“Soy un sobreviviente exitoso”. Nació en un palacio italiano, vivió en un conventillo porteño y 10 años después fundó un imperio
El creador de la famosa marca de artículos de dibujo técnico habla de su infancia en Italia, su migración al país y sus primeros pasos como emprendedor
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Claudio de Pizzini recibe a LA NACION en sus nuevas oficinas de Villa Martelli (Buenos Aires). Detrás de su escritorio, en la pared, hay tres fotos submarinas que tomó durante sus viajes de buceo, una de sus pasiones. Es el día de su octogésimo quinto cumpleaños, pero para el empresario transcurre como un día más. Se levantó temprano, hizo sus 120 abdominales y 35 planchas, desayunó y salió de su casa rumbo a su oficina, previo pasó por la fábrica para controlar la calidad de sus productos. Pizzini, es el creador de los famosos artículos escolares que llevan su apellido. Durante la entrevista cuenta que, en sus inicios, él se encargaba de controlar una por una que todas sus escuadras tuvieran el ángulo exacto de 90 grados.
“Mi marca es mi apellido, por eso cuido la calidad de todos productos. Mi historia tiene altibajos, me reconvertí cinco veces. Creo que también tuve mucha suerte en la vida porque sufrí once accidentes muy feos y salí ileso”, dice.
-Usted es un resiliente.
-Me considero un sobreviviente exitoso.
Aquí la historia de un inmigrante que vivió (casi) toda su vida en el país y, aunque nunca se nacionalizó argentino, dice que ama la Argentina más que a su Italia natal.
Del palacio al conventillo, sin escalas
De Pizzini nació en el norte de Italia, un año antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial. “Nací en un palacio que está ubicado en Ala, provincia de Trento, sobre el lago de Garda, el más lindo de Italia. El palacio era majestuoso, tenía más de 60 habitaciones. Allí vivió un tiempo Mozart y también se alojaron Napoleón Bonaparte y el zar de Rusia Nicolás I. Mis antepasados eran terratenientes y tenían título nobiliario, de la alta nobleza italiana”, cuenta.
-¿Qué pasó cuando estalló la guerra?
-Mi padre era ingeniero, trabajaba para los alemanes en una fábrica que había en la montaña, a dos kilómetros de la casa, hacían repuestos para los aviones Caproni. Cuando la guerra llegaba a su fin lo que fue un paraíso se transformó en un infierno. Los alemanes, en su huida, pasaban por el lago de Garda... era casi un paso obligado para las tropas que venían del sur... Se escuchaban los bombardeos de los aliados. Por el miedo a las bombas, recuerdo que cenábamos muy temprano y dormíamos en un refugio con una frazada de ortigas. El final fue terrible, los cuerpos flotando en el lago... La última semana terminamos escondidos en una cueva, alimentados con agua y aceite de oliva. Cuando bajamos al pueblo, todo era un espanto.
-Entonces decidieron venir a la Argentina.
-Mi padre comprendió que no había futuro en Italia y viajamos a la Argentina porque hacía años que acá vivía mi familia materna. Llegamos en barco, un día de septiembre de 1946, yo tenía ocho años. En el viaje mi padre me decía que en la Argentina había chocolates y la leche salía de las canillas, pero cuando llegamos no había ni chocolates ni leche.
-¿Se encontraron con una realidad muy distinta?
-De vivir en un palacio terminamos en un conventillo en San Telmo. La primera noche me agarró un ataque de asma que me duró tres días.
-Un cambio difícil.
-Mi infancia en Italia, salvo el final de la guerra, había sido buena. En cambio, mi niñez en la Argentina fue durísima. Vivía enfermo, fui hijo único y muy sobreprotegido por mi madre, no comprendía el idioma, no interactuaba con chicos de mi edad, recién pude ir al colegio cuando tenía 12 años y mis compañeros se burlaban de mí, sufrí lo que hoy llaman bullying. Tampoco teníamos para comer porque mi padre como ingeniero era un genio, pero para los negocios era un desastre.
Al poco tiempo de su llegada al país se mudaron a Rosario, donde estaba la familia materna, que los ayudó a subsistir. “Aunque eran muy humildes, nos dieron un lugar para vivir. Me acuerdo que mamá no me podía comprar nada, ni siquiera una manzana deliciosa que salía cinco centavos porque no los tenía”, dice.
De la pobreza a la opulencia
-¿Cómo salieron adelante?
-En Milán, mi padre había sido profesor del politécnico. En un viaje a Buenos Aires se encontró con un exalumno que le propuso montar la primera fábrica de máquinas de escribir de Sudamérica. Evita les dio un terreno en Munro y la empresa se llamó EMA (Establecimientos Mecánicos Argentinos). Mi padre trajo un barco de Italia con los operarios electromecánicos, aún recuerdo cuando fuimos a buscarlos al puerto. Fue así que dejamos atrás la pobreza de Rosario, nos mudamos a Buenos Aires y volvimos a la riqueza.
