
Norma Aleandro, cita con el mal
Ella encarna a Ella en El juego del bebé, de Albee, en el Maipo. Ella, aquí, desmenuza a Ella y recorre los intersticios del oficio actoral
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Ella tiene el sugestivo encanto de las divas. La piel perfecta, los ojos como pulpas de uva negra rodeados de ese volumen capilar que tan bien le sienta al marco de la cara, y una distancia glacial que irá acortando de a poco, según le convenga. La presencia de Norma Aleandro transmite la misma sensación; aunque tiene pocas cosas en común con este personaje glamoroso y sin nombre (sólo Ella) que ahora encarna en El juego del bebé, la obra de teatro escrita por Edward Albee, el dramaturgo norteamericano que adora provocar con el absurdo.
La pieza, que fue estrenada en Londres en 1998 por el mismo autor, no tiene una lectura definitiva ni ordenada y al principio resulta extraña para un público acostumbrado a puestas más lineales. Sin embargo, no temiendo subir a escena un texto que le hinca el diente a la inocencia, la obra cosecha aplausos efusivos. La crítica ha dicho que su actuación está dentro de lo esperado: es realmente sobrecogedora. Ella, que desdeña ese papel de gran actriz donde hace tiempo la han colocado los críticos y los colegas, dice no temer que la gente se quede boquiabierta después de la función, porque activar los mecanismos del pensamiento es el único objetivo del teatro. En una época donde triunfan los reality shows, las comedias livianas, los textos sin hondura, El juego del bebé se propone retomar este ejercicio que parece olvidado en el fondo del placard.
-¿Cuál sería una lectura correcta de El juego del bebé?
-Esta obra tiene tantas lecturas como quieras o puedas. El mismo personaje de Jorge Marrale, al comienzo, pregunta ¿qué es la realidad?, ¿qué no lo es?, ¿es algo mentiroso? Estamos acostumbrados a hablar sobre la verdad o la realidad que vemos o creemos en ese momento pero, bueno, la vida no es así. El autor trabaja todo el tiempo con estamos haciendo una obra porque mete una obra dentro de una obra. Son dos personajes absolutamente teatrales que no son personas, y otros dos personajes que son personas, y que son los más fáciles de entender porque cuentan su historia y lo que les pasa. Los otros invaden desde el humor, lo que crea una situación rara entre el público, porque se ríen de cosas de las que después dirán: ¿Cómo me estaba riendo yo de eso? Acá, el autor elige contar una historia a través del humor, una historia terrible donde el poder termina sometiendo y haciendo una especie de lavado de cerebro a dos personas.
-El poder podrían ser dos personas que han perdido la ilusión y ahora son escépticas y crueles. ¿En eso nos convertimos a la vuelta de la vida?
-Eso se puede ver así. También lo podés ver como un rito de iniciación: como sale uno de un estado de inocencia, de pureza, a vivir en un mundo que está lleno de todo. Un mundo inesperado, donde las cosas buenas de pronto se transforman en malas, las malas se transforman en buenas, gente agradable que se transforma en desagradable.
-Es un momento especial en el país, ¿cree que el público está tan sensibilizado como para captar esas sutilezas?
-Sí. Existe una especie de desprecio por el público, como si las cosas difíciles no las pudiera entender. Y en realidad, el público anhela que lo lleven por caminos que hoy no se transitan, a pensar por tu cuenta, a que nada te lo den digerido. Es una obra que podría terminar de una manera, o contarse de tal otra, pero lo importante es pensar qué me quiso decir.... Ahora empezamos con los debates después de la función.
-¿Por qué el debate?
-Lo he hecho con Ibsen y otros autores, y es maravilloso. Hay piezas que merecen un análisis más profundo que verlas y después ir a comer. Con esta obra, la gente se va conversando con distintas versiones cada uno. Es lo que nos pasaba cuando empezaron a llegar las películas de Bergman. Nos quedábamos en los cafés hasta la madrugada, preguntándonos si era la muerte jugando al ajedrez, si esas mujeres en Gritos y susurros... Nos abría la cabeza.
