
Isla de Pascua: el paraíso misterioso
Olvidada durante siglos en medio del Pacífico, a mitad de camino entre la costa de Chile y Tahití, la isla de Pascua es un asombroso museo a cielo abierto que seduce por su naturaleza exótica y por los misterios jamás revelados de la cultura rapa nui
1 minuto de lectura'
HANGA ROA.– Bernard G. Weis Weiller, una suerte de pintoresco hippie tardío que se define como músico de blues, mitad norteamericano y mitad francés, aterrizó aquí hace más de veinte años con la promesa de un contrato para sumarse a una de las expediciones científicas de Jacques Cousteau. El está convencido de que los viajeros que eligen como destino la isla de Pascua vienen en busca de algo. Son gente a la que le atrae el misterio.
Los turistas de tarjeta postal, como los llama ("ya sabe: sol, palmeras, tragos, arena blanca y todo eso"), según él, por lo general hacen una breve escala o directamente continúan viaje en dirección a Oriente y a aguas más cálidas, como las de Papeete o algunas de las islas del archipiélago de las Marquesas. Lo que más seduce de este lugar, asegura, además del paisaje exótico y del enigma de los famosos moais tallados en piedra, son los interrogantes que dejaron sus constructores, es decir, el pueblo rapa nui, sobre cuyo origen los antropólogos todavía no se han puesto de acuerdo, pero respecto del cual sí tienen la certeza de que sobrevivió milagrosamente aislado durante siglos en el espacio y en el tiempo.
Los petroglifos, los centros ceremoniales levantados junto a volcanes extinguidos, las figuras talladas en las paredes de la compleja red de cuevas subterráneas que recorre la isla y el ejército de figuras de piedra diseminado por toda su geografía son, en ese sentido, testimonio de lo que los paleontólogos llaman "una experiencia de laboratorio única en la evolución de la especie".
Por las noches, a la hora de la cena, Bernard repite, puntual, un hábito de años: se aparece en la Taverne Du Pecheur, considerada uno de los mejores restaurantes de comida europea en miles de kilómetros a la redonda y, una vez adentro, se comporta con la familiaridad de un improvisado maestro de ceremonias. Como todas las construcciones de Pascua, el restaurante tiene una sola planta, de colores vivos, techo de zinc y paredes en donde los bloques de piedra volcánica alternan con las planchas de madera importadas desde "el continente", es decir, desde algún lugar de Chile. Estratégicamente ubicada en el corazón de Hanga Roa, la capital y único lugar habitado de la isla, a metros de una caleta en forma de herradura que frena el embate de las olas y sirve como puerto natural a los botes de los pescadores, la Taverne Du Pecheur irradia una atmósfera de confort tropical, sobre todo bajo la luz tenue de las velas.
Su propietario y chef es Gilles Pesquet, un inmigrante francés de asombroso parecido físico con Obélix, tanto que sobre la puerta de entrada mandó colocar un cartel que muestra al héroe de historieta llevando un enorme moai sobre la espalda. El conoce de memoria la rutina de Bernard. Sabe que se levantará al terminar su plato de rodajas de atún fresco con morillas o de pasta picante al pill pill, tal vez antes, y que caminará sin rumbo entre las mesas contando historias de su patria adoptiva y haciendo preguntas. Es su manera de ponerse al tanto de lo que ocurre en el mundo y, de paso, ajustar su teoría sobre el perfil promedio del visitante de Pascua.
Un mapa en el cielo
El primer nombre que recibió la isla en su accidentada historia de 1200 años parece el más acertado de todos: Te Pito Te Henua, que puede traducirse como "el ombligo del mundo". Se trata, después de todo, de una isla que emergió de las profundidades del Pacífico, a 3700 kilómetros de la costa chilena y a unos 4000 kilómetros de Tahití, cuyos habitantes, durante siglos, sólo conocieron otra extensión de tierra firme: la Luna.
Los antiguos navegantes europeos temían caer del planeta si se alejaban demasiado mar adentro; entretanto, los pobladores de Oceanía, con sus angostas y estilizadas embarcaciones más veloces que cualquier bote ballenero diseñado por el hombre blanco, se atrevieron a cubrir distancias enormes, y alrededor del siglo IV llegaron a Pascua. Esa es la teoría más escuchada hoy entre los 3500 habitantes de la isla, el ochenta por ciento de ellos de sangre rapa nui.
"¿Por qué voy a temer si las estrellas siempre están ahí?", repiten los pescadores actuales, que, al igual que sus antepasados, se arriesgan todavía a alejarse de la isla en busca de atunes de ochenta o cien kilos de peso cuyos cardúmenes cambian de profundidad Û y de rumbo según la estación del año. Sólo que ahora sus botes son propulsados por motores Mariner o Evinrude y algunos llevan a bordo sistemas de orientación satelital GPS.
A diferencia de la mayoría de las islas del Pacífico, Pascua no está protegida por arrecifes de coral, de modo que las olas rompen a voluntad contra sus costas, con tanta furia que los enormes géiseres de espuma y agua son visibles a varios kilómetros. Por las noches, el estampido potente, apagado y sistemático de las olas recuerda el verdadero temperamento del Pacífico.
Hay sólo dos playas habilitadas en toda la isla, y aunque están próximas, en la costa norte, a unos veinte minutos en auto, de Hanga Roa, no podrían ser más diferentes. Ovahe, la más pequeña, es una franja de arena volcánica rojiza extendida al pie de un acantilado abrupto, en cuya pared asoman las bocas de dos cuevas que, por algún motivo, despiertan toda clase de interpretaciones en los bañistas, incluida una vaga sensación de que algo o alguien vigila cuanto sucede en ese apartado rincón de Oceanía. La idea de exclusividad en estas latitudes es tan relativa que si en determinado momento alguien consigue contar más de veinte personas recostadas en la arena puede hablar de "multitud" sin que nadie se le ría en la cara. Otra particularidad de Ovahe es la tonalidad cambiante del agua: según la posición del sol, la fuerza del viento y la densidad de las nubes, muda, en minutos, del índigo al esmeralda o del damasco pálido al azul mar, color éste para el que los nativos crearon una palabra: moana.
Anakena, la segunda y la más visitada, ofrece una experiencia que roza el exotismo. ¿En qué otro lugar del planeta alguien puede nadar rodeado de un bosque de palmeras jóvenes y ante la presencia de seis enormes moais que hacen guardia desde el punto más elevado de un antiguo altar ceremonial construido hace mil años? La comunión entre pasado y presente en esta suerte de museo a cielo abierto es cautivante. Nada impide imaginar, por ejemplo, que quienes levantaron los moais de Anakena, parados en su momento sobre la pequeña bahía que hoy recorren turistas daneses, austríacos o japoneses, experimentaron tal vez la misma sugestión ante los dioses que dan la espalda al mar.
Desde el volcán
De los misterios de Pascua, el que más apasiona a arqueólogos y antropólogos, y que alimentó Ûla mayor cantidad de teorías, incluso algunas disparatadas, es el porqué de estas enormes figuras.
Levantados en sitios propicios para la intervención de los dioses, los moais fueron tallados en toba volcánica (el único material disponible en la isla) y se supone que su misión era proteger a las tribus que los habían erigido. Los más antiguos datan de unos 800 años y son muy posteriores a la llegada del rey Hotu Matua’A, según la tradición, el primero en realizar el largo viaje desde el otro extremo de la Polinesia en dos canoas dobles tripuladas por hombres y mujeres.
En 1978, Sergio Rapu, el primer antropólogo de sangre rapa nui, demostró que los moais originalmente tenían ojos: la parte blanca era de coral mientras que el iris era un disco tallado en escoria roja o en obsidiana.
Respecto de la técnica utilizada para trasladar las monumentales tallas por kilómetros de suelo escarpado, desde las laderas de los volcanes hasta los altares ubicados cerca de la costa, hay por lo menos cinco teorías. El noruego Thor Heyerdahl, que realizó el publicitado viaje en la balsa Kon Tiki en su intento por demostrar que los primeros habitantes de Pascua pudieron haber llegado en realidad desde Perú, creía que los moais eran colocados de espaldas sobre un trineo de madera y arrastrados hasta su emplazamiento. William Mulloy, un antropólogo que trabajó veinte años en Pascua y que está sepultado en las afueras de Hanga Roa, sugirió el uso de dos grandes postes unidos en V, atados al cuello del moai, y un trineo curvo en forma de Y para proteger el vientre de la estatua, que yacía boca abajo sobre el trineo. Según Mulloy, al mover hacia adelante los postes y tirar de las cuerdas, la gran roca podía ser arrastrada aprovechando la curvatura del trineo. Otro antropólogo, Charles Love, logró trasladar un moai quinientos metros en el tiempo récord de dos minutos desplazándolo sobre rodillos de madera. Erich von Daniken, que simplificó la cuestión hasta el pasmo con un libro en el que afirma que las esculturas son obra de seres extraterrestres, sigue siendo inspiración inagotable de bromas en toda reunión científica sobre Pascua.
Campo de batalla
El volcán Rano Raraku, sobre la costa nordeste, es un magnífico escenario arqueológico para comprender la dimensión épica –y trágica– que alcanzó la consagración de todo un pueblo al rito de los moais. A medida que se asciende hacia el cráter, por la ladera que da al Pacífico, sorprende ver tanta grandeza y desolación resistiendo en un mismo campo de batalla. Detrás de las primeras figuras, entre las que se destaca el moai más grande jamás concebido –21 metros de altura y 182 toneladas–, el terreno en declive está sembrado de torsos partidos, rostros hundidos en la maleza y figuras decapitadas cuyas cabezas están dispersas. Fue aquí donde, según la tradición oral de los rapa nui, se libró una de las más sanguinarias batallas entre los clanes de los "orejas cortas" y sus enemigos, los "orejas largas". El sacrificio de los guerreros y de centenares de familias selló el destino de la mayoría de los antepasados de piedra.
La vista panorámica que se tiene una vez alcanzado el borde del cráter revela uno de los aspectos menos conocidos del nacimiento de las estatuas. En la pared interna del volcán, por encima del espejo de agua dulce en cuyas orillas pastan manadas de caballos salvajes relucientes, llegados hasta esas alturas como por arte de magia, se distinguen, a simple vista, los contornos de numerosos moais a medio esculpir. Algunos están todavía adheridos a la roca por la espalda. Otros tienen la cara cubierta por extraños tatuajes causados por los hongos. En ese gran yacimiento, que fue la gran cantera de los rapa nui y ahora parece un cementerio de dioses abandonado, bastó durante siglos el simple gesto de un hombre para que todo renaciera: el sacerdote señalaba con su brazo extendido un punto preciso en la roca y la legión de artesanos empezaba a darle forma a otra de las estatuas que marcarían el apogeo y la caída de la isla de Pascua.
Para saber más
www.turismochile.com/guia/isla_de_pascua
1
2Fue modelo, estudió en París, su ropa mezcla artesanía con pop y la eligen desde Lali a Moria Casán: “En Argentina somos bastante tímidos”
3La “Biblia Malvada” de 1631: la increíble historia del libro que desató un escándalo religioso
4Fue una de las artistas más queridas y 25 años después revelaron sus últimas palabras antes de su trágico final



