
Tarzán en tiempos de depilación
Cómo se adapta el personaje al cuidado extremo masculino y los ecoparques
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El Tarzán de los primeros libros de Edgar Rice Burroughs se ha convertido en un personaje políticamente muy incorrecto. Hijo de la aristocracia victoriana colonialista, encarnación de la supremacía blanca y la superioridad de la cultura occidental sobre los pueblos no civilizados (se los asimilaba hasta principios del siglo XX con los primates), John Clayton III, Lord Greystoke, hoy difícilmente pueda considerarse el material más noble para la construcción de un superhéroe. Es tremenda la misión que asumieron los responsables de devolver al personaje al cine, cosa que, con la excepción de la versión animada de Disney en 1999, no ocurría desde mediados de los 80, cuando Hugh Hudson filmó Greystoke con bastante fidelidad al libro original (de 1912), con Christopher Lambert. Una superproducción, como la recién estrenada La leyenda de Tarzán, debe hacerse un lugar en un mundo donde la relación del hombre con la naturaleza (¿respeto o explotación?), con su cuerpo (¿con o sin ejercicio?, ¿con o sin pelo?) y con la alimentación (¡carnívoros, vegetarianos, veganos!) está permanentemente en cuestión, atravesando modas.
La misión de los realizadores de La leyenda... –entre ellos el director David Yates, el mismo de las últimas cuatro Harry Potter– era especialmente complicada porque, como señala en The New Yorker el crítico Richard Brody, hay “horrores racistas subyacentes, inescapables, que son constitutivos de la mera noción de Tarzán: la idea de que, siendo un hombre blanco criado por los monos, se trata del equivalente pálido de los africanos negros, su igual como fuerza de la naturaleza, pero con una aptitud natural para ser rápidamente civilizado y de que, siendo un hombre blanco, se trata del único compañero africano aceptable para Jane.” La nueva película arranca en la década de 1880: Lord Greystoke (Alexander Skarsgård, el vampiro Eric de la serie True Blood), ya civilizado e instalado en Londres, es convocado para participar de una invitación del rey Leopoldo de Bélgica para ver las “extraordinarias obras” que éste lleva a cabo en el Congo. Clayton/Tarzán se niega a volver al África (“hace mucho calor”), pero lo convencen de viajar con el argumento de que se sospecha que el monarca belga estaría esclavizando a la población. La culpa del hombre blanco termina por teñir este intento de adaptar el relato a sensibilidades modernas, dice Brody: “Los responsables del film se esfuerzan notablemente para enmascarar la historia bajo la forma de una misión política noble, las buenas vibraciones de los regresos al hogar (la selva), y la superación de enemistades de larga data. Pero las raíces condescendientes y etnocéntricas de la película quedan expuestas en algunos toques desafortunados y la película termina por parecer un esfuerzo por esconder la vergüenza que sus propios realizadores sienten por el tema central en sí mismo.”
El tema del choque entre cultura y naturaleza fue abordado por el cine de entretenimiento en las dos superproducciones que revivieron en la saga –siempre autoconciente de su operación– de El planeta de los simios. Los primates como el espejo en el cual mirarnos y reconocernos aun a nuestro pesar. Pero mientras que esos films proponen asumir la relación conflictiva, las sucesivas encarnaciones de Tarzán aparecen más refractarias a esa conexión con el mundo natural. De hecho, como corresponde al popular personaje, Skarsgård exhibe durante buena parte de la película su cuerpo muy trabajado y prácticamente lampiño en medio de la jungla: ése es su traje de superhéroe, mantenerse en cueros.
El descubrimiento de la falta de pelos –que lo distingue brutalmente y de manera inequívoca de sus padres adoptivos, los gorilas, y de toda la comunidad en la que ha sido criado– es de hecho un momento clave de revelación del personaje en el relato original; casi el ingreso a la adolescencia al revés (en lugar de aparecer pelos, desaparecen). En este sentido, Tarzán podría pertenecer a la cultura de principios de siglo XXI, que propone la depilación casi completa de mujeres y de hombres: los deportistas se exhiben en las publicidades sin vello corporal, se promocionan sitios para la extirpación del pelo sobrante en la figura masculina (primero era solo el excesivo, como el de la espalda y los hombros; ahora es también el del pecho) y muchas publicaciones discuten si la depilación total del vello púbico en mujeres no es una tendencia potencialmente dañina (en términos sanitarios, en tanto los pelos podrían proteger zonas sensibles de enfermedades e infecciones). Adiós a la idea de virilidad que promovían unas décadas atrás Sean Connery, Tom Selleck, el playero David Hasselhoff y el peludo emblemático del Hollywood de los 70 Burt Reynolds.
La depilación masculina fue abordada como chiste por Channing Tatum –superestrella metrosexual del mainstream del nuevo milenio, que fue stripper e interpretó a uno en Magic Mike, y habla en público del doloroso proceso de la cera caliente sobre la piel–; por Virgen a los 40, en una escena memorable con Steve Carell sometido a una sesión de lampiñización, y más en serio y reflexivamente por la película de culto Human Nature, del director Michel Gondry con guión de Charlie Kaufman, una historia de amor entre el doctor Nathan (Tim Robbins) y la hirsuta Lila (Patricia Arquette), cuya condición de mujer absolutamente peluda la lleva a abrazar la naturaleza, “viviendo como una bestia, desnuda y libre”, hasta que su deseo de compañía la lleva a volver a la sociedad. Ella lleva a un hombre salvaje (Rhys Ifans), que ha sido criado como un mono por su padre, un hombre de negocios que decidió abandonar la civilización tras el asesinato de Kennedy (porque los simios “¡no asesinan a sus presidentes, caballeros!”), a que lo civilicen en un laboratorio. Gondry y Kaufman usaron esa premisa un poco infantil para hacerse preguntas acerca de “naturaleza y crianza”, así como acerca de “qué es exactamente lo que constituye a un humano civilizado”.

En tiempos de menos zoológicos y más ecoparques, el otro eje de la relación de la civilización occidental con la naturaleza es el consumo cada vez más limitado y responsable de los productos provenientes de animales. Tal vez lo que mejor expresó Tarzán cuando apareció, un siglo antes de estas corrientes que se chocan –sobre cómo abrazarse a la naturaleza a la vez que asumir el lugar que nos corresponde como especie dominante– fue esa contrariedad, esa contradicción, esa ansiedad propia de la nueva civilización de la era industrial. “Yo quería jugar principalmente con la idea de una competencia entre la herencia y el entorno”, escribió Burroughs en el Writer’s Digest veinte años después de la publicación de su primer libro de Tarzán. “Para eso elegí a un niño de una raza marcada fuertemente por características hereditarias del tipo más noble, a una edad en que no puede haber sido influenciado por asociación con criaturas de su propio tipo, y lo arrojé a un entorno diametralmente opuesto a aquel en el que fue concebido.”
El de Tarzán es un regreso extremo a la naturaleza; aunque no le cuesta realmente adaptarse a la vida de privilegios e intelectualidad que le tienen reservada en Inglaterra como heredero de sus padres nobles, en sus aventuras él siempre ha preferido “despojarse de la delgada fachada de la civilización”, como escribe Burroughs; un cuchillo y una malla hecha de la piel de una fiera cazada cuerpo a cuerpo, y un poco de carne cruda como plato principal. “En su época, las novelas de Burroughs fueron populares porque Tarzán representaba la versión consumada del aventurero colonialista: un hombre blanco cuya civilidad noble le permitía comunicarse con y controlar a gentes salvajes y animales”, escribe el antropólogo Edgar Vivanco en Tarzan was an Eco-Tourist and other tales in the Anthropology of Adventure. “El Tarzán contemporáneo de las películas y los dibujos animados también es popular, pero tiene otras connotaciones. Ahora es el ecoturista consumado: un cosmopolita que se las arregla para vivir en armonía con la naturaleza, usando tecnología apropiada, y que ayuda a los nativos que no pueden resolver sus propios problemas.”
Hay un indicio, sin embargo, de que la perdurabilidad de Tarzán –más allá de que una película o una nueva novela puedan fracasar en su propósito– se debe a que desde sus inicios ha ofrecido un material básico que puede proyectarse de modos distintos para cada época. Eso de que la matriz del personaje es esencialmente polémica y que si queda algo por discutir alrededor de su figura, entonces vale la pena mantenerlo con vida. En los años 60, el escritor, ensayista y periodista Gore Vidal –quien en su juventud leyó las veintitrés novelas de Tarzán escritas por Burroughs– volcó sus reflexiones sobre el rey de la selva en un texto que hoy se vuelve inevitable para las lecturas revisionistas del personaje, pero que celebra por encima de todo la capacidad de Tarzán de encarnar una fantasía vital para cada uno de sus lectores.
El contexto va cambiando con los tiempos, pero el sueño de la fortaleza física y la superioridad siguen vigentes. “Hay algo básico en el atractivo del Tarzán de 1914”, escribió Vidal en 1963, cuando la popularidad de los libros de Burroughs acababa de experimentar una suerte de renacimiento, “que me hace pensar que aun hoy puede sostenerse como una figura de fantasía, un sueño diurno, a pesar del sofisticado desafío que le oponen dos de sus competidores contemporáneos: Ian Fleming y Mickey Spillane.”
Una fantasía para cada uno
Para la mayoría de los adultos, Tarzán (y el otro personaje más importante de Burroughs, John Carter de Marte) a duras penas pueden competir con la conspicua fiebre consumista de James Bond o la violencia enfermiza de Mike Hammer, pero para los chicos y los adolescentes, el viejo atractivo sigue en pie. Todos necesitamos la idea de un mundo alternativo a éste. De La República de Platón a Bondlandia, en todo nivel, la imaginación humana ha tratado de dar forma a algo mejor para sí misma que la sociedad existente. El hombre dejó el Edén cuando dejamos de caminar en cuatro patas, dotando a la mayoría de sus descendientes de una nostalgia así como de un crónico dolor de espalda. A su modo inocente, la leyenda de Tarzán nos devuelve a ese paraíso en el que, libres de ropa y de las inhibiciones de una sociedad opresiva, un hombre puede cumplir con su perpetua necesidad de, tal como lo expresó William Faulkner en su alto estilo confederado, prevalecer así como sobrevivir.
“La actual fascinación con el LSD y drogas no adictivas, por no mencionar el alcoholismo, forma toda parte de una sensación general de frustración y aburrimiento –escribió Gore Vidal–. El deseo individual de dominar su entorno no es un atributo deseable en una sociedad que cada día se vuelve más dominante. Como hay pocas vías de liberación para el hombre promedio, este debe recurrir a la fantasía. James Bond, Mike Hammer y Tarzán son todos sueños de uno mismo, y el objetivo de cada uno de ellos es establecer la primacía personal en un mundo que en el que la realidad disminuye lo individual. Entre los adultos, la creciente popularidad de esas vivaces ficciones inferiores me resulta un fenómeno más significativo e insoportablemente triste”.






