
Tras las huellas de los gauchos judíos
La llegada de aquellos primeros colonos a nuestro país, que la Secretaría de Turismo de la Nación rescata en un ambicioso programa que reúne las diferentes corrientes inmigratorias, es el primer paso de una serie de notas que la Revista inicia con este número. Se trata, ni más ni menos, de hablar de la identidad nacional a partir de la diversidad que la compone
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Eramos muy queridos por nuestros vecinos en la aldea. Cuando se hacía una fiesta, siempre nos invitaban con cariño y con honor.
Hasta que llegaron los tiempos malos. Primero, la indiferencia. De su mano, la maldad. Tras ellas, la miseria. Con la indiferencia, vino la soledad. Con la maldad, el temor. Con la miseria, el temor y la soledad, la necesidad de irnos de nuestro país.
¿Dónde? ¿Cómo? Y, sobre todo, ¿por qué?
Mis padres hablaban, hablaban afligidos. Pero a veces no hablaban. Y aquello era peor.
En el silencio de la casa, la tristeza se vestía de reina.
Si el silencio, como dicen, es la voz del alma, tan inextinguible es este silencio que se apoderó del enorme y centenario galpón de chapa acanalada y madera, albergue de las primeras familias llegadas de Rusia, allá por 1894, escapando de la persecución antisemita y los pogroms, las matanzas indiscriminadas que tuvieron su origen en 1881 tras el asesinato del zar Alejandro II. Si uno cierra los ojos, por ahí todavía oirá voces entremezcladas de niños y mujeres preparando sus camastros, ordenando sus mínimas pertenencias, o acomodándose a uno y otro lado de larguísimos tablones montados sobre rústicos caballetes, las mesas de los colonos, para compartir el Moide ani lefonejo mélej ai vekaiom –el rezo de la mañana–, el guiso del mediodía, el pan de la tarde, la sopa de la noche.
Este galpón de Villa Domínguez, a poco menos de 20 kilómetros de Villaguay, en el centro de la provincia de Entre Ríos, es uno de los iconos de la colonización agrícola judía en la Argentina, que iba a extenderse rápidamente por distintos puntos de las provincias de Buenos Aires, Chaco, La Pampa, Río Negro, Santa Fe, Santiago del Estero y Entre Ríos.
Sólidas vigas de quebracho soportan el peso de la vieja construcción, refugio inicial y momentáneo hasta su ubicación en los campos de familias desterradas por el odio y, como otros galpones de otros lugares de la Argentina, soportan, también, el peso de la historia. Ahí, protegidas por un silencio tan hondo que produce vértigo, están sus primeras huellas.
Alrededor de 250.000 personas reúne, hoy, la comunidad judía en nuestro país. Y sus raíces habrá que buscarlas en lugares como Moisés Ville, como Ceres, como Basavilbaso, como Villa Domínguez, como Colonia Dorá, como Carlos Casares, como Bernasconi, como Villa Clara, como Avigdor, como Charata, como Colonia Fátima, y como tantísimas otras localidades de esas siete provincias donde aquellas bobes y aquellos zeides, aquellos abuelos, anclaron sus ojos tristes en los campos desafiantes, hundieron sus manos en tierras desconocidas, casi vírgenes, y cruzaron sus miradas, sus costumbres y su religión con las de otras gentes que nada sabían de sinagogas ni de knishes ni de kipás ni de barbas largas, como nada sabían ellos de arados ni de empanadas. Nada sabían unos de otros. Tampoco nada se decían. Pero el destino estaba marcado.
Y llegó el día en que muy temprano, papá y mamá me despertaron. Me contaron que papá se iba. Se iba a ese país de nombre largo: Argentina. Mamá acomodó en los atados de ropa quesillo dorado y dulce, que había preparado con leche de oveja. Y carne de ganso congelada a la intemperie. ¿Cuántos sacrificios hiciste mamá para conseguir esos manjares?
“¿Qué busca el judío que huye de los países en donde está sometido a tensión hacia las naciones de ultramar?”, se preguntó el historiador Simón Dubnow. “¿Pan y libertad? No –se respondió– libertad y pan.” Dos hechos de enorme importancia iban a confluir para que la Argentina, en pocos años, se conviertiera en el tercer receptor mundial de inmigración judía: hace más de cien años la urgente necesidad de preservar la vida, por un lado, y la política de puertas abiertas para promover colonias rurales y desarrollar la agricultura, por el otro, terminaron por enlazar la Torá, la ley de Dios del judaísmo, con el Martín Fierro. En 1869, el primer Censo Nacional dejó al descubierto que la Argentina era el país más despoblado de América, con sólo un habitante por cada dos kilómetros cuadrados. De ahí que, en 1876, durante el gobierno de Nicolás Avellaneda, se sancionó la ley de inmigración y colonización. “Gobernar es poblar”, había dicho sabiamente Juan Bautista Alberdi. El 24 de agosto de 1891, en Londres, el barón Mauricio de Hirsh, un filántropo, creó la Jewish Colonization Association (JCA) con el propósito de rescatar a los judíos de Rusia.
