
Lejanas batallas del tango (I) 1924. El Vasco ain en la santa sede
En este texto –el primero de tres que el autor escribió sobre la presencia internacional del tango, y que se publicarán en este espacio los próximos domingos– se cuenta la historia de Casimiro Aín, que bailó ante Pío XI el Ave María, de Canaro
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Los archivos de la Cancillería argentina y de la Secretaría de Estado vaticana conservan los detalles de aquellos curiosos hechos o pericias.
Reconstruyámoslos. A las 9 de la mañana del 1º de febrero de 1924, Casimiro Aín (el Vasco o el Lecherito), pálido y seguramente un poco aterido (invierno), sale del hotelito de la via Torino que le reservó la embajada y sube a un taxi. Lleva una modesta valija con los elementos esenciales: botines abotonados, pantalón de fantasía con trencilla, chaqueta negra con vivos, pañuelo al cuello, o lengue de seda japonesa y un puñal de madera que le parecerá conveniente no agregar al atuendo. Lleva puesto el invariable chambergo borsalino, el gacho gris arrabalero, de cinta ancha y ribete negro en el ala. Símbolo del malevaje rioplatense.
El representante argentino ante la Santa Sede, embajador García Mansilla, había obtenido una audiencia especial del papa Pío XI para una exhibición de tango bailado, entonces reprobado por la Iglesia y por muchos sectores, no sólo católicos. (Sería el mismo embajador al que le tocó en España la Guerra Civil y cumplir la generosa orden de salvar vidas españolas.)
Aín era un profesional mentado (había sido contratado por el Jockey Club de Buenos Aires para los festejos del Centenario de la Independencia). En el curriculum vitae presentado a la secretaría vaticana, obviamente se omitió su actuación artística en las casas de Madame Blanche y en la de la Negra María de Nueva Pompeya.
El Lecherito fue recibido por un capitán de la Guardia Suiza y conducido por dos monseñores hacia la biblioteca. Seguramente sintió en ese momento todo el horror en que lo habían metido.
No es difícil imaginar que al vestirse de malevo, a esa hora de la mañana y para presentarse ante el Santo Padre, de acuerdo con su esquema de referencias, le debe haber parecido tan duro como comparecer ante el comisario de la 1ª con los bolsillos atiborrados de anotaciones de quiniela. Debió sentir que todo aquello era como la antesala del infierno, por lo menos del purgatorio.
De vestuario pasó a la sala donde el Santo Padre estaba rodeado de dignatarios de uniforme y jaquette. No se había invitado señoras, por las dudas.
Se puede imaginar que García Mansilla le hizo un guiño porteño de complicidad para animarlo en aquel atroz trance. Después del avasallador éxito del tango en París, entre 1911 y 1913, el negocio de los discos, grabados en Düsseldorf y Francia y por la famosa RCA Víctor, era un hecho económico importante, el puritanismo bregaba por su excomunión.
Dicen que Pío XI desde su trono, con su voz baja pero dulcemente autoritaria, sólo murmuró: Avanti, figliolo. Procedi.
El vasco hizo una seña conventual al maestro del Coro Vaticano que había sido convocado para ejecutar en el armonio aquella música que tal vez fingió desconocer. Se oyó el dos por cuatro del tango Ave María, de Pirincho Canaro. (Fue la composición de título más piadoso que se pudo encontrar en una lista de piezas donde los mismos son más bien no santos.) El mismo Canaro tenía algunos más bien laicos, como Rascame la rabadilla y ¡Qué fideo! El choclo, El fierrazo, Dos sin sacar, eran títulos laicos y sinceros del tango alegre y bárbaro de los burdeles, antes de la nostalgia y del existencialismo.
Era difícil desencadenar el verdadero tango en esas circunstancias que frenaban desde la travesura intencionada hasta el canyengue, que es una forma de caminarse, abrazado a una mujer, por los parajes de la infancia ida, por las propias culpas y triunfos, por aquel verdadero amor perdido. El tango es un ritual íntimo, caminando...
Con sabiduría diplomática se había decidido que el vasco no bailaría con la alemana Peggy, que era su compañera profesional en sus actuaciones en el cabaret El Garrón de Montmartre. Hubiera sido una garrafal imprudencia diplomática que García Mansilla no cometió.
Su compañera, estirada y despreciativa ante aquel malevo exótico, era la señorita Scotto, que se desempeñaba como traductora en las oficinas de la embajada. Por supuesto que nada de falda con tajo ni de zapatos de tacón alto. La falda de la señorita Scotto, azul oscura, llegaba bien debajo de la media pierna, como la de las monjas holandesas de ahora.
Con toda seguridad, dadas las circunstancias, lo que salió fue un tango deshuesado. Se omitió el ocho, la sentadita y otros acercamientos juguetones, que además la señorita Scotto no habría tolerado. Aín escondió, como pudo, los secretos demonios del tango, que no son pocos. El tango es nocturnal, amoral, compadre, tolerante con el crimen. Divide a las mujeres entre la Madre y las putas. A los hombres, entre trabajadores y rufianes. Simplemente piensa que la vida es una herida absurda, que Dios es grande, pero se equivocó.
Todo contoneo quedó extirpado de raíz. El tango aquel quedó como un remoto arquetipo, una idea platónica contra la cual ni el Papa ni sus más preocupados monseñores habrían encontrado argumentos condenatorios. Era un tigre sin dientes, una bataclana con atuendo de monja.
Desde entonces las acusaciones clericales contra el tango carecerían de respaldo teológico: el Santo Padre le regaló al vasco Aín una medallita de plata con la imagen de Nuestra Señora de Loreto. Debe haber disimulado una sonrisa indulgente ante la sobreactuada corrección del Lecherito y el embajador, que seguramente creyeron, muy porteñamente, haberlo engañado.
El Papa demostraba más tolerancia con el tango que el juicio puritano que éste mereciera en los mayores y más importantes intelectuales argentinos de la década del 30: Lugones y Martínez Estrada. Para el primero era una simple obscenidad, coreografía de burdel. Y escribe Martínez Estrada en La radiografía de la Pampa, a diez años de aquella pericia vaticana: No busquemos en el tango música ni danza: aquí son sólo dos simulacros. No tiene las alternativas, la excitación por el movimiento de los otros bailes, no incita por el contacto casual de los cuerpos. Son cuerpos unidos que están, como en el acoplamiento de los insectos, fijos, adheridos... Es lo que precede a la posesión concertada, pagada. (Grave error este de Martínez Estrada, ajeno a la noche y los burdeles de aquel Buenos Aires deliciosamente infame. El tango no es instrumento de seducción, es post-coitum.)
Por suerte, Pío XI no quiso ver nada de estas cosas que incriminó nuestro recordado moralista. Presumo, tengo para mí, que la universalización del tango debe tener una gran deuda con la señorita Scotto.
El autor es escritor y embajador de la República Argentina ante el Reino de España






