravagante para la opinión pública.
Poco antes de la sanción, La Nacion publicó la versión de que el ministro de Trabajo, Alberto Flamarique, había expresado ante dirigentes gremiales que él tenía "la Banelco" para arreglar la aprobación senatorial de esa ley. El ahora ex ministro desmintió que haya dicho eso, pero la mayoría de los dirigentes sindicales que estuvo en esa reunión confirmó la estridente metáfora de Flamarique.
En esas semanas previas a la sanción, un hombre decisivo del poder, sin funciones oficiales en el gobierno, pero con cargo en la conducción nacional del radicalismo, había dicho ante novatos funcionarios delarruistas que no debían ilusionarse con un acuerdo gremial que incluyera a los senadores peronistas. "A éstos hay que atenderlos por otra ventanilla", explicó de la manera más directa y clara que encontró.
Así, luego de presuntas Banelco y de supuestas ventanillas, la reforma laboral fue aprobada. Dos meses más tarde, el domingo 25 de junio, La Nacion publicó por primera vez que esa sanción senatorial había requerido de favores personales a varios miembros del cuerpo. Esto es: se había reinstalado el sistema que intercambiaba prebendas por leyes.
Al día siguiente, el peronista Cafiero (que sopesaba la misma versión desde hacía varias semanas, aunque no había encontrado un mecanismo de investigación) envió una furiosa carta al presidente del bloque, Alasino, en la que manifestaba su preocupación por la publicación de La Nacion y reclamaba que se citara a una reunión especial del bloque para tratar los supuestos sobornos; propuso también que se invitara a exponer al periodista que firmó el artículo.
Esta última petición le dio a Alasino el argumento necesario como para no convocar a la reunión del bloque (en rigor, no tenía facultades para citar a un periodista) y para ni siquiera acusar recibo de la carta de Cafiero. Ese gesto de soberbia le costó mucho más de lo que pudo imaginar nunca; aún ahora, Cafiero acepta que su actitud hubiera sido otra si Alasino le hubiese explicado los impedimentos que tenía para aceptar sus proposiciones.
Dos semanas después de aquella primera publicación, sobre mediados de julio, Cafiero presentó en el recinto de la Cámara su cuestión de privilegio por la publicación de La Nacion, en la que pedía una investigación de la denuncia. Era una tarde pacífica y la sesión del Senado transcurría en medio del tedio que espolea lo previsible.
Cuando Cafiero explicó que se refería a la denuncia de La Nacion sobre presuntas coimas, un relámpago electrizó al recinto. Hubo senadores que quedaron petrificados y pálidos: "Yo creía que algunos se morían", bromeó entre risas, después, el propio Cafiero.
Quince días más tarde, otro senador peronista y también de la provincia de Buenos Aires, Jorge Villaverde, presentaba una cuestión de privilegio similar a la de Cafiero. Villaverde se había reunido antes, para contarle el rumor, con su jefe político, el ex gobernador Eduardo Duhalde, que lo frenó a poco de andar: "Ya sé lo que pasó ahí. Me lo contó Palito", le dijo en alusión al senador Ramón Ortega, ex compañero de Duhalde en la fórmula presidencial derrotada en 1999.
En días posteriores a la publicación de La Nacion, Cafiero le llevó su preocupación sobre los sobornos al vicepresidente Alvarez y a Terragno. Alvarez le contestó que si eso había sucedido era una decisión sólo de un sector del gobierno y no de la coalición gobernante.
Terragno recibió en su casa al veterano senador, que le pidió un ámbito seguro y recoleto para hablar. Luego, el jefe de Gabinete comentó el planteo de Cafiero con De la Rúa, con Storani y con el entonces jefe de la SIDE, Fernando de Santibañes.
De la Rúa lo despachó con un gesto de desagrado que no dijo nada en favor ni en contra de la versión. Santibañes le contestó a Terragno que no se podía pasar la vida desmintiendo rumores que no estaban probados.
La respuesta más enigmática y sugestiva fue la de Storani: "¿Qué te dijo De la Rúa?", averiguó con voracidad.
El jefe de Gabinete dedujo que el ministro del Interior había leído la versión y se había sorprendido con ella, pero que la mascullaba en silencio.