-Un nuevo comienzo.
-De no tener nada, de pronto teníamos empleada doméstica, auto con chofer, un Chevrolet 47, y un departamento en la zona de Once. Luego, la fábrica de máquinas de escribir fue comprada por Remington Rand de Estados Unidos. Mi padre, con la indemnización que recibió, intentó un montón de cosas. Incluso abrió un taller metalúrgico, pero con el tiempo se fundió. Ahí se deprimió mucho. Pasamos de la extrema pobreza a la opulencia... Y después, otra vez, no teníamos ni para pagar la luz. Mi vida fue así.

“Todo lo que no pude hacer a nivel físico lo compensé con el estudio”
-¿Recuerda su primer trabajo?
-Era jovencito, un vecino tenía un pantógrafo, una máquina herramienta con la que hacía carteles que decían “abierto”, “cerrado”, “prohibido pasar”, entre otras. Yo aprendí a utilizarla y hacía también carteles.
-¿Cómo apareció la escuadra, su primera creación?
-Todo lo que no pude hacer a nivel físico lo compensé con el estudio. Terminé el secundario a los 16 y entré a la universidad a estudiar Ingeniería. En la facultad me pidieron un juego de escuadras que costaban 32 pesos. Para mí era una fortuna. Así que compré un pedazo de celuloide en un negocio la calle Uruguay, que todavía existe, y con las herramientas que tenía en el taller de mi padre, un fin de semana, hice el juego de escuadras y lo llevé a la facultad.
-De la necesidad nació un negocio.
-Un amigo me pidió que le hiciera un par. Después, apareció mi espíritu emprendedor y se me ocurrió llevar algunas escuadras al centro de estudiantes de Ingeniería. Me encargaron 200 y salí feliz. Pero la alegría me duró poco...
-¿Qué sucedió?
-Hice cálculos y descubrí que iba a demorar cuatro meses en hacerlas. Así que me asocié con un compañero de la facultad, que además era vecino. Trabajábamos los fines de semana y en dos meses hicimos las escuadras. Así arrancamos. Llegamos a tener una fábrica con 20 personas, todo cortado de plancha. En las escuadras yo mismo controlaba el ángulo de 90 grados. Hacíamos cosas muy buenas, tan buenas que en los colegios industriales empezaron a recomendar nuestras escuadras porque eran las únicas que tenían garantizado el ángulo.

-¿Cómo fueron los inicios?
-Al principio me iba hasta Avellaneda con las planchas enrolladas debajo del brazo porque no tenía la guillotina. Fabricar una escuadra necesitaba de trece procesos distintos. Comprábamos las planchas de celuloide, primero se cortaban en rectángulos o cuadrados, dependiendo del modelo, luego en triángulos. Después, para que quede bien liso, había que fresar todos los bordes, controlar el ángulo, luego vaciar el triángulo de adentro de la escuadra y biselar, hacerle los uñeros, milimetrado y la marca. La fábrica estaba en Villa Martelli. Alquilábamos un galponcito en el fondo de una casa, no teníamos ni baño. Había una polaca que tenia un bar a la vuelta de la fábrica y con mi socio íbamos todos los días, comíamos un sándwich y nos tomábamos un café con leche. Era todo lo que comíamos en el día, a cambio de que nos dejase usar el baño. En esa época me compré mi primer vehículo, una bicicleta.
-Fue un comienzo con mucho sacrificio
-Al tiempo, mi socio me abandonó. Un día me dijo que el negocio no era fabricar, que el negocio era comprar y vender. Y seguí solo.
Además del espíritu emprendedor, durante su juventud De Pizzini descubrió dos de sus pasiones: el buceo y la fotografía submarina. “Descubrí el mar a los 20 años y me enamoré del fondo del mar y de su ‘silencio azul’. Buceé en el Caribe, Mar Rojo, Polinesia, Micronesia, barrera de coral de Australia, barrera de coral de Yucatán, Chile... Lo único que me quedó es el carcharodon carcharias, el tiburón blanco en jaula, porque tuve que elegir entre dar una charla Ted o hacer ese viaje. Y elegí la charla. Hacía un tiempo que había escuchado la presentación de Steve Jobs y me emocionó hasta las lágrimas. En ese momento, me pregunté si algún día me iban a invitar a mí. Después de muchos años me llamaron, pero tuve que sacrificar el viaje. Hoy ya no lo puedo hacer, no me lo permite la edad”, cuenta.
