
Precursor de este oficio: el inolvidable Gato Dumas abrió la puerta a la cocina de calidad
Esta mañana desperté pensando en la historia de la cocina argentina y me sentí urgido a escribir sobre el Gato Dumas, un precursor de nuestro oficio de sabor. ¡Cocinero!, vociferaba cuando le preguntaban por su hacer. Él menospreciaba la palabra chef, por considerarla extranjera y algo arrogante.
Yo era muy joven cuando lo conocí. Lo visité en su despacho en la buhardilla de Clarks, Junín. Reinaba allí, esa mañana, un desorden apocalíptico, con platos y vasos de la noche anterior. Su simpatía y personalidad eran descomunales, hablaba con grata vehemencia y defendía sus puntos de vista con pasión. Mucho lo marcó en su vida y carrera su abuelo Lagos: atesoraba una foto de ambos vestidos de cocineros (el Gato tendría 5 años).
Lagos fue escultor y gran artista, en especial recuerdo sus acuarelas, que atesoraba. Mucha atención no me prestó el Gato al mencionarle mi afición por la cocina y mi residencia patagónica, donde me encuentro hoy, recordándolo y escribiendo estas líneas en un lugar remoto sin acceso a Google para acertar, con fechas y acontecimientos exactos, los hechos que me ocupa recordar. Como mi relación con él a través de los años fue en un mundo sin Internet, me pareció mejor homenajearlo así, desde la posible imprecisión de mi memoria, que está recostada del lado más cariñoso de los recuerdos.
Quizás el enorme éxito de este hombre fantástico se haya debido a que creyó siempre profundamente en él mismo y en sus realizaciones, que estaban rodeadas de aspectos extravagantes, como las jaulas de faisanes vivos en su comedor de Junín, o la redacción literaria de sus platos en el menú: "Los cochinillos a la mostaza de la bella Ivonne".
Fue el Gato quien jerarquizó con gloria nuestro hacer. A mediados de los años sesenta el Gato pasó un tiempo en Londres trabajando con Robert Carrier, un gastronómico que reivindicó la cocina inglesa con sus restaurantes y libros.
La carrera del Gato comenzó con La Chimere, en la calle Junín, a fines de los sesenta, que luego se convertiría en un Clarks. Muy cerca, abrió el Drugstore, que fue la pasarela obligada de la noche porteña, acompañado siempre por el mítico cocinero Ramiro Rodríguez Pardo, quien lo secundó en muchos de sus proyectos y luego condujo con elegancia por muchos años su restaurante Catalinas.
Debajo del Drugstore se encontraba Le Club, donde sonaba el mejor rock de la ciudad gracias al DJ Puma Rivero. En aquella época, brillaba también el Mau Mau, de Lata Liste, con su implacable portero Fraga y la elegancia más recóndita de la ciudad de Buenos Aires, allí sonaba Pata Pata, de Miriam Makeba; Fra Noi, de Iva Zanicchi, o Engelbert Humperdinck, Otis Reding y Frank Sinatra.
Tiempo después el Gato recaló en Buzios en una casa sobre el mar de lado a la posada de Hubert Casteja, que hacía un delicioso arroz a la griega. Durante aquellas extensas temporadas el Gato vivía con dos japonesas envuelto en pareos tahitianos, y todas las mañanas salía a bucear y pescar langostas y cavaquinhas. Lo recuerdo preocupado por las humedades tropicales que atacaban las acuarelas del Turco Lagos.
El Gato abrió la puerta a la cocina de calidad, a los sueños y romances de nuestro hacer y, sobre todo, logró que los cocineros tuviéramos un futuro promisorio con voz y voto en la idiosincrasia de nuestro país. Restaurantes y TV dejaron su huella. Pasan los años, pero la bella impronta del Gato vive aún en cada cuchillo patrio y en cada orden de comida que se despacha de nuestras cocinas.
Gracias, Gato, vos hiciste que todo sea posible. Gracias..., ¡cocinero! n







