
La elección de París
Este es un nuevo relato tomado del libro de Jean-Pierre Vernant, notable especialista francés que editará próximamente el Fondo de Cultura Económica
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¿Para quién será la manzana, el premio de la belleza divina? ¿Para Atenea, Hera o Afrodita? Los dioses no pueden resolver. Si Zeus tomara la decisión, satisfaría a una diosa a costa de las iras de otras dos. Soberano imparcial, ya ha determinado los poderes, influencias y privilegios de cada una. Nuevamente será un mortal el encargado de hacerlo. Una vez más, los dioses trasladarán a los hombres una responsabilidad que ellos se niegan a asumir, tal como les han destinado las desgracias o los destinos funestos que no desean para sí mismos.
Sobre el monte Ida, en ese lugar de la Tróade, la juventud heroica aprende sus lecciones. Como en el Pelión, abundan las tierras baldías; es un lugar distante de las ciudades, los campos cultivados, los huertos, un espacio de vida dura y rústica, de soledad sin otra compañía que los pastores y sus manadas, de cacería de animales salvajes. El joven, convertido él mismo en un salvaje, adquiere allí las virtudes del coraje, la resistencia y las destrezas propias del hombre heroico.
El personaje escogido para resolver la competencia entre las tres diosas se llama Paris. Tiene un segundo nombre que proviene de su infancia: Alejandro. Es el menor de los hijos de Príamo. Cuando Hermes y las tres diosas descienden sobre la cima del Ida para pedirle que arbitre y declare cuál es la más bella, Paris está vigilando las manadas de su padre. Es una suerte de rey pastor o pastor real, muy joven, en la flor de la adolescencia. Ha pasado una infancia y juventud extraordinarias como hijo menor de Hécuba, esposa del rey Príamo de Troya, esa gran ciudad asiática en la costa de Anatolia, tan rica, bella y poderosa.
Poco antes del parto, Hécuba soñó que no daba a luz un ser humano sino una antorcha que incendiaba la ciudad de Troya. Naturalmente, preguntó a un adivino o a sus parientes conocidos por su destreza para interpretar los sueños qué significaba aquello. La respuesta fue la más evidente: el niño provocaría el fin de Troya, su destrucción por el fuego. ¿Qué hacer? Lo que hacían los antiguos en esos casos: consagrar el niño a la muerte sin matarlo, es decir, exponerlo a los elementos. Príamo entrega al niño a un pastor para que lo abandone sin alimento, abrigo ni defensa, en esos parajes solitarios donde se ejercita la juventud heroica, no en el llano cultivado y poblado sino en el flanco de esa montaña remota, entre los animales salvajes. Exponer así a un niño es entregarlo a la muerte sin mancharse las manos con sangre, enviarlo al más allá, hacerlo desaparecer. Pero el niño no muere. Cuando el azar dispone su regreso, posee las cualidades de quien, habiendo sido consagrado a la muerte, ha sufrido y superado esa prueba. El hecho de haber atravesado victorioso los portales de la muerte en su nacimiento mismo resplandor, le confiere el resplandor de un ser excepcional, un elegido. ¿Qué le ha sucedido a Paris? Se dice que al principio una osa lo ha alimentado con su leche durante varios días. Por su manera de caminar y de ocuparse de sus pequeños, la hembra del oso suele ser vista como una suerte de madre humana. Alimenta al recién nacido, que luego es descubierto y recogido por los pastores del rey en el monte Ida. Ellos lo crían, desde luego, sin saber quién es. Lo llaman Alejandro en lugar de Paris, el nombre que le habían dado sus padres.
Pasan los años. Un día, un emisario del palacio real viene a buscar el toro más bello de la manada real para un sacrificio fúnebre que Príamo y Hécuba desean realizar por el niño que han enviado a la muerte, para honrar a aquel de quien debieron deshacerse. El toro es el preferido del joven Alejandro, quien decide acompañarlo y tratar de salvarlo. Como en todas las ceremonias fúnebres en honor de un difunto, además de los sacrificios se realizan competencias: carreras, lucha y lanzamiento de la jabalina. Alejandro compite junto con los demás hijos de Príamo contra la elite de la juventud troyana. Gana todas las competencias.
Atónitos, todos se preguntan quién es ese joven pastor desconocido, tan hermoso, fuerte y diestro. Deifobo, un hijo de Príamo que reaparecerá más adelante en esta historia, está embargado por la furia y resuelto a matar al intruso que ha vencido a todos. Persigue al joven Alejandro, quien se refugia en el templo de Zeus, donde se encuentra su hermana Casandra, una joven virgen muy bella que ha rechazado los amores de Apolo. En venganza, este dios le ha otorgado el don de la clarividencia infalible, pero que sólo sirve para agravar sus desgracias porque nadie cree en sus predicciones. En ese momento exclama:
¡El desconocido es nuestro pequeño Paris!
En efecto, Paris-Alejandro muestra las mantas en las que estaba envuelto cuando lo abandonaron. Basta que las muestre para que lo reconozcan. Su madre Hécuba está loca de felicidad, y Príamo, un anciano bondadoso, recibe con júbilo a su hijo. Paris ha sido reintegrado en la familia real.
Cuando las diosas conducidas por Hermes, a quien Zeus ha encargado que se ocupe del asunto en su nombre, vienen a visitarlo, él ya ha recuperado su linaje real, pero conserva el hábito de visitar las manadas de las que se ocupaba en su juventud. Es un hombre del monte Ida. Paris recibe a Hermes y las tres diosas, sorprendido e inquieto. Asustado porque cuando una diosa se muestra a un ser humano en su desnudez, en su plenitud de inmortal, esto suele terminal mal para el espectador: no tiene derecho de contemplar la divinidad. Es un privilegio extraordinario y a la vez un peligro del cual no se sale impune. Así, Tiresias perdió la vista después de contemplar a Atenea. En ese monte Ida, Afrodita, descendida del cielo, se acostó con Anquises, padre de quien será Eneas. Después de yacer con ella como con una simple mortal, a la mañana Anquises la contempla en toda su belleza divina. Lleno de terror, le implora:
-Sé que estoy perdido, que en lo sucesivo jamás podré tener contacto carnal con una criatura femenina. Quien se ha unido con una diosa, no puede yacer entre los brazos de una simple mortal. Su vida, sus ojos, su virilidad, quedan anulados.
Entonces, al principio Paris está espantado. Hermes lo tranquiliza. Le dice que le corresponde elegir, entregar el premio -así lo han resuelto los dioses- y arbitrar, señalando a la más bella entre las tres. Es una situación embarazosa. Las tres diosas, cuya belleza sin duda es equivalente, tratan de ganarlo con promesas seductoras. Cada una jura otorgarle un don único que sólo ella está en condiciones de brindarle.
¿Qué puede ofrecerle Atenea? Le dice: "Si me eliges, tendrás la victoria en todos los combates de la guerra y una sabiduría que todo el mundo te envidiará."
Hera declara: -Si me eliges, tendrás de mí el poder real, serás el soberano de toda Asia, porque como esposa de Zeus, en mi lecho se inscribe la soberanía.
En cuanto a Afrodita: -Si te inclinas por mí, serás el gran seductor, todo lo mejor del mundo femenino será tuyo, y en particular la bella Helena, cuya fama está extendida por todas partes. Cuando te vea, no podrá resistir. Serás el amante y esposo de la bella Helena.
Victoria guerrera, soberanía, la bella Helena, la belleza, el placer, la felicidad con una mujer... Paris elige a Helena.
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