La semana que comenzó el lunes 7 de agosto, casi un mes y medio después de la primera publicación sobre las supuestas coimas, vio ampliarse la mancha del escándalo hasta límites inéditos.
A partir de ese día, el conflicto permaneció en la primera plana de los diarios y en el centro del escenario durante casi tres meses.
Ese primer lunes de agosto se publicaron en el diario Página/12 declaraciones de Alvarez, en las que por primera vez hacía referencia pública a la versión de los sobornos. "Si corrió plata en el Senado, estaríamos ante una crisis terminal", disparó.
En verdad, habían pasado inadvertidas unas declaraciones suyas previas en el programa de televisión de Mariano Grondona.
Ante una pregunta del periodista sobre la versión publicada por La Nacion, Alvarez no la desmintió: "Escuché lo mismo que escribió el periodista, pero yo no vi nada", respondió.
Alvarez comenzó entonces a reclamar, en conversaciones reservadas con el gobierno y con senadores, la renuncia de Flamarique, de Santibañes, de Alasino y del senador José Genaud (presidente provisional del cuerpo y, por lo tanto, segundo en la línea de sucesión presidencial). Pidió también la expulsión -o la dimisión- de dos o tres senadores peronistas.
De la Rúa se incorporó públicamente al problema el jueves 10 de agosto. Ese día el Presidente recibió en Olivos al bloque de senadores peronistas y calificó ante ellos de "absurda" la versión de los sobornos. Luego, el Presidente explicó que no había dicho que la versión fuera absurda, sino la interpretación política que de ella hacían los senadores, que acusaban a su gobierno de fogonear el rumor.
El Senado se había convertido en una olla a presión, en la que hervían versiones de distinta calaña y de diferente pelaje.
Ningún senador desmintió nada en los primeros días, porque una de las versiones que corría aseguraba que había una filmación de los sobornos, hecha con cámara oculta.
Jorge Yoma los calmó poco antes del infarto, con una dosis exacta de sentido común: "No puede haber una filmación de eso, porque si hay un peronista cobrando debe haber un radical pagando", les explicó. Entonces, sus colegas respiraron tranquilos.
Nadie buscó nunca la veracidad de la noticia, sino el origen de la presunta conspiración. Circularon, entre la endeblez de muchas, tres hipótesis que merecen consignarse porque estuvo en conversaciones de protagonistas notables de la crisis. Son éstas, contradictorias y frágiles:
La primera impresión de los senadores peronistas fue que ellos estaban ante una operación política del gobierno delarruista. Esta es la interpretación que De la Rúa calificó de "absurda". Pero los senadores hicieron trascender que el mandatario había calificado de "absurda" la versión sobre las coimas.
Cuando el escándalo empapaba ya a sectores del gobierno, una franja importante del radicalismo (sobre todo, el ex ministro Enrique Nosiglia y, hasta cierto punto, el ex presidente Raúl Alfonsín) deslizaba que el gobierno estaba ante una maniobra del peronismo menemista. Según esa versión de los sucesos, el peronismo aspiraba a barrer cuanto antes con la credibilidad pública de la administración, para obligarla a adelantar los tiempos electorales hasta terminar abandonando el poder.
Paralelamente, el propio menemismo culpaba del caso a lo que denominaba, con ironía, "la bonaerense"; esto es, al trípode formado por el gobernador Carlos Ruckauf, el ex gobernador Duhalde y el senador Cafiero. La intención de éstos era, según esa versión, erosionar la credibilidad del poderoso bloque parlamentario peronista, que aquéllos nunca pudieron controlar.
Esas versiones, excesivamente conspirativas de la historia, surgían del hecho comprobable de que nadie estaba en condiciones de controlar la intensa crisis política e institucional que sobrevino.
Los primeros en caer fueron los presidentes de los bloques peronista y radical, Alasino y Raúl Galván, a quienes De la Rúa les pidió un paso al costado. "¿Y los otros?", fue la respuesta de Alasino en un tenso diálogo telefónico con el mandatario.
Un anónimo (que se leyó en el despacho vicepresidencial) daba cuenta de la supuesta transacción deshonesta entre los senadores y el gobierno con profusión de nombres y circunstancias, ciertamente imposibles de probar.
