El equipo femenino de Brando viajo a San Clemente del Tuyu para tomar una clase y probar de que se trata. Entre barriletes díscolos y barrenadas en la orilla, crónica de una iniciación.
Marea bipolar
En un momento voy a estar exultante, completamente excitada, diciendo "¡por qué no hice esto antes!", moviendo los brazos como un titiritero eólico mientras correteo por la orilla y fantaseo que en cualquier momento seré un Flipper destinado a salticar por el mar cual Cristo milagroso. Y al siguiente, le estaré rogando al mismo Señor que haga desaparecer a todos de esta playa semidesértica, a todos, a los perros, a mis compañeros, a los turistas de fin de semana montados en el camioncito que va por la arena de punta a punta simulando que la costa de San Clemente del Tuyú es una geografía virgen; que se vayan, no quiero que vean cómo aterrizo como un zeppelín pinchado y quedo varada en la orilla convertida en Willy, pensando quién me mandó a hacer esto.
En el principio fue la idea Un día estás en el medio de una reunión de trabajo tratando de ablandar las sandalias nuevas por debajo de la mesa y, al siguiente, enfundada en un traje de neoprene que no hace que te veas como una sirena, precisamente, sino más bien como un leberwurst con casco, arnés y salvavidas. Sos la versión acuática y devaluada de un soldado clon de Star Wars. ¿Y por qué? Porque en la reunión de sumario alguien dijo "estaría bueno incluir en este número algún deporte acuático", y otro tiró "kitesurf, que está muy de moda", y otro agregó "sí, que alguien tome una clase y lo cuente como crónica" y todos se preguntaron "¿quién puede ser?", y yo dije "yo", sin tener demasiada idea qué era el kitesurf pero consciente de que hacer yoga una vez por semana no es lo que se dice estar en forma. Por suerte mis compañeros me dieron más que ánimo: la diseñadora y la fotógrafa dijeron "yo también, yo también", y así fue como las tres salimos a la ruta una mañana demasiado fría de diciembre con el entusiasmo de quien se aleja por un par de días de los oficios terrestres. Y con la ilusión de estar destinadas al mar.
Tobal, capitán de mar y aire Pero no. Cuando conocés a alguien como Tobal Saubidet te das cuenta de que vos, con tu piel desteñida y tus cervicales rectificas por pasarte con el culo en la silla todo el día, no sos de su especie. Tobal tiene el cuero curtido, pero no por el sol de temporada, sino por el que pega todo el año, el sol de la intemperie, el que te deja surcos en la cara como marcas de guerra. Tobal habla con onomatopeyas, dice "fiuuuuuuuu, saaaaaaaa, faaa faaaa faaa", sonidos que reemplazan palabras con las que no puede describir lo que pasa, lo que a él le pasa, cuando se monta sobre la tabla y maniobra las líneas para que el viento infle el kite y lo lleve mar adentro a toda velocidad, y lo traiga de nuevo a la orilla para que pueda hacer una pirueta para la cámara: Tobal se va a sacar la tabla en el aire, va a saltar a la arena y va a buscar con la mirada a la fotógrafa que no lo tomó, qué pena, porque se entretuvo con otro kiter acrobático. Pero no importa, porque él puede hacerlo cuantas veces quiera. Tobal siempre fue pez en el agua, desde que se subió a un optimist y se convirtió en el inalcanzable, hasta hoy, que es algo así como el Obi-Wan del kitesurf. De septiembre a abril, llega a la playa en su "chata", clava la bandera de Tobalkites como un colonizador y despliega su escuela móvil: cada alumno tendrá un instructor bajo su estricta mirada supervisora. Es que acá el error se puede pagar caro.
– Ahora los equipos son mucho más seguros, pero en 2001 se murió mucha gente, demasiada.– ¿Por el kitesurf? La pregunta es boba y obvia, pero quiero asegurarme de que estamos hablando de lo mismo: el deporte en el que estamos a punto de iniciarnos. - Sí, por el kite.
Llamen a Mitch Buchannon. Tobal cuenta que hubo quienes salieron volando y quedaron colgados del cuarto piso de un edificio (¿decir esto será una técnica preparatoria?), y otros no se murieron pero la pasaron feo. Como Costantini. Eduardo Costantini es un sobreviviente: cuando en 2003 el viento lo tiró contra unas rocas, el dios de Nordelta estuvo de su lado y sólo dejó que se le rompieran algunos huesos.
El chico que ahora está sentado en una reposera junto a una heladerita con latas de cerveza y restos del asado de la noche anterior, también lo es.
–Este santafecino nació de nuevo –dice Tobal y lo señala–. Ayer se fue mar adentro, zaa, zaa, zaaa, y como es nuevito, no supo cómo enganchar el viento para volver a la costa. En un momento sus amigos no lo vieron más. –¿Y? –Perdió la tabla y estuvo tres horas flotando sobre el kite, como a un kilómetro de la costa. Hasta que apareció un tipo en lancha y lo rescató. Dice que no tuvo miedo, está loco. –¿Es alumno tuyo? –Nooo, eso a mí no me pasa. ¿Estás lista?