–Al poco tiempo –dice la historiadora Mónica Liliana Salomón– se convirtió en la empresa que facilitó la emigración de judíos y su instalación en países que pudieran recibirlos. En una Argentina que estaba creciendo como pocos países en el mundo, a un ritmo sorprendente, la mano de obra nativa escaseaba para afrontar la demanda laboral resultante de esa expansión y para abarcar su extenso territorio apenas habitado.
Si bien Moisés Ville, un pueblo del noroeste santafecino, es conocido como la Jerusalén argentina o la madre de las colonias, la colonización judía en Entre Ríos marcó, al decir de Mónica Salomón, un hito fundamental en el desarrollo de la vida provinciana, proyectándose a la Nación en lo político, económico y cultural.
Papá tenía que viajar muy lejos, a tierras extrañas, donde vive gente extraña y hablan lenguas extrañas. ¡Qué solo estará papá!
–¿Y nosotras, mamá?
También solas en la casa de piedra, en la aldea donde ya no nos querían (¿por qué?) esperando noticias de la Argentina.
Las colonias agrícolas facilitaron la inserción de los inmigrantes en la vida nacional. Según estimaciones, en la Argentina ya vivían, desperdigados y sin organización alguna, unos 1500 judíos cuando el vapor de carga y pasajeros alemán Weser amarró en el puerto de Buenos Aires, el 14 de agosto de 1889, con algunos centenares de inmigrantes. Pero fue el Pampa, que había zarpado del puerto de Burdeos dos años después con más de mil refugiados, el mayor estandarte de la inmigración. Ellos constituyeron la base de la organización de las colonias judías en Entre Ríos, un bastión del llamado crisol de razas que tantas veces se utilizó para aludir a nuestro país. El vapor Pampa fue todo un símbolo. Tanto, que a ellos se los conoció como “los pampistas”, y a sus descendientes como “los hijos de los pampistas”. Entre 1891 y 1910, se registró el flujo inmigratorio más importante en la historia de nuestro país. “La esperanza de que los inmigrantes de Europa enriquecieran a la Argentina –analizó Avni Haim en su trabajo Argentina y la historia de la inmigración judía 1810-1950, Universidad de Jerusalén y Amia– sin afectar su imagen cultural y nacional resultó demasiado simplista. Se formaban comunidades nacionales que trataban de conservar su lengua y su cultura, y que no habían cortado los lazos con la antigua patria. La aparición de los emisarios del barón de Hirsh en Buenos Aires y las noticias sobre la gran empresa colonizadora que planificaba fueron recibidas con sentimientos ambivalentes. Junto a la posibilidad de inyección de nuevos recursos en la economía argentina, volvió a hacerse oír el temor a que hubiera en el país una presencia judía de grandes proporciones. Esa actitud doble con respecto a los inmigrantes caracterizó todo el período de fundación de la empresa colonizadora. Pero ya entonces existía una presencia judía amplia y arraigada que aprendió a vivir con esa actitud e incluso trató de influir para modificarla.”
Argentina. El nombre raro. Otro país. Del otro lado del mar. Papá trató de explicarme: –Es un país grande, rico, generoso. Allí respetan a todos los hombres del mundo que quieran trabajar sus tierras.
No importa en qué templo o en qué idioma le hablen a Dios.
En Los gauchos judíos, Alberto Gerchunoff (1883-1950) dice: “En la colonia judía aprendí a amar el cielo argentino y mi alma se impregnó con el espíritu de la tierra”. Gerchunoff, hijo de una familia escapada de la Rusia zarista, llegó a la Argentina en 1889 y vivió en las colonias de Moisés Ville, Santa Fe, y Rajil, Entre Ríos. “En la Argentina –le dijo su padre, que era rabino, antes de huir de los pogroms– trabajaremos la tierra, comeremos pan de nuestro trigo y seremos agricultores como los antiguos judíos, los judíos de la Biblia.” La historia –según Cervantes, “émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”– se cuenta en los libros, pero también se rescata, seguramente no con la misma rigurosidad, aunque sí con estremecedora pasión, con los relatos de quienes sucedieron a aquellos que fueron los primeros. En el caso que hoy nos ocupa, los judíos inmigrantes. Sus descendientes cuentan qué hicieron ellos por ellos mismos al pisar por primera vez esas llanuras inabarcables, y qué les dejaron a las generaciones futuras.