-De no poder hacer deportes en su infancia, pasó a un deporte extremo
-Soy fanático del wakeboard, a los 85 años doy clases, enseño a saltar. Tengo una vida muy activa. Tengo cinco pasiones: la fotografía, el buceo, el amor, los deportes y la familia. Tengo tres hijas, dos trabajan conmigo en la empresa. Y también una nieta que hace unos días cumplió cinco años.

El cisne negro
“Con el tiempo fuimos evolucionando pero un día apareció un cisne negro: en la época de Alsogaray se abrió la importación y empezaron a venir de Italia una escuadras hechas por moldeo por inyección. Yo no sabía ni qué era. Yo vendía una escuadra a siete pesos con 13 operaciones para su fabricación y las que entraban al país, iguales a las mías, pero con dos operaciones, a tres pesos. Me encontré frente a la disyuntiva de cerrar la fábrica, ya tenía más de 20 empleados, o reinventarme. Y monté una fábrica de productos de dibujo de moldeo por inyección. Pasé de una fábrica artesanal a una tecnificada” cuenta.
-¿Cómo lo logró?
-Empecé a viajar por Europa, íbamos con mi señora a los albergues porque no teníamos dinero para pagar un hotel. Después fuimos a casas de familia y luego, cuando mejoré en fortuna, a hoteles. Toda la tecnología que veía la traje acá. En los 70 empecé con las plantillas de dibujo, cuando aún no estaba el Autocad. Fabriqué productos que en el mundo solo se hacían en Alemania... y en Pizzini, en Argentina.
Otro de los momentos en los que Pizzini debió reinventarse fue cuando quiso ingresar al país los tableros de dibujo. “Hace 30 años, en uno de los viajes a Europa, encontré que los tableros que se hacían en Italia eran de aglomerado enchapado en plástico, mientras que acá eran de rauli machimbrado. ¡Los italianos eran fantásticos! Así que traje el invento a la Argentina. Empecé a fabricarlos y, para venderlos, contraté un arquitecto -que hoy está jubilado y sigue trabajando part time conmigo- para que visite los centros de profesores de dibujo técnico. Invitábamos a los docentes a la empresa y les regalábamos un tablero. El primer año vendí 500 tableros y el segundo 15.000″.

Las grandes ligas
La empresa funcionaba muy bien pero a Pizzini le quedaba un desafío por cumplir, jugar en “las grande ligas”. “Me faltaba ser proveedor de los centros de diseño de dibujo técnico de las grandes empresas, de Ford, General Motors... En ese tiempo, el único que las fabricaba las mesas de dibujo era un suizo, pero eran horribles, muy antiguas y con unos tecnígrafos obsoletos. Como yo no tenía capacidad en mi fábrica para producirlas, me dediqué a importar mesas de dibujo de altísima tecnología de Italia. Y logré empezar a venderle a las grandes empresas... hasta que un día cerraron la importación. ¡Otra vez sopa! ‘¿Qué hago ahora?’, pensé.
-Otro cisne negro, ¿cómo lo resolvió?
-Monté una fábrica con 45 personas y empecé a producir las mesas de dibujo. El corazón del técnigrafo lo traía de Italia y el resto lo hacíamos acá. Fue un auge. A Techint le vendí 250 mesas completas. Todos compraban mis mesas. Pero con esa empresa perdí plata porque tuve tres sindicatos... ¡A falta de uno, tres! que me hicieron la vida imposible.
-Los empresarios dicen que es difícil emprender en la Argentina.
-Un paisano del Once una vez me preguntó si conocía el undécimo mandamiento: “Comprarás, venderás y nunca fabricarás en este país”. Es una gran verdad, triste pero cierta. Yo hace décadas que sigo pecando porque tengo espíritu de fabricante. Hoy ya no hay más fabricantes, se fueron todos: Faber, Bic, Edding, Pelikan... Las empresas están, pero las plantas de producción cerraron todas.
-¿Cuántos empleados tiene actualmente?
-Un poco más de 70. Y vendemos más de 600 productos.
-Tiene una empresa que funciona desde hace más de medio siglo, que atravesó los vaivenes de la economía y hasta una pandemia.
-La pandemia me hizo perder millones. Con los comercios, escuelas y universidades cerradas, se paró la industria. Fue tremendo. Todavía sigo exportando a España, pero hoy lo hago por una cuestión de costumbre, porque con un dólar a 270 pierdo plata.
-Este año publicó su biografía, “Pasión por la vida”. ¿Qué lo motivó?
-Hace muchos años que tenía este objetivo pero lo iba postergando. El año pasado, después de leer un libro que lo escribió alguien que había pasado por muchas cosas difíciles, me decidí... siempre hay que tener proyectos, es muy importante.
-Si mira hacia atrás, ¿volvería a repetir el camino?
-[suspira] Creo que no, a pesar de que tuve enormes satisfacciones. Me ilusioné mucho y tuve grandes desilusiones... Soy un sobreviviente.
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