Monjes benedictinos: en el nombre de Dios
Un equipo de la Revista convivió durante varios días –en una abadía en Entre Ríos– con una orden religiosa cuyos integrantes renunciaron al mundo para pasar en clausura toda su vida. Cómo son las jornadas de estos hombres dedicados exclusivamente a la búsqueda espiritual
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La puerta es enorme y el cartel, en letras de bronce, advierte: "CLAUSURA, NO PASAR". La abadía del Niño Dios –y su clausura– están aquí, en las afueras de la ciudad de Victoria, Entre Ríos, desde 1899, cuando tres monjes benedictinos llegaron de Belloc, Francia, para fundar la que sería la primera abadía benedictina de Hispanoamérica y que hoy alberga a casi treinta hombres que siguen las reglas de San Benito, fundador de la orden. Es miércoles de agosto, tres de la tarde. Francisco Robles Muñoz –Paco– es el prior, y es pequeño. Bajo su hábito negro parece escapado de un Jedi del subdesarrollo.
–Vengan, pasen, pasen –dice Paco, y empuja la puerta que dice "CLAUSURA, NO PASAR".
Una puerta que atraviesan pocos. Pocos hombres. Casi ninguna mujer.
Las puertas de la clausura
Del otro lado hay pasillos, amplios como ríos, y un edificio de paredes anchas, organizado en torno de un patio central. Paco camina, su hábito tras él como el ala de una mariposa oscura.
–Llevamos una vida como cualquiera, como cualquier familia normal.
Los miembros de esta familia normal se levantan a las 4.45, hacen la oración de vigilia a las cinco de la mañana, a lo que sigue una hora de lectura en silencio en sus celdas –lectio divina– y la oración de laudes a las siete. Desayunan. Trabajan, vuelven a orar al mediodía, almuerzan, descansan, hacen otra hora de lectura silenciosa desde las seis de la tarde, organizan misa y oración de vísperas a las siete, cenan y oran por última vez –completas– a las nueve de la noche. Después, el mundo se apaga. Nadie vuelve a hablar, salvo urgencias médicas, hasta después del desayuno.
–El silencio nocturno es sagrado. Uno es medio anacoreta –reconoce Paco, que descubrió su vocación durante un retiro espiritual, a los 20 años. Entonces dejó novia, padres y todo lo que poseía en este mundo.
–Sólo traés algo de ropa. Al principio te cuesta desprenderte de cosas, pero después descubrís la felicidad que hay en eso. No tenés nada a que aferrarte. Esa es una libertad muy grande.
Las celdas, los cuartos donde viven los monjes, están en la parte vieja de la abadía. Las puertas tienen rótulos: hermano Fermín, hermano Miguel, hermano Luis. Paco abre las puertas de su celda. Una cama, una silla de plástico, la Biblia en tomos, un teléfono de línea, un celular, un equipo de música, una foto de sus padres. Pocas cosas. Y ni siquiera le pertenecen. Cuando un monje hace votos solemnes, debe firmar ante escribano público un documento en el que renuncia a la capacidad de poseer y según el cual todo es propiedad de su congregación. Pero ahí, en la celda de Paco, entra todo lo que necesita: entera, toda su libertad.
Detrás de las paredes de la clausura, en el parque, en las celdas, nada se mueve. Se habla en susurros. La paz, dicen ellos, es este silencio sólido, esta parálisis de siesta.
–La gente se pregunta: "¿Para qué están estos tipos ahí encerrados?" –dice Paco, caminando ahora por el parque–. En realidad, el objetivo de una vida contemplativa es la oración en comunidad. El sentido de la clausura no es nada raro, sino preservar un espacio para que la comunidad pueda vivir esta intimidad con Dios. Por eso la gente no puede entrar en la clausura. Nosotros comemos en silencio, escuchando alguna lectura que hace un hermano, y sólo nos acompañan a veces otros religiosos varones.
–¿Por qué están restringidos esos espacios a las mujeres?
–Sabés que no sé. Pero no creo que sea para cuidar la castidad de los monjes, porque si no te la cuidás vos, no te la cuida nadie. El otro día estaba navegando por Internet y de pronto aparecieron imágenes pornográficas. Y no pasa nada, las sacás.
Sólo para tus ojos
Además de obtener ingresos por la comercialización de algunos productos –licor, dulce de leche, miel–, a la abadía llega dinero gracias a la hostería que funciona en el mismo edificio y en la que los huéspedes –religiosos y laicos– tienen derecho a un cuarto sencillo y a comida servida por los propios monjes. Los fines de semana, la hostería, con capacidad para 80 personas, estalla. Y no es que sea un hotel de lujo. En la puerta del pasillo que lleva a los cuartos un cartel dice: El silencio es un medio para lograr la paz, colabore. Los cuartos son angostos, tienen pocas cosas. Una cama, una mesa, una silla, un lavatorio, un cuadro, dos toallas, dos sábanas, un par de frazadas. En la mesa, un papel recuerda los horarios feroces para quienes quieran unirse a la jornada. Casi todos quieren.