Si la sensación de desamparo se instaló con la misma fuerza en los inmigrantes españoles, italianos y judíos de Europa oriental, lo que diferenciaba a éstos de los demás era el saberse abrazados por la libertad. Tenían, por fin, aquellos judíos, la medida de la libertad. “No debería arrancarse a la gente de su tierra o país, no a la fuerza –escribió Juan Gelman–. La gente queda dolorida, la tierra queda dolorida. Nacemos y nos cortan el cordón umbilical. Nos destierran y nadie nos corta la memoria, la lengua, las calores. Tenemos que aprender a vivir como el clavel del aire, propiamente del aire.” En este sentido, el turismo cultural que propone la Secretaría de Turismo de la Nación a través del programa Argentina Mosaico de Identidades y, dentro de él, el proyecto Shalom Argentina: huellas de la colonización judía (ver aparte), apunta a eso, a reencontrarse con el pasado y a reconocerse en esos lugares donde alguna vez se arraigaron las raíces de la inmigración judía. Sus organizadores sostienen, con buen criterio, que el turismo cultural es un modo de recuperar una identidad, y que en los recorridos programados no sólo cuenta lo que se ve –sinagogas, museos, cementerios, las primeras escuelas y las casas originales en las colonias–, sino que también resulta imprescindible escuchar a los viejos colonos y a las nuevas generaciones que se esfuerzan en preservar una cultura que los enorgullece.
No llores, mi nena.
Debes ser fuerte y acompañar a mamá. Trabajaré con todas mis fuerzas. Regaré con el sudor de mi frente los campos argentinos. Porque así lo pide Dios. Porque seré un hombre libre y quiero ser digno hijo de mi nueva Patria. Porque estaré pensando en ustedes...
Miró a mamá. Se abrazaron fuerte, fuerte. A mí me pareció que mamá era más pequeña y más débil de lo que yo creía.
–Era gente de trabajo, gente muy sufrida, sobre todo los judíos rusos, que vivían con muchísimas limitaciones, casi sin estudio. Su meta era acceder a la propiedad de las tierras que ocupaban. Llegaron con mucha fe, preservando la religión. Habían llegado con lo puesto, pero no les importaba, porque el bien más preciado, la Torá, que habían traído de Rusia, estaba con ellos, en la nueva tierra.
Nora Fistein, historiadora de la Amia local y vecina de Basavilbaso, un pueblo de 9000 habitantes donde algo más de cien familias judías se empeñan en mantener vivas sus raíces, irá entregando, con alguna emoción contenida, recuerdos y anécdotas de un pasado generoso que contrasta con estos días devastados por la incertidumbre y la falta de trabajo. Pegadito a Basavilbaso, en Villa Domínguez, por ejemplo, el Banco de Entre Ríos sólo atiende al público una vez por semana, los miércoles. “Ni el cigarrero viene por acá, ya”, gruñe un quiosquero a quien lo único que le queda para vender es un cartón de Jockey Club.
–Baso, como le decimos acá –explica Fistein– fue una de las comunidades más grandes al principio; hoy, en cambio, es una de las más pequeñas. El pueblo comenzó a declinar en los años 80. Primero, con el éxodo de los jóvenes hacia otras ciudades en busca de ampliar sus estudios y conseguir trabajo. Después, con el abandono de los campos por falta de producción. Muchos se fueron a Concepción del Uruguay, a Rosario, a Córdoba y a Buenos Aires. El éxodo fue constante.
La construcción de escuelas fue, para los inmigrantes, tan esencial como lograr la propiedad de sus tierras. Con la educación, se consolidaba un proyecto de vida a través de la cultura: los actores Salo y Mario Pasik, la escritora María Esther de Miguel, el dramaturgo Samuel Eichelbaum, Gerchunoff, Blakie, entre tantísimos otros, son algunos de los descendientes directos de aquellos primeros colonos. Con la tierra asegurada, se consolidaba el arraigo de las futuras generaciones, mediante el trabajo en los campos, convirtiendo a aquellos comerciantes o artesanos europeos en agricultores argentinos. De ese modo, se establecieron las bases de la colonización judía en el país fundamentada en un ambicioso proyecto agrícola. La instrucción llevó, finalmente y con el tiempo, a fundar bibliotecas, teatros y cooperativas, como la de Basavilbaso (ex Colonia Lucienville), cuna del cooperativismo agrario argentino y sudamericano.
En parajes desolados, en medio de enormes extensiones de tierras casi vírgenes, con más monte de espinillo que pastura, los nuevