El primer desencuentro amoroso puede ser, también, la oportunidad de descubrir la banda de sonido de nuestra historia.
Por Santiago Llach
Me acuerdo de la primera vez que me dejó una chica. Silvina. Fue confuso. En diciembre, bailamos apretados el último lento de Peter Cetera del año, el último de muchos, pero el último también de nuestras vidas: en el futuro no habría más. Fue en un salón de la peatonal de Recoleta: nuestra primera fiesta de 15. De todas las veces que bailamos lentos ese año, esa fue la que más cerca estuvimos. Mientras Peter susurraba, en anglais: “Esta es una noche clara, y acá estamos parados los dos; hay tantas cosas que quiero decirte”, Silvina apoyó sus pies encima de los míos, me inmovilizó. Y su comisura de los labios casi que rozó la de los míos. Ahí estábamos parados los dos, y yo quería decirle tantas cosas. Pero no le dije ninguna y tampoco le di un beso, ni tendría otra oportunidad de dárselo: nunca más. Erré un penal con el arco vacío y perdí el campeonato. En el verano, me encontré con una amiga suya en la playa, y me dijo que Silvina me mandaba saludos. Pero las cosas se diluyeron en marzo, su papá me atendía el teléfono fijo, pero ella no, y poco más tarde supe que estaba de novia con otro.
Lo supe una noche, cuando me la crucé en una fiesta y la vi agarradita de un chico alto, grande y hermoso. Esa noche inventé mi deporte nacional, que las chicas me dejaran; nos quedamos a dormir varios en lo de mi amigo Charly y a la mañana siguiente me tomé el tren, me bajé en la estación Rivadavia y fui al Carrefour de Vicente López a calmar mi mortal desazón haciendo compras. Fui directo a la parte de música y agarré un casete de tapa amarilla con una leyenda en el interior de la hojita informativa: “Esta grabación debería reproducirse a un volumen elevado”. A veces me pregunto si tengo desarrollado el sentido de la metáfora; esa mañana, me lo tomé literal. Fui al altillo de mi casa, donde me refugiaba del mundo, y puse el casete a todo volumen. Esperaba rockanroll. Pero lo primero que escuché fue un punteo de guitarra con toques bluseros y un coro venido del fondo de la garra del dios afroamericano. Unos segundos más tarde un bocazas decía, románticamente: “Oh, una tormenta amenaza hoy mi vida. Si no consigo algún refugio, ay, sí, voy a desaparecer”. Después, había un crescendo y ese coro negro era más rockero que 200 guitarras crudas del metal. Era mi primer casete de una banda de la que mucho había oído hablar. Era, errante, “Gimme Shelter” (Let it bleed). Los Rolling Stones. El disco ideal para el día siguiente a la noche en la que por primera vez te rompieron el corazón. Lo dejé sonar.
En “Love in Vain”, el bocón londinense se iba de excursión a Yoknapatawpha, al sur profundo de los Estados Unidos, y Keith Richards hacía hablar a la guitarra, del blues al country. La letra del original de Robert Johnson habla de dos luces en la parte de atrás de un tren que se va, una azul, “my baby”, y una roja, “mi mente”. Poesía.
Dejé que el casete siguiera sonando a todo volumen en mi Panasonic. En “Country Honk” (aka “Honky Tonk Women”) y “Let It Bleed”, los Stones seguían empantanados en el Delta del Mississippi, con Richards llorando acordes como mandolinas y Jagger cantándoles al exceso y a la dependencia emocional. Los blanquitos seguían explorando la sagrada música negra en “Midnight Rambler”, y “You Got The Silver” –sabría, googleándolo, 30 años más tarde– era la última aparición de Brian Jones, tocando la autoarpa unos meses antes de ahogarse con cocaína y fundar el Club de los 27, al que se sumarían más tarde Jimi Hendrix, Jim Morrison y Kurt Cobain.
Para terminar, una especie de versión maldita, interminable y coral de “Hey Jude” de los primos Beatles, “You Can’t Always Get What You Want”, me calmó y me enloqueció a la vez. Sin poder captarlo del todo –tropezaría muchas veces más con piedras idénticas–, aprendí algo, y no tanto a partir de las letras, que no entendía del todo, como de la música: la experiencia es lo que conseguimos cuando no conseguimos lo que queremos. El vacío chillón de una ruptura sentimental: hay que atravesarlo. La música, la gran música, nos dice de qué está hablando en el mismo instante en que algo fracasa. Hubo un gran silencio después de que terminó el disco: como si se dieran cuenta de que me pasaba algo, mis padres no protestaron el volumen. Solo se oía el coro de silbidos graves del final del casete vacío. Si quería volver a escucharlo, tenía que pararme y rebobinarlo; lo haría centenares de veces esos años. Pero ahora estaba exhausto, sin paz pero con la música exacta para contarme lo que sentía. Me quedé dormido.
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