
Indígenas en Buenos Aires: con las raíces a cuestas
Cerca de 25.000 familias descendientes de las culturas aborígenes del país viven hoy en la Capital Federal. A pesar de estar alejadas de sus lugares originarios, muchas de ellas mantienen sus tradiciones, sus rituales y su particular manera de concebir el mundo. Aquí, sus testimonios
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Como antes sus ancestros y hoy muchas de sus propias comunidades –que luchan por el reconocimiento de sus derechos y la recuperación de sus tierras a lo largo de todo el país–, los aborígenes argentinos que han dejado sus lugares de origen y viven en Buenos Aires también resisten.
Lejos de su tierra, y en medio de una ciudad tan ajena como febril, casi 25.000 familias integrantes de algunos de los más de 25 pueblos que habitan el país llevan adelante una lucha, silenciosa, pero sin tregua: la conquista de un lugar donde vivir, sin resignar en el trámite los valores, las creencias y hasta los ritos de la cultura que llevan en la sangre.
"El primer problema que enfrentan los indígenas cuando llegan a Buenos Aires es la pérdida del contexto comunitario –dice Leonor Slavsky, investigadora del Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano–. Pierden las redes de solidaridad que existen en las comunidades que dejan atrás y deben enfrentarse a la cultura individualista de la gran ciudad. Y después está, claro, la pérdida de la tierra."
Según el sociólogo Osvaldo Cloux, director del área cultural del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas, "llegan a una cultura diferente, con otra cosmovisión, y comienzan un proceso a veces anémico de adaptación al medio".
Muchos incluso esconden su origen por temor a ser discriminados, tal como describen Walter Colque y Benito Espíndola, referentes kolla y diaguita-calchaquí para la Encuesta Complementaria de Pueblos Indígenas que se realizó entre mayo y noviembre pasados, preparada por el Indec con la participación del INAI, y cuyos datos se están procesando.
"Las identidades se piensan proyectadas hacia el futuro. En cambio, la identidad indígena se legitima hacia el pasado, y esto ha servido para negarles a los indios sus derechos en el presente", afirma Slavsky.
Pero ellos resisten. Como muestra, aquí se narran las historias de cuatro familias indígenas –kolla, mapuche, diaguita y guaraní– que, en medio de la ciudad o en sus inmediaciones, viven en las creencias y costumbres de la cultura que han heredado.
Respetar las diferencias
- Familia: Soto
- Pueblo: diaguita-calchaquí
Cómo reaccionarían mis alumnos si un día me presento con mis uyutas (sandalias), el unku (vestido tradicional), el tocado en el pelo y la platería?"
Roxana Soto es maestra. Profesora de matemáticas. Pero, antes que eso, es diaguita-calchaquí. Y su pregunta es en realidad una forma de dar cuenta de las limitaciones que Buenos Aires le impone a la hora de poner en práctica ritos y costumbres que lleva en la sangre.
Roxana viajó en la panza de su madre desde Salta y nació en Buenos Aires. Y aunque creció aquí y hoy enseña a alumnos de polimodal en escuelas de San Justo y Laferrère, su corazón está allá. O, al menos, una parte. Porque aquí, con ella, están su padre, Julio; su compañero, Pablo, y su hija de cinco años, Kusi (alegría, en lengua diaguita).
Hace poco celebraron el rutuchi de Kusi. La larga cabellera azabache de la niña, que desde su nacimiento había crecido lacia hasta la cintura, fue cortada en trenzas, y ella recibió distintos presentes. En su tierra, habría recibido algún animal. Aquí le dieron hilados, un poco de dinero y chuspas (bolsitas para guardar la coca, que ellos mascan y beben en té). Con ese rito de pasaje, la pequeña Kusi nació a la vida social.
Para el pueblo diaguita, el pelo es motivo de orgullo. "Mi madre me hacía las trenzas durante horas", recuerda Roxana. Por esos tocados, era "la rara" en el colegio. En clase, cuando ella usaba palabras indígenas que había aprendido en casa, sus maestras la reprendían. "Los docentes son parte de la sociedad –dice Roxana–. Por lo general, han escuchado una sola campana de la historia y desprecian lo distinto por ignorancia y miedo."
Quizá por eso Roxana estudió profesorado de matemáticas en el Instituto Joaquín V. González e hizo luego un posgrado en investigación educativa.
"Quiero compatibilizar la educación propia de los pueblos indígenas con la educación pública", se entusiasma.
Kusi tiene en claro que es diaguita. Juega mucho con su abuelo Julio y mira trabajar a su padre. Pablo pinta símbolos de su pueblo. En murales y también en remeras, a pura punta de pincel. "Viajo a La Rioja, Catamarca, San Juan y Salta. Recorro los cerros y recopilo formas de la pintura rupestre diaguita", dice. Vende las remeras en su puesto de la Feria Federal, a una cuadra de la plaza Dorrego, los domingos.
"Sólo queremos vivir nuestra cultura –dice Roxana, que sueña con volver a Salta–. No queremos imponerla a los demás. Eso sería hacer a los demás lo mismo que hicieron con nosotros hace 500 años."
