Todos en algún momento de nuestra infancia tuvimos un yo-yo en nuestras manos. Acá un rescate emotivo que va directo al vínculo afectivo entre el juego y el mundo de las gaseosas.
Por José Montero
¿Te acordás cuando te llevaban de excursión con el colegio? Casi te perdiste la salida a una planta de Coca-Cola en Pompeya porque te olvidaste la autorización firmada. La vieja apareció con el papel cuando ya estaban subiendo al micro. La maquinaria fabril te pareció la NASA y la adrenalina subió cuando explotó una botella en pleno proceso de llenado. ¡Eso era peligro! Además, te regalaron un alfajor y un legítimo yo-yo Russell. Y no cualquiera, el pro-fe-sio-nal. Juego individualista y solitario el yo-yo. ¿Cuál es su origen? Algunos dicen que viene de China, como todo, aunque parece ser que el nombre le fue dado en Filipinas. En una copa griega del 440 antes de Cristo hay un dibujo en el que muchos aseguran ver un yo-yo. Rodó en Francia en el 1700, antes de que rodaran cabezas. Pero la era moderna comenzó en 1928, cuando un tal Pedro Flores, filipino-norteamericano, abrió una fábrica en California. En 1947, el campeón de yo-yo Jack Russell vio el filón e inauguró su propia factoría, orientada a las promociones, y ahí se incrustó el logo de Coca-Cola. El juguete tuvo idas y vueltas, épocas de furor y de olvido. Dependía de campañas publicitarias y de exhibiciones a cargo de campeones de yo-yo: señores grandes de saco y corbata que hacían la vuelta al mundo, el columpio, la estrella, el dormilón. Vos, con suerte, una vez sacaste el perrito. De tan frustrado quisiste desarrollar tu propia versión, mezcla de yo-yo, malambo y boleadoras. Lo revoleaste, lo golpeaste contra el piso, el hilo se cortó, rompiste una ventana y estallaron los vidrios de tu corazón. Chau, yo-yo. Tranquilo. Volverá. Todo vuelve. Como el yo-yo.
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