-El bebé es la excusa, pero ¿cuál es el juego de Albee?
Esta obra es de 1998, la montó él primero, después se la dio a un inglés y la montaron en Londres, y ahora se montó con mucho éxito en Nueva York. Además del tema del bebé, con el que uno si quiere se puede poner psicoanalítico, porque Albee fue un niño abandonado por sus padres biológicos y luego adoptado por una familia que parece que no fue muy buena con él. Pero lo interesante es que él nunca hace autobiografía. Parte, como todos los artistas, de algo subjetivo y personal, y hace una obra para que a vos te pasen otras cosas.
-¿Algo de su personaje se proyecta en su historia personal?
-Ensayando la obra me vino como un flash de una cosa que me pasó a los 20 años, y que fue descubrir que gente muy bella, divertida, inteligente, culta y amorosa, realmente cálida, eran dos siniestros personajes. Fue una desilusión terrible. Uno esperaba que los malos tuvieran siempre cara de malos, o uno notarlo, por lo menos.
-¿Cómo fue esa desilusión?
-Yo estaba en la casa de descanso de los actores, en las sierras de Córdoba, porque venía de un principio de tuberculosis. Me levantaba a las 6 de la mañana, desayunaba y salía a caminar por la montaña. Todos los días, a la misma hora, veía pasar a un viejito caminando con su sombrerito. Me saludaba, lo saludaba. Un día se acercó. Era alemán, un encanto. Nos hicimos amigos. El era parquista y me llevó a ver los jardines que había proyectado, las casas estaban cerradas, pero como chicos saltábamos las cercas. Me contaba de cada árbol, por qué había puesto tal árbol, en tal lugar, que a la tarde pasaba y los atravesaba la luz, era una maravilla de conocimientos. Hablábamos de literatura, de música, de pintura. Era una suerte encontrarlo por las mañanas, porque era invierno y en las sierras no había nadie. Vivía en un lugar muy alejado del pueblo, y un día me invitó a tomar el té para conocer a su esposa y su parque. Como estuve varios meses me enseño alemán, muy poquito, porque no era fácil. Una tarde salimos bastante temprano para su casa. Recuerdo que era un laberinto llegar hasta ahí, era un bosque divino y, en medio de eso se abría, de golpe, una casita tipo Hansel y Grethel, absolutamente alemana, preciosa, chiquita. La esposa era una viejita como un dibujo, con su delantal a cuadros y ese olor a tortas en la casa. Tenía, efectivamente, una biblioteca excepcional, y tomamos el té, charlamos, ella era tan intelectual como él. A mí me impresionaba cómo se miraban, con amor. Yo decía, Dios, qué maravilla cómo se tomaban la mano, cómo me llevaban a recorrer cada cosa que habían traído de Alemania, relojitos, adornitos. Como le dije que me gustaba Wagner, puso El anillo de los Nibelungos y subimos a ver la biblioteca, que estaba en un entrepiso. Ella leía mucha poesía, ficción, novela. A él, en cambio, le gustaba más la filosofía, la antropología, la historia, etcétera. Empezamos a ver libros, todos en alemán, y de pronto los dos se miran pícaramente, se sonríen y sacan un libro de la biblioteca. A ver, a ver... si sabe qué es esto. Lo puse en la mano izquierda y decía Goethe, y me corregían la pronunciación, a ver, a ver. Era como una encuadernación de pergamino y manuscrito, un incunable. A mí me costaba entender el título, no sabía qué obra de Goethe era. A ver si adivina, a ver si adivina, y nada. Entonces me dicen: Es piel de judío.
-¿Y usted qué hizo?
-Ellos se reían... yo sentí que la mano... Salí corriendo en medio del bosque. Sentía miedo de ellos, de lo que había tenido yo en la mano. Estuve un mes en cama, nunca más lo vi, pero después supe que era un jerarca de las SS. Eran demoníacos.
-Eso habrá marcado un punto de inflexión en su vida.
-A esa edad fue algo muy revelador, empecé a mirar las cosas de otra manera.
-¿Ahora especula cuando se relaciona con las personas?
-No es especulación, pero trato de dejar pasar el tiempo para formarme una opinión sobre alguien. Ya no me fijo en lo que se dice, sino en lo que se hace. Dejé de fiarme de las palabras. Uno se convierte en alguien que empieza a confiar más en percepciones que en el discurso intelectual.
-Digamos que no cree en las máscaras.
-Me ha pasado de todo. He conocido gente mala, y también he encontrado en los peores momentos gente maravillosa, dispuesta ayudar porque sí, sin ningún interés detrás de la ayuda. Yo lucho contra mis propias miserias.
-¿Cuáles son sus miserias?
-Muchas, muchísimas. Son cosas que lucho en la vida para no tenerlas. Qué se yo, no perdonar ciertas cosas de cierta gente. Esto tiene que ver con la ética y la moral de uno, y de ciertos valores que para mí son difíciles de mantener, pero los mantengo a ultranza porque es lo que me hace sentir bien. Trato de no aceptar ningún tipo de corrupción en mi vida. Y eso no es fácil, aunque muchos digan lo contrario.
-¿Ha tenido muchas tentaciones en ese sentido?
-Muchas, como entrar en negocios que no me parecían limpios. O cumplir una función pública, por ejemplo, cuando no me siento capacitada para hacerlo. Varios partidos políticos me han ofrecido cargos públicos, y he dicho que no. Cada persona sabe qué y hasta dónde puede. Yo no las hago aunque me traigan beneficios económicos, o lo que fuere. Eso me ayuda a dormir bien.
-¿Es pesada la responsabilidad de ser la gran actriz argentina?
-Yo no cuido eso, no me tomo tan en serio. Lo que cuido es hacer personajes que me gustan, aunque sean pequeños.
-¿Alguna vez le faltó trabajo?
-Sí, durante el exilio, pero en España porque me costaba muchísimo salir. Estaba muy deprimida y lo primero que hice fue dirigirles una obra a Pavlosky y Susana Torres Molina. Ellos me empujaron a salir del placard. Empecé a viajar, a dar cursos afuera. Cuando volví del exilio hice La señorita de Tacna con mucho éxito. Después vino el gobierno de Alfonsín, hicimos La historia oficial, y luego no tuve trabajo. Entonces acepté ofertas de los Estados Unidos, trabajé cinco años allí.
-Le gusta especialmente el teatro, ¿por qué?
-Creo que a todas las personas nos gusta traspasar un poco los límites, y el teatro es un lugar que te da la posibilidad de volar. A los alumnos de teatro siempre les digo lo mismo, en la medida que gocen el subir a un escenario nunca se drogarán. Es tan maravilloso el vuelo del escenario y la actuación... es salir de tus propios límites físicos y pasar a una zona mucho más espiritual. Te da también la posibilidad de ponerte en el lugar del otro, que es algo que todos deberíamos hacer en la vida. Como actor es indispensable.
-¿Y no se le ha pegado ningún personaje?
-Yo no utilizo la memoria emotiva, es una vieja discusión que tengo con directores, porque durante muchísimos años la usé como la mayoría de los actores, pero es dañina, porque estás trabajando con un lugar sagrado que es tu mundo interior. Para mí el lugar de la actuación es el lugar de la inspiración, armarle el mundo al personaje hasta que tenga una vida propia como una persona. Cuando un actor te dice que no se puede despegar de un personaje es porque está padeciendo psíquicamente. Si hay una zona bien delimitada entre lo real y lo que no lo es, es el escenario. Es el lugar de los juegos, si vos salís de ahí y seguís llevándote la problemática del personaje o el carácter algo esta pasando con tu psiquis: el teatro nunca te puede hacer mal.