A lo largo del país
- Hay más de 25 pueblos indígenas que viven en el territorio argentino. Los tobas, mocovíes, pilagás y wichis, entre otros, habitan en el Nordeste; los diaguitas calchaquíes, kollas, chulupíes y chorotes, en el Noroeste; los huarpes y los mapuches, en la región central, y los mapuches, onas, tehuelches y yámanas, en el Sur.
- El pueblo kolla comprende la población quechua y aymara de Jujuy y Salta. Se estima que lo integran más de 150.000 personas y son, en su mayoría, agricultores y criadores de animales.
- Los mapuches son casi 100.000 personas en la Argentina (en Chile su población es mucho mayor), y viven en las provincias de Santa Cruz, Chubut, Neuquén y Río Negro. Hoy –como muchos otros pueblos indígenas– impulsan un fuerte movimiento de reivindicación de su cultura.
- Los diaguitas calchaquíes viven en los Valles Calchaquíes de Tucumán y Catamarca, mayormente de la crianza de animales, los cultivos y la producción de artesanías. Los guaraníes se encuentran en Misiones, Corrientes, Salta y otras provincias. Cultivan maíz, zapallo y porotos, pero, como otros pueblos, pocos pueden vivir hoy de la tierra y subsisten como mano de obra en ingenios azucareros y obrajes.
La identidad por el arte
- Familia: Barrios
- Pueblo: kolla
A los siete años, Mario Wamani Barrios encontró su destino. En Palpalá, levantó de la basura un libro con imágenes de la obra de los muralistas mexicanos José Clemente Orozco y Diego Rivera, que llenaron sus ojos de niño kolla. Ese día empezó a dibujar. Ya era ayudante de carpintero y acompañaba a su padre y hermanos a los ingenios, a pelar caña de azúcar. "Nos venían a buscar en camiones –dice–. Ibamos pobres y volvíamos pobres."
Así, pobre, llegó a Buenos Aires en 1968, a estudiar arte. Atrás dejaba su comunidad de Yavi, donde "no existía el dinero" y se sembraba maíz, papa y maní para comer todos juntos. Fue oyente en la Escuela de Bellas Artes durante cuatro años. "Aprendí técnicas, pero yo ya sabía dibujar", dice.
Hoy sus dibujos, cuadros y esculturas de temática indígena pueblan su casa de Hurlingham, donde vive con cuatro de sus cinco hijos, un nieto y Susana, su mujer, aquella muchacha que conoció a los 18 años en Jujuy, en un carnaval, y que una tarde se le apareció en Bellas Artes para ya no separarse de él.
A Mario la distancia no le impide vivir según su cultura. En los fondos de la casa, la familia tiene una huerta donde cada agosto hace la ofrenda a la Pachamama. "El hombre es tierra, sol, aire. Somos naturaleza que camina, y esa ceremonia nos mantiene en armonía", dice Mario, que educó a sus hijos en los principios kollas Ama sua (no seas ladrón), Ama llulla (no seas mentiroso) y Ama qhella (no seas perezoso).
"Yo crecí entre nuestros ritos –dice su hija Amaru, de 24 años, maestra jardinera–. En las peñas escuchaba los sikuris y sentía alegría por dentro." Eso se nota cuando toca el siku a dúo con su hermano, Facundo Nahuel. Ambos integran el grupo Sartañani (en aymara, "levantémonos"), que se presenta en fiestas kollas.
"Para nuestro pueblo no existe el concepto de Dios –dirá luego Mario, mientras trabaja en su taller de carpintería–. Lo sagrado está en la naturaleza. Occidente quiere dominarla y rompió la armonía."
¿Discriminación? Sí, la padecieron. Pero prefieren recordar aquel 12 de octubre, en la escuela en que Amaru hacía una suplencia, cuando los festejos terminaron con los chicos bailando huaynos al compás de sikus y charangos. Ella había compartido con los demás docentes su visión –la indígena– del descubrimiento de América. Y los otros la entendieron. "Sacaron las láminas de Colón y pusieron dibujos míos", recuerda Mario.
Datos
- Según el censo de 2001, en la Capital Federal hay 23.500 hogares con integrantes indígenas
- En el nivel nacional, según estimaciones del INAI, son unos 500.000 hogares los que tienen algún integrante indígenas. Aunque no existen datos oficiales al respecto, se estima que hay en el país entre 900.000 y dos millones de indígenas, que integran más de 25 pueblos diferentes
- Direcciones útiles: Centro Cultural Indigenista de Flores: Culpina 1430, 4633-6511 / Centro Kolla: Lavalle 1922, Capital
La voz del kultrún
- Familia: Currumil
- Pueblo: mapuche
Mensajero de la fuerza del sol. Así se llama el pequeño hijo de Alejandra Currumil. Claro que en mapuche eso suena distinto: Antu Nehuen Huerquen. El nombre puede entenderse como símbolo de la resistencia de este pueblo, que conserva su idioma, su cultura, y ahora, allá en el Sur, reclama tierras al grupo Benetton.
