Luchar contra la intolerancia en un país donde las tradiciones pesan
"Una ensalada Caesar, pero sin croutons", le digo al mozo, y el resto de los comensales me mira raro. "Dale, no seas ridícula, pedí una milanesa", me pincha uno. "No como milanesa", explico. "¿Sos vegetariana?", se escandaliza otro, con ganas de empezar a odiarme y para cuando arranca con "éste es el país del asado" le digo que no, que yo no como harina. Creo que es peor. Los fundamentalistas del "nadie puede tener costumbres alimentarias diferentes" comienzan a ponerse rojos de ira. Los ánimos están caldeados.
Las personas suelen enojarse, entre un poco y muchísimo, cuando se encuentran con alguien que practica alguna restricción alimentaria. Y necesitan escuchar que es físico, que no es por opción, que un médico prohibió el consumo de, en mi caso, gluten y harinas, y sólo así bajan un poco la guardia, aunque no del todo. Si digo que soy celíaca se calman, pero siempre después de un cuestionario suspicaz. Si no declaro enfermedad alguna y explico los síntomas (falta de energía, insomnio, pesadez, náuseas, hinchazón) no hay forma de pasar la prueba y comer en paz. Los irrita mi abstinencia como si los estuviera obligando a practicarla.
En aquella mesa sin croutons éramos un grupo de colegas en un almuerzo. Algunos nos conocíamos y otros, no. Después de pasar el test, noté estas reacciones que, a grandes rasgos, sirven para hacer un mapeo de lo que suele pasar siempre:
1. Un 25 por ciento de los presentes perdieron el interés y no participaron de la mesa interrogadora a la pobre chica sin harinas.
2. El 75 restante, se dividió en: a) una minoría que estaba enfáticamente de acuerdo, más que yo, con mi decisión alimentaria y b) una amplia mayoría que me discutía, o se enojaba y hasta uno me dijo una guarangada. Sí, insultos.
Abandonar las harinas no fue fácil. Al principio de mi abstinencia me sentí como Mark Renton en Trainspotting cuando deja la heroína, pero en vez de alucinar un bebé muerto gateando por el techo yo veía sándwiches de miga. Después de dos días con dolor de cabeza y las manos temblando, me levanté la tercera mañana renovada. Ya estaba del otro lado. Ahora es fácil, porque las ganas de comer harina no son físicas y la gula mental pasa cuando registro y compruebo, una y otra vez, lo bien que me siento sin ella. Aunque el entorno a veces no ayuda. Es muy difícil conseguir una comida al paso, por ejemplo, porque la oferta callejera es mayormente de pizzas, tartas, empanadas y sándwiches. Pero aprendí a ir con una banana o una manzana en la cartera. Y a hacer omelettes en lo de mis amigos cuando llaman al delivery para pedir una grande de muzzarella. Y cuando todos meriendan facturas, no me importa nada: siempre tendré el pochoclo y las tutucas. Y el que se enoja, me resbala.
La autora es escritora y periodista