En misa de las siete –en la iglesia helada– hay tres monjas y una decena de personas, entre huéspedes de la hostería y habitantes de Victoria. Los monjes cantan, ajenos a todo, y mientras el cordero de Dios saca el pecado del mundo, por la ruta pasan autos con niños chillones, una mujer ceñida trepa al estribo de un camión y en la ciudad de Victoria los bares abren sus puertas, los restaurantes fogonean sus cocinas, las casas empiezan con el ajetreo de la cena.
Aquí no. Aquí terminan misa y comunión a las ocho, y huéspedes y monjes marchan a cenar. Los huéspedes comen entre susurros, en un reducto con luz floja y platos de lata: sopa, pizza, agua. Los monjes comen lo mismo, pero sin hablar, en algún lugar de la clausura.
En la cocina de huéspedes, dos mujeres se afanan limpiando platos. Una de las puertas de la cocina comunica con la clausura, pero ellas nunca fueron. No saben qué hay ahí. Entonces la puerta se abre y el hermano Luis Nascimento, un misionero de 48 años, barba oscura, dice:
–Paco me dijo que los llevara a ver la cena de los hermanos.
Luis camina rápido. Atraviesa un pasillo. Las puertas del comedor se abren. Ahí están. En mesas dispuestas en U, cenan, sin levantar la vista del plato, escuchando la voz de un monje que, en un púlpito, lee un texto de San Benito. Una voz que se abre paso sobre el estruendo de tenedores contra platos de lata, y que de pronto cesa. Aunque está a metros de distancia, se ve: el monje lector está enfurecido. Se llama Salvador, tiene más de 80, entró en la clausura a los 14 y nunca, en toda su vida religiosa, se topó con un fotógrafo en la cena, con una mujer espiando la ceremonia secreta.
–Seguí leyendo, Salvador –ordena Paco, y Salvador sigue.
Después, el tiempo de gracia termina y las puertas del comedor vuelven a cerrarse. Quién sabe hasta cuándo.
La hora de Dios
A las 6 de la mañana ha pasado ya la oración de vigilia y le sigue a eso una hora de lectio divina –una lectura a solas, en cada celda– antes de la oración de laudes. Después, sólo después, el desayuno. El fin del silencio.
Las celdas de los monjes están cegadas. Puertas, claraboyas, todo se cierra para favorecer la contemplación de su dios sublime. En la celda de Paco, Paco lee. El Evangelio en voz baja.
–A veces, con una buena taza de café, porque si no me duermo –dice en un susurro.
A las ocho, durante laudes, mientras los monjes alaban en la capilla, dos obreros en el patio delantero fuman y lidian con maderas y serruchos sin saber que adentro este puñado pide por ellos, por sus mujeres, por los hundidos, por los pobres, por los tristes, por todos los que andan –dicen– en sendero de sombra de muerte. Pero los obreros no se enteran. Uno da una calada, dice algo. El otro ríe. Pasa un auto. Después, otro más.
Hasta que sangre
Son tres. Un postulante de 18 años –Edgardo– y dos novicios, Claudio, de 31, y Fabián, de 26. Para probar que su vocación es fuerte y que el espíritu aguanta el encierro y la soledad, postulantes y novicios pasan los dos primeros años de vida religiosa sin salir del monasterio, sin recibir visitas, ni hablar con los huéspedes ni leer el diario, excepto una vez por semana. Para mirar televisión hay que pedir permiso, de modo que, de a poco, pierden, olvidan, se escapan de la vanidad del mundo. Edgardo tiene a su madre enferma de cáncer en Buenos Aires y pudo salir por una semana con permiso del abad.
–Yo le dije a mi madre que siento la necesidad de dejar todo esto para ir a verla, y ella me dice que no, que siga mi meta.
–¿Y cuál es tu meta?
–El cielo. La gloria máxima. Los religiosos son las almas que menos tienen miedo de la muerte. Tal vez son las que más la desean, porque son las que están con más ganas de ir al Esposo.
Edgardo fue catequista desde los 14, y dice que sufría todo tipo de exclusiones por ir tanto a la iglesia, por ser tan sacristán, tremendo monaguillo.
–"Comevela", "chupacirios". Esas cosas me decían. Una vez fui a bailar porque mi familia me decía: "Sos joven, no viviste nada". No me gustó. A mí no me importa mi juventud, es como que ya sé todo, y no me interesa nada.
Fabián sonríe. Hace dos años que está en el monasterio y sabe que la euforia de Edgardo ya pasará.