Antu nació en Buenos Aires, como su madre. Su abuela María, mamá de Alejandra, dejó su comunidad de Quillén, Aluminé, Neuquén, con menos de 20 años y ganas de estudiar en la ciudad. "Aquí, para no sentirme sola, imaginaba que los edificios eran pehuenes (araucarias). Quería ser enfermera, pero se me fueron los años", dice María hoy, a los 63.
Instalada en Villa Urquiza, María trasmitió la cultura de su pueblo a Alejandra y a su hijo Guillermo. Cada 2 de mayo, fecha del Año Nuevo mapuche, ambos queman pasto seco para que el fuego consuma lo viejo y así nazca lo por venir.
De febrero a mayo hacen las rogativas, en las que agradecen a su Dios, Ngenechen. Allá, en Quillén, María y su pueblo solían dar gracias por las cosechas. ¿Y aquí? "Agradecemos por la salud, por la vida que nos da, por lo poco que tenemos", dice Alejandra.
Madre e hija explican que Ngenechen no tiene género ("no es un hombre viejo con barba") y que cifra tanto el principio femenino como el masculino. Lo describen con una abstracción casi oriental. "Puede ser el viento, un espíritu –dice María–. Todo es espíritu. Ngenechen es todo."
Alejandra quería estudiar bioquímica, pero hizo la carrera de técnica en laboratorio en el hospital Pirovano. Luego trabajó en los hospitales Tornú, Rivadavia y Ramos Mejía. Siempre ad honórem, mientras se ganaba el sustento tocando música andina en los trenes del Roca, junto con su hermano Guillermo y con la ayuda del kultrún, un tambor ritual mapuche que hoy cuelga de la pared. "Así nos manteníamos", dice, mientras Ayelén, de 12 años, hija de una hija de María que no vive con ellos, juega con Antu.
Ayelén: alegría, en lengua mapuche. La que está detrás de estos nombres es la abuela María. Trabajó para el Estado como agente de salud en el área indígena. "¿Por qué Brian?", amonestaba entonces a los padres de su etnia que bautizaban a sus hijos con nombres foráneos. "En La Matanza hay un montón de chicos con nombre mapuche. Se los puse yo", dice, entre pícara y satisfecha.
La tierra sin mal
- Familia: Valdez
- Pueblo: tupí guaraní
Nosotros no podemos perder la tierra, porque la tierra no es de nadie, y nosotros pertenecemos a la tierra. Ya no nos movemos de acá. Tenés que luchar."
La consigna –súplica, orden, grito de guerra– le llegó a Mario Valdez de boca de su abuela Dolores Vargas, memoria viva de su tribu tupí guaraní y ser de fortaleza singular, capaz, con más de 100 años, de enhebrar una aguja sin la ayuda de anteojos y de cebar mate en la más completa oscuridad.
Dolores y su familia ya habían perdido la tierra una vez, allá en Salvador Mazza, Salta, donde la selva les daba alimento y cobijo, cuando, empujados por el hombre blanco, dejaron su hábitat y bajaron, en 1975, a Buenos Aires. Diez años más tarde, Dolores cumplía un sueño: reunía a sus hijos y nietos dispersos en un terreno de Glew, precisamente el que entonces –corría 1995– querían arrebatarle y cuya defensa ella confiaba a Mario. ¿Qué defendían? Una rareza, un milagro: diecisiete familias guaraníes –64 personas– viviendo en comunidad a unas dos horas de Buenos Aires.
"Mi abuela nos juntaba, nos recordaba a todos de dónde veníamos", dice Mario, de 34 años y con cinco hijos, que por entonces dejó todo y se dedicó de lleno a resistir el desalojo.
No fue en vano: tras cinco años de esfuerzos, y con ayuda del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas, pudieron comprar la tierra a sus dueños y hoy esos terrenos poblados de chicos (la Yvy Marae´y guaraní, quizá, la "tierra sin mal", ) figuran a nombre de la comunidad que ellos crearon, llamada Cacique Hipólito Yumbay en homenaje a un jefe guaraní de Salvador Mazza.
Pero Mario fue más allá. Porque empezó a contar su experiencia y la de su gente allí donde lo dejaban. De Salta llegó a Washington, donde las Naciones Unidas lo invitaron, como representante de su etnia, a participar del Proyecto sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de América. De allí saltó a España, en abril pasado, donde, becado por la ONU, cursó el Programa para Líderes Indígenas en el Instituto de Derechos Humanos Pedro Arrupe, de la Universidad de Deusto, Bilbao. Allí aprendió a entenderse con indígenas de distintas partes del mundo. "Todos tenemos algo en común: el apego a la tierra y una cultura que defender", dice Mario, que hoy estudia Derecho en la Facultad de Lomas de Zamora.
Dolores Vargas murió el 7 de diciembre de 1999, a los 105 años, un día después de que Mario hiciera el depósito para comprar las tierras. "Ahora me voy tranquila", le dijo cuando supo que no los moverían de allí. Justo un año después, Mario y su mujer, Elizabeth, tuvieron su tercer hijo. Una niña.
Y la llamaron Dolores.
Para saber más
www.indigenas.bioetica.org
www.endepa.org.ar