El juez Carlos Liporaci, en cuyas manos cayó la denuncia que hizo Alvarez como jefe del Senado, cometió dos errores monumentales.
Primero comenzó a citar senadores sin ton ni son: incluyó, por ejemplo, al radical Galván, al que había exculpado hasta aquel anónimo ligero y frívolo.
Después pidió el desafuero de once senadores, antes de convocarlos y recibir una primera declaración de ellos, cosa que podía hacer sin sacarles sus privilegios. Los fueros de los senadores pueden ser quitados sólo después de un juicio público; el sumario, secreto hasta entonces, debió ser enviado al Senado. Se convirtió en el acto en el secreto más divulgado del país.
El juez había resignado, así, un arma fundamental de la investigación: el desconocimiento que los inculpados deben tener de las cosas que sabe la Justicia cuando se presentan ante ésta. Liporaci cargaba sobre sus espaldas una investigación de enriquecimiento ilícito contra él, que -según versiones diversas- tiene buenos fundamentos.
El Presidente trató de encerrar el conflicto en el Senado y de rodear de protección a su administración. Pero debió entregar uno a uno, en una sangría lenta y desgastante, a todos los funcionarios implicados en el escándalo de los sobornos: Flamarique, Santibañes y Genoud.
Antes, durante una maniobra poco feliz para torcer la dirección del conflicto, perdió en el camino al vicepresidente de la Nación, destapando una de las crisis más profundas que pueda registrar el sistema republicano. En vísperas de la renuncia de Alvarez, también Terragno se había ido del gobierno.
Curioso: Alvarez y Terragno fueron los únicos funcionarios que se ocuparon de investigar las versiones sobre los sobornos y los únicos que se negaron a cerrar el caso ante la primera presión. Incluso habían celebrado reuniones entre ellos para tratar el escándalo y juntos, también, habían enfrentado a los periodistas.
Al actual Senado le queda justo un año de mandato constitucional. En diciembre de 2001 deberán asumir, por primera vez en la historia, todos los senadores elegidos de manera directa por la sociedad argentina. Muy pocos senadores entre los que han vivido en ese palacio durante la desmedida década del noventa, o que deambularon por sus pasillos en este año de confusión y calentura en el que estuvieron en peligro, regresarán ahí para seguir votando las leyes de la Nación.
Un número impreciso de huevos se estrella, todos los miércoles, contra la entrada principal del Senado. Los proyectiles que son lanzados con fina puntería por un grupo de jubilados, obligan a cerrar las puertas de la Cámara alta y a estacionar los autos oficiales a dos cuadras a la redonda.
Un taxista pasa a diario por el frente del edificio de la calle Yrigoyen, se baja de su auto y con ademanes ampulosos recuerda a las madres de los senadores. Ellos lo ignoran.
Hay legisladores que evitan llegar en taxi al Congreso. Después del escándalo de los sobornos, prefieren bajarse más lejos para que nadie les pregunte de qué trabajan.
Pese a que los senadores hoy se esfuerzan por recuperar su rutina parlamentaria y demostrar que no sólo son objeto de denuncias de corrupción, las sospechas de que existieron coimas para aprobar la ley laboral marcaron un punto de inflexión en la vida de la Cámara alta.
Hubo consecuencias políticas y una modificación en las costumbres del ecosistema legislativo.
Los que en otros tiempos tenían poder ya no lo tienen, al menos formalmente. Dos senadores, involucrados en distintos hechos ilícitos, se vieron obligados a abandonar sus bancas. El ex vicepresidente Carlos Alvarez también pegó un portazo de la administración del Senado, aunque por voluntad propia.
Cambiaron las caras en las conducciones del PJ y de la UCR y, para dar una sensación de mayor transparencia, se designaron a legisladores con un histórico perfil bajo, que ahora deben pagar el precio de la falta de liderazgo con un funcionamiento errático de sus bancadas.
Los once senadores imputados en el supuesto negocio de las coimas, que la Justicia investiga a tientas, disminuyeron al mínimo su exposición pública; algunos por imposición de sus compañeros y otros por conciencia personal, procuran pasar inad-vertidos en la marea de las opiniones legislativas.