Introducción: Aldo, Romina –la diseñadora– y yo nos ponemos el casco; Vera prepara la cámara y Aldo, nuestro instructor asignado, sonríe. Será porque parecemos corresponsales de guerra. Aldo es alto. Aldo es de Avellaneda, estudió un año de Filosofía, se pasó a Relaciones Públicas, coqueteó con filología y finalmente largó todo para viajar por Estados Unidos. Al llegar a Alaska tuvo su Into the Wild (parece que el film dirigido por Sean Penn con banda de sonido imperdible de Eddie Vedder tuvo sus influencias) y se preguntó qué podía hacer de su vida para estar en contacto con la naturaleza. Ahí fue cuando el kitesurf le cayó del cielo y terminó en isla Margarita, más precisamente en El Yaque, el paraíso de los kiters. Aldo tiene una voz suave y didáctica con la que nos enseña a armar el kite y dice palabras como "potencia", "líneas", "a las doce", "reacción", "body dragging", "ventana de vuelo", "medidas de seguridad" y cosas así, mientras Romina y yo ladeamos la cabeza, como dos alumnas de primer grado enamoradas de la maestra, y decimos sí, sí. Hasta que Aldo nos señala la costa.
–Ven, como está haciendo ella, mi novia.
Su novia tiene el pelo dorado, la piel bronceada y mueve el kite con una mano. Parece Pamela Anderson con la habilidad de Tom Cruise en Top Gun. Su novia se acerca, nos saluda. Su novia es encantadora, es perfecta para Aldo. Su novia nos despabila.
Primera etapa: morder la arena. El kitesurf es un deporte acuático pero el agua es lo último que se toca. Primero hay que caminar varias horas con el cuello torcido hacia el cielo tratando de que la cometa reaccione a alguna de nuestras órdenes. Romina, que desde hace bastante tiempo anda con ganas de encontrar un deporte de verano, se pone a la delantera y toma las líneas de un kite bebé como le indica Aldo. Hay que remontarlo, nada más que eso. Sube, sube, sube y pumba. Otra vez: sube, sube, sube y pumba. El gran barrilete cae hacia la derecha y hacia la izquierda como la aguja de una balanza. Hasta que escucho que grita "ah, ah, ya entendí, ya entendí", y algo sucede, porque antes de que el kite se vuelva a clavar en la arena, Romi hace una maniobra de muñeca y faaaaaaa, remonta de nuevo, y fiuuuuuu, vuela. "Yo quiero, yo quiero", pido, y lo mismo: primero la gran frustración, la torpeza y la caída. Después, la epifanía. El cuerpo empieza a entender de qué se trata todo esto: los brazos son el timón y se manejan solos, no hace falta que el cerebro intervenga.
–Sólo hay que interpretar al viento. Sintetiza Aldo. Aldo es un poeta.
La secta del aire. En el mundo los Aldos se multiplican. No son exactamente como él, claro, pero parecidos: son aquellos que encontraron en este deporte patentado en 1987 por los hermanos franceses Dominique y de Bruno Legaignoux, al dios de su religión. Ni tan hippies como los surfers –un equipo completo de kite está en los 3000 dólares– ni tan de elite como los regatistas, los kiters tienen su idioma, sus cuatro por cuatro, sus páginas en Facebook para compartir el fanatismo, sus mundiales, sus héroes deportivos, al WindGuru como oráculo y a las playas en las que el viento sopla a más de veinte nudos – Jericoacoara en Brasil, Fuerteventura en Las Canarias, Sharm El Sheikh en el Mar Rojo– como lugar de peregrinación. Los kiters saben que están de moda y que hay que aprovecharlo. –En siete meses tuve 250 alumnos, de entre 25 y 60 años. De esos, un 20 por ciento lo sigue practicando –calcula Tobal, que ofrece cursos intensivos con sánguches de jamón y gaseosa incluidos y a los iniciados los lleva a navegar a Brasil, Perú, Chile y Venezuela. Si alguna de nosotras será parte de ese 20 por ciento, todavía está por verse.
Segunda etapa: tragar aguaAldo nos hace creer que somos unas genias. Incluso ahora, que nos tocó la etapa del bodydrag. En criollo: barrenar en la orillita. Claro que una cosa es dejarse empujar por una ola mientras papá saca una foto desde la sombrilla y otra es meterse al agua con traje de neoprene, chaleco salvavidas, casco, arnés, una barra enganchada al arnés y un kite de seis metros –enganchado a la barra con hilos–, que se infla y desinfla como una medusa mientras vos, sintiéndote un ballenato –habíamos dicho Willy, cierto– levantás la cabeza para no tragarte el océano Atlántico de una bocanada y tratás de manejar las líneas para que la vela te arrastre paralela a la orilla, mientras Aldo te levanta el pulgar y sentís que necesitás mucho más que un pulgar para levantar tu moral. Es el momento en el que pensás: qué lejos estoy de ser Flipper.
Tercera etapa: se las debo. –En treinta horas de práctica salen navegando tranquilas. Nos alienta Tobal mientras descuento mentalmente las seis que hicimos hoy y calculo los litros de agua que nos faltarían tragar para poder subirnos a la tabla y sentir el empujón en los brazos y la sensación de que, finalmente, estamos navegando.
Son las siete de la tarde y en la playa no queda nadie excepto nosotros. En el mar, casi nadie: sólo uno de los alumnos avanzados de Tobal que, sin duda, ya entró en el 20 por ciento que no abandona. Apuesto a que Romi también estará en esa porción: cagada de frío, con la ropa húmeda y el estómago crujiente, averigua cuándo, dónde y cómo seguir. Yo, por ahora, sólo necesito volver al agobio de los oficios terrestres para recuperar el envión.
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