Transilvania
Además de la belleza de su nombre, esta región central de Rumania tiene el esplendor de los recuerdos que el tiempo agranda
Quizá para un argentino, Transilvania sea un lugar tan ignoto y lejano como para un rumano la Patagonia.
Y seguramente ambos tengan razón.
Para mí, Transilvania, además de la belleza de su nombre, tiene el esplendor de los recuerdos que el tiempo agranda.
Es como un sueño donde veo y reveo algunos viajes por bosques tupidos en su zona norte, a 500 metros de altura, casitas de madera y verdes valles con lagos en el sur. Veo ovejas pastando, flores de todos los colores, piedras, árboles cargados de frutos, viñedos y cultivos de todo tipo, olores, sabores y ríos (el Mures, el Tarnava).
Veo ciudades medievales y pueblos llenos de encanto, y la majestuosidad de su telón de fondo, montañoso, como un canto a la naturaleza: Brasov, Predeal, Sibiu, lugares ideales para ir de vacaciones.
En Transilvania nacieron hombres tan diversos como el pensador Emile Cioran, el famoso fotógrafo Brassaï, el tenista y empresario Ion Tiriac. Y los premios Nobel de Literatura, Elie Wiesel y Herta Müller.
Transilvania es el palpitante corazón de un país perturbador y siempre perturbado, rodeado por la imponente cadena de los Cárpatos, que es como una perfecta corona de montañas que encierra o protege una alhaja preciada. Esa joya es, precisamente, la meseta central de Rumania, la meseta de Transilvania. Su nombre, que proviene del latín, significa entre bosques (sería algo así como tierra entre los bosques), que es lo que, justamente, Transilvania es.
Transilvania, tan linda en su geografía y tan convulsionada por su historia ya que perteneció al imperio austrohúngaro y, tras la Primera Guerra Mundial, en 1918, quedó como parte del territorio rumano entre disputas y rencores. En ella conviven, desde entonces, sobre todo rumanos, húngaros y sajones, con sus idiomas, sus costumbres y sus culturas (desde sus trajes típicos hasta su idiosincrasia) tan diferentes y, a la vez, tan habituados ya a tener que compartir sus vidas.
¿Se comprende por qué cada vez que veo asociada a Transilvania con Drácula y el Castillo de Bran siento un poco de tristeza?
En realidad, el Castillo de Bran es un castillo luminoso, con un mirador desde el cual se abre una vista maravillosa que nada hace pensar en vampiros y sanguinolentas historias nocturnas.
Y, sin embargo parece pesar sobre Transilvania ese pesado destino ficcional. Quizá cambie algún día, cuando las hadas de Transilvania se rebelen, cuando los gnomos de los bosques hagan oír su voz, cuando se escuche una melodía transilvana silbada por un campesino o vibren las cuerdas de un violín gitano en YouTube, cuando unas mujeres muevan sus faldas típicas (fota) al son de una ronda contagiosa de alegría.
O cuando a algún documentalista se le ocurra buscar en Transilvania su esencia, es decir, aquello que los mitos truculentos y comerciales no permitieron ver hasta ahora, la otra cara de una pintoresca y misteriosa región de Europa del Este.
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