–Ahora la vida en el monasterio es menos estricta –dice–. Los hermanos mayores cuentan que antes se flagelaban con una disciplina, una especie de latiguito, dos veces a la semana. Pero hoy todo ha cambiado mucho. Usted, por ejemplo, debe de ser una de las pocas mujeres que caminaron por las celdas y los claustros. Porque ni las monjas van. Y entran contados hombres. Por eso imagínese que el padre Salvador se quedó descolocado ayer cuando los vio. Hace tantos años que está acá y nunca vio en el comedor gente que no fueran los hermanos. Mucho menos una chica.
Más tarde, en el parque, está el padre Salvador, sin hábito: boina, anteojos de sol, suéter y pantalón de lana.
–Yo entré al monasterio en el ’57 y volví a ver a mis padres recién 9 años más tarde. Era inhumano. Antes ni soñando hablábamos con una mujer. A nosotros nos enseñaban que ustedes eran el diablo, disculpame.
Por regla de San Benito, cuya base es la frase Ora et Labora (reza y trabaja), los benedictinos deben procurarse el sustento. A la abadía del Niño Dios no le va mal con la premisa. Además de recibir huéspedes,de ella dependen un profesorado, el Instituto Privado John Fitzgerald Kennedy, con 269 alumnos de nivel inicial y primario y 350 de nivel secundario; el Instituto Superior del Profesorado San Benito, con tres profesorados, cuatro tecnicaturas y unos 300 alumnos; un tambo de 250 vacas, un colmenar que llega a dar 30.000 kilos de miel y una fábrica donde se producen miel, dulce de leche y licores de la marca Monacal. El producto más tradicional es el licor dulce, una mezcla de 73 hierbas cuya fórmula ideó en los años ’50 el hermano Germán Eberlé y que se produce desde 1962. La fórmula de la esencia del licor sólo la conocen el monje que la produce y el abad de turno. Germán Eberlé le pasó el secreto al al hermano Jorge Martínez y él, a su vez, al monje que la prepara actualmente, Roberto Tentor. La fórmula permanece guardada bajo siete llaves por el abad, Carlos Martín Oberti, de 42 años.
–La fórmula no se comparte con la comunidad –dice el abad–, porque no es necesario y además porque no todo hay que saberlo en la vida, y aun sabiéndolo, no hay por qué decirlo.
Los monjes ya no ponen manos a la obra en todos los procesos. En cambio, ocupan a 25 personas de Victoria que producen cinco tipos de licores, a razón de 1200 botellas por día en temporada alta, y dulce de leche, a razón de 500 frascos por día. La marca Monacal se aplica también a derivados del propóleos y fitoterápicos. Hace un par de años decidieron perfeccionar la distribución, y ya lograron que los productos Monacal estén en los supermercados Jumbo, en las dietéticas, en las casas de delikatessen.
–También queremos exportar –dice el abad– porque nuestros productos son de invierno. Si pudiéramos exportar durante el invierno europeo o de Estados Unidos, nos equilibraría.
¿Cuál es el límite del crecimiento, el coto para la ambición humanísima de ganar dinero? La plata que ingresa por la venta de productos la utilizan en la construcción de una hostería para los turistas, que llegan a la abadía a comprar productos, que son los que dan dinero para construir una hostería. Etcétera.
La donación
Luis Nascimento es el monje que administra la abadía, la fábrica, el tambo, las colmenas. El trabajo, no, no le gusta.
–Es espiritualmente insalubre. A mí me gusta estar en mi celda, sin hablar con nadie. Si yo pudiera estar una semana encerrado en mi pieza sería feliz. Entré a los 26, y hasta ese momento tenía una vida… normal. Bares, amigos. El cambio de vida es muy brusco. Al principio, irme a dormir un sábado a las nueve de la noche me parecía rarísimo. Después perdés noción de lo que pasa afuera. A veces me dicen: "Che, ¿te enteraste de que pasó tal cosa?". Y yo digo: "Mirá, primero tenés que explicarme quién es esa persona". Y afuera a esa persona la conoce todo el mundo. Pero acá, por ejemplo, no poseer nada te hace sentir realmente libre.
En mi casa tenía muchísimos libros, y cuando pregunté qué podía traer acá, el abad me respondió: "Tus ropas". Tuve que dejar todos los libros. Acá nadie tiene dinero. Si un monje quiere ir a Victoria, tiene que pedir plata para el taxi o el colectivo. Pero lo más difícil es el voto de obediencia. Los primeros años me tocó ir en la mañana a limpiar los canteros de la lechuga. En pleno invierno estaba todo escarchado y se me quebraban los dedos. Yo pedía guantes y los monjes me decían: "¿Qué quiere?, en invierno hace frío, ¿le va a poner una estufa a la lechuga?". Pero esas cosas me hicieron fuerte.
Suspira. Después dispara.
–Igual, un tiempo después doné los libros a la biblioteca del monasterio. Ahora están acá.
–Vos tenías una novia.
–Sí.
–¿Y la donaste a la biblioteca? –pregunta Martín Lucesole, el fotógrafo. La carcajada de Luis llena el cuarto, y durante un rato nadie puede volver a decir nada que suene demasiado serio.
Ese perro sigue ahí
Angel Veronesi usa una gorra de lana con los colores de Boca, alpargatas. Hace décadas que está en el monasterio.
–Yo entré a los 12 años. Sentí la vocación desde chiquito. Mi familia era devota. Vengan, que les quiero mostrar la huerta.
El auto al que invita tiene tierra, papeles, telarañas. Un perro –una bolsa de huesos y desgracias– se acerca cuando Angel sube al auto. Un tajo le rebana el ojo izquierdo. La cavidad parece vacía y el perro chorrea una sangre brillante, roja.
–Mi perrito. Es muy fiel –dice Angel.
–Ese perro está lastimado.
–Es buenísimo. La vez pasada lo atropelló un auto. Por eso tiene la patita así.
–Pero está lastimado en el ojo.
–Ah, ¿sí? No lo vi. Bueno, vamos a ver la huertita.
El auto avanza a los tumbos por la banquina y se esfuerza por no quedar bajo las ruedas del Scania tecnicolor que se avecina. Doscientos metros más adelante está la huerta.
–Mire, acá tenemos la remolacha, el perejil, el repollo.
En un galpón, a la sombra, el perro sangra, imparable.
–Es muy linda la vida del monje –dice Angel, de regreso al volante–. Yo estuve en tantos peligros, y dije no. Yo pude entregarle todo a Dios y me mantengo virgen hasta la muerte. No he conocido nunca el cuerpo de una mujer. Ni en fotos.
Angel estaciona frente a la abadía. El perro corrió tras el auto las pocas cuadras que separan la huerta del monasterio. Tiene la lengua afuera. Costillas: una, dos. Cinco.
–Cuando estuve en Roma, que hay muchas estatuas desnudas, no miraba. Porque te viene la tentación. Es más fuerte para uno la tentación que para los otros, que están ya brutalmente hechos para esas cosas. El sacerdote puro y limpio no busca más mujer. A mí una vez una chica me dijo: "Padre, estoy más enamorada de usted que de mi novio". Y yo me dije: "¿Voy a dejar de evangelizar almas, de dar la comunión? No". El corazón se apena, pero la entrega a Dios puede más.
–¿No fue a alguna playa, en Italia?
–Sí. A San Marino. Ahí miraba y decía: "Señor, te lo entrego a ti". El Reino de Dios, hermana. Lo demás vendrá por añadidura. Bueno, ahora me voy a descansar.
Angel se pierde camino a la clausura.
El perro sigue ahí. Jadea.
Al día siguiente, a media mañana, Angel dice que se acabó.
–Se acabó el perro, nomás. Lo acabaron los otros. Me lo mataron los otros perros.
Si nada de este mundo importa, si el cielo espera, la muerte de este perro no debería revestir el menor interés.
Esa noche, en misa de siete, no sucede nada especial.
Ellos cantan con unción en sus sitiales. "Me concediste un palmo de vida. Mi vida es nada ante ti". Antes de cenar, Luis Nascimento mira el cielo nocturno –y las estrellas heladas en el cielo– y dice:
–Miren las estrellas, cómo se ven, qué lindas.
En un rato empezará el silencio nocturno.
Luis lo espera con ganas. Todos los demás también.
Por Leila Guerriero
Para saber más
www.abadiadelniniodios.com.ar
San Benito, el fundador
San Benito nació en el año 480 en Sabino, Umbría, Italia. Su hermana gemela, Escolástica, también fue santa. A los 15 años, sus padres lo enviaron a estudiar a Roma, pero él, horrorizado con la vida licenciosa de sus compañeros, se fugó cuando tenía 20 años a las montañas, a una cueva donde pasó los siguientes tres años de su vida como ermitaño, y sintió que Dios le pedía reunir a los monjes en una casa para estar en permanente alabanza de su nombre. En el año 530, construyó la abadía de Monte Cassino y sentó las bases de la vida monacal en un reglamento que llamó La Santa Regla. Fue un poderoso exorcista, virtud que se le reconoce aún hoy, cuando su cruz es sinónimo de protección contra malos espíritus según la devoción popular. Murió en el año 547.
Dónde están
- Para comunicarse con la abadía del Niño Dios hay que llamar al 03436- 421082 o escribir a abadiadelniniodios@ciudad.com.ar
- La Confederación Benedictina tiene en el mundo 335 monasterios masculinos, con 9000 monjes, y 840 abadías, con 16.000 monjas.