Pero lo más sintomático de la profunda huella que dejó esta crisis, la peor en el Senado desde el retorno de la democracia, es el cambio en las costumbres del cuerpo y un clima de suspicacias que ya parece parte del mobiliario.
Caminar por los pasillos de la Cámara alta se ha convertido en un ejercicio de prudencia. Los senadores cuidan casi con obsesividad con quién hablan y miden cada una de sus palabras. Tienen fuertes resistencias a dialogar con la prensa. La susceptibilidad llegó a tal punto que a muchos no les faltó ganas de escapar de los periodistas por puertas laterales. En privado, se los culpa de "conspirar contra las instituciones".
"¿Qué tienen que andar investigando ustedes? - preguntó sorpresivamente a esta cronista un senador del PJ cuando fue consultado sobre el manejo de los fondos reservados-. Para eso está la Justicia. Esto parece una campaña para hundirnos".
Los peronistas no dejan de tener presente la torpeza que, a su juicio, cometió el senador Emilio Cantarero (PJ-Salta) al haber recibido a esta cronista en su oficina y despacharse con una revelación que causó vértigo: admitir que había cobrado dinero por la ley laboral.
La insólita sinceridad de Cantarero, en uso de licencia desde ese episodio, lo convirtió en un muerto político, aunque la Justicia todavía no se haya expedido sobre su culpabilidad.
Ninguno de sus compañeros lo defendió en el recinto cuando pidió retirarse de la banca por un tiempo. Sin embargo, el pacto de solidaridad fue inquebrantable porque tampoco lo acusaron en público. Sólo se limitan a bajar la vista o a subir los hombros cuando se les pregunta por qué habló Cantarero.
Olvido. Pero aunque es motivo de preocupación entre los legisladores el humor social adverso a la actividad parlamentaria, el affaire de los sobornos ya no está en su punto de máxima tensión.
A cuatro meses de que el senador Antonio Cafiero (PJ-Buenos Aires) planteó en el recinto sus primeros indicios sobre el tema, todos ahora se sienten en condiciones de olvidar.
Esperan, confiados, una resolución del juez Carlos Liporaci. Son las mismas fuentes judiciales las que admiten que el magistrado carece de pruebas suficientes para condenar a alguno de los sospechosos, aunque quizá pueda procesarlos por enriquecimiento ilícito.
Lo único que atenta contra esa necesidad de amnesia es la realidad, que mete su cola como un diablo. Por eso, las sesiones se han vuelto ingobernables.
Las bancadas de la UCR y del PJ se deshacen en acuerdos para no tocar en las bancas temas conflictivos, pero algo falla cuando los legisladores llegan al recinto. Por una cuestión u otra, por un problema reglamentario o de fondo, siempre se cuelan asuntos vinculados con la corrupción y sobrevienen las acusaciones cruzadas.
Hace unas semanas, por ejemplo, el peronismo intentó extorsionar a la Alianza y frustró el debate de un paquete de leyes económicas porque los radicales se habían negado a acompañarlo en una decisión polémica: no enviar sus declaraciones juradas al fiscal que los investiga por enriquecimiento ilícito.
Sin embargo, en el bloque justicialista reconocen que ya no hay tiempo ni espacio para bravuconadas. En las elecciones del año próximo todos quieren volver a ocupar una banca.
El PJ entonces ahora trata de mantener las formas y de controlar esa actitud de impunidad que exhibían cuando se sentía dueño del recinto y rey de las votaciones. En aquellos tiempos, la bancada mayoritaria hacía bromas durante la discusión de las leyes y se daba el gusto de explicar, con total convicción, curiosas teorías constitucionales. Este fue el bloque que ideó y justificó la incorpración de dos senadores truchos, el chaqueño Hugo Sager (PJ) y el correntino Rubén Pruyas (PJ).
Por primera vez en la historia, la Justicia tiene en trámite seis causas que involucran al Senado. Como es sabido, el expediente de las coimas por la reforma laboral está a cargo de Liporaci. Los jueces Adolfo Bagnasco y Jorge Urso investigan el estado patrimonial de los legisladores para saber si hubo algún enriquecimiento ilícito. El juzgado de Rodolfo Canicoba Corral analiza una denuncia por un faltante en la caja del Senado de 400.000 pesos, mientras que el fiscal Eduardo Taiano le imprime velocidad a una causa para descubrir los empleados ñoquis que están enquistados en el sistema desde hace años.
Al juez Gabriel Cavallo, en tanto, le tocará pronunciarse sobre otra denuncia de sobornos, esta vez en la negociación de la ley de hidrocarburos, que realizó la senadora Silvia Sapag (Movimiento Popular Nequino) contra Cantarero y el radical Juan Melgarejo (UCR-Santa Cruz). El senador santacruceño renunció inmediatamente por eso.
"A alguno van a agarrar con todas estas causas abiertas. La más peligrosa es la investigación patrimonial", advirtió un asesor radical.
Después de tantos sobresaltos legales y políticos, el trabajo parlamentario sufrió un indudable deterioro. Las comisiones prácticamente dejaron de reunirse y disminuyó la cantidad de leyes sancionadas. "No podemos legislar bajo este clima de sospecha porque todo lo que hagamos va a estar cuestionado", se quejó en alguna oportunidad el senador Eduardo Menem (PJ-La Rioja) en el recinto.
Los legisladores intentan poner en marcha la maquinaria legislativa y revertir la inercia del desgano. Entre las prioridades de la agenda parlamentaria figura la sanción de la reforma política que pone un coto al financiamiento de los partidos políticos y que los senadores, piensan, los reconciliará con la sociedad. De todas formas, la sensación generalizada es que el descrédito ya no tiene retorno.
El terremoto de los sobornos también repercutió en la armonía interna de los bloques. Los cambios obligados que se efectuaron en las cúpulas, para acallar los ataques de Alvarez contra el Senado, dejaron un tendal de heridos y de ausencias.
El senador Augusto Alasino (PJ-Entre Ríos) fue desplazado de la jefatura del bloque después de varios años de acumular mucho poder y no menos cuestionamientos. Quienes lo frecuentan aseguran que no se acostumbra a su nuevo papel secundario y que, en las sombras, sigue marcando el paso de sus compañeros. Todavía no le entregó a su sucesor, José Luis Gioja (PJ-San Juan), la oficina que le corresponde por sus funciones. El ex presidente de la bancada radical, Raúl Galván (La Rioja), también quedó dolido y prácticamente se convirtió en un outsider. Recrimina a sus compañeros que lo hayan dejado solo en la embestida de Alvarez, que pidió su cabeza.
El senador José Genoud (UCR-Mendoza), removido de su cargo como presidente provisional, se llamó a silencio y desapareció de la práctica parlamentaria, en la que siempre tuvo un activo protagonismo. Ahora se dedica a recopilar en una suerte de libro sus declaraciones patrimoniales de los últimos años para presentarlas ante la Justicia.
Pocos son los que en estos meses tuvieron noticias de Cantarero. Dicen que se recluyó en Salta y que engordó unos kilos. Su colega salteño, Julio San Millán (PJ), lo llama esporádicamente para preguntarle por su estado de salud. Unos días antes de que se le venciera la licencia retornó a su despacho para solicitar a sus compañeros que se la renovaran y se mostró en público en una reunión partidaria. Luego volvió a irse tan silenciosamente como había llegado.
Tampoco el senador Jorge Massat (PJ-Santa Fe) había vuelto a pisar el Senado después de que tomó su decisión de renunciar (renuncia que luego fue rechazada por el Cuerpo). Apareció un mes más tarde, con una carpeta bajo el brazo, para explicar a sus pares que la denuncia que su sobrina había realizado en su contra no tenía asidero. El legislador fue acusado de manejos irregulares en la empresa Euroamericana SRL, de presunto lavado de dinero y de haber contratado a testaferros.
Melgarejo, en tanto, jura que no se arrepintió de haberse ido, como se rumoreaba por ahí. Ya dio de baja a sus empleados y su oficina tiene un nuevo morador.
Los defensores del viejo sistema intuyen ya que no tienen retorno. Ahora, los senadores deben pagar todas las comidas que realicen en el comedor de la Cámara alta (antes eran gratis), se les impuso una reducción de empleados y el escándalo de los sobornos tuvo, al menos, una consecuencia pragmática bien consignada por un vocero radical: "Después de todo esto, a nadie le van a quedar ganas de pedir una coima."
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