Una tarde de junio paró el auto para acariciar a un perro que estaba en una esquina y se sorprendió con la reacción que tuvo el animal cuando subió a su coche y se sentó junto a él.
Lo hizo sin pensar. Pero algo en aquel perro de pelaje dorado que estaba sentado en una esquina disfrutando del sol había llamado poderosamente su atención. Detuvo la marcha del auto, lo estacionó y bajó a acariciarlo. Parecía una locura, pero necesitaba hacer contacto con aquel precioso animal. Nunca pensó que ese peludo color dorado lo seguiría hasta el vehículo, se subiría con él y lo acompañaría unas cuadras hasta la casa donde vivía con su mujer.
“Era tan sociable y digno que le dimos de comer pollo y lo volvimos a llevar a la esquina donde mi marido lo había visto, pues pensamos que tenía familia. Los manteros de la calle Alem en Monte Grande (de donde surgió luego su nombre de Leandro) lo felicitaban por haber conseguido familia. A las dos horas ya era parte de nuestro hogar”, recuerda Marilú Álvarez.
Sobrevivir a la indiferencia
Pero no todo había sido fácil y confortable en la vida de Leandro. Había vivido más de tres años en situación de calle junto a un carrero y el caballo que aquel hombre tenía. Leandro y el caballo pronto hicieron buenas migas y se daban ánimos con caricias en la cabeza. Hasta que el calvario del caballo un buen día terminó. Agobiado por sus días de tirar el carro, de sobrevivir bajo el frío, la lluvia o el intenso calor sin comida ni agua a disposición, de tolerar los latigazos y los golpes que le propinaban, su cuerpo dijo basta y se desplomó sobre el asfalto para finalmente descansar.
Leandro se alejó de la escena. Su instinto pronto le indicó que debía dejar aquel lugar oscuro y comenzó a vagar en soledad por las calles de Monte Grande. Durmió largas noches en el pasillo de una galería de la zona junto a otros perros que, como él, corrían la misma mala suerte de estar desamparados. Hasta que esa tarde se cruzó con ese señor que detuvo el auto para acariciarlo y su vida cambió para siempre.
Adoptar con el corazón
“Desde el primer momento fue un perro educado y amoroso -aunque a veces hacía algunas macanas y nosotros nos reíamos a escondidas porque nos daba ternura su cara de yo no fui-. Tenía su mantita, dormía con nosotros en la habitación y salía siempre a pasear con su correa. Hasta le habíamos improvisado un piloto con bolsas de consorcio para los días de lluvia”.
El día Marilú y su esposo descubrieron que Leandro sobrevivía en la calle, decidieron adoptarlo para siempre. ¿O en realidad era el perro el que los había elegido a ellos? De vuelta en casa, le pusieron el collar y la correa que había pertenecido a Lara, la perrita que había vivido anteriormente con la familia y se dirigieron al veterinario. Allí tuvo su primer examen médico: el profesional lo encontró en buen estado general. Le indicó un antiparasitario, pipeta de rutina y un buen baño con agua tibia y jabón para decirle adiós para siempre a la suciedad que había acumulado su pelaje después de tantos años en la calle.
Todos en el barrio lo conocían: el fotógrafo urbano de Monte Grande, los vecinos que lo saludaban al pasar y hasta el cura que lo bendijo en la Basílica de Lujan. “Ese día se portó como un lord inglés y después de ser bendecido, le permitieron bajar hasta el tesoro donde se echó un sueñito. Todo el mundo lo adoraba y él adoraba a todo ser de dos y cuatro patas especialmente si era chiquito”.
Pero el 25 de febrero de 2019 Leandro partió. “Jamás podremos olvidarlo, sigue vivo en nosotros y en todos los que lo amaron, muchísimos en Monte Grande y en su Facebook donde se dedicaba a difundir perritos en problemas y a contar chismes de la familia. Siempre fue nuestro callejero VIP (very important perro), hermoso, simpático, protector y digno. Amaba a la gente y odiaba a los carros tirados por caballos, así como a los perros oscuros y grandotes. Sé que mientras lo recuerde mi Leandro no morirá jamás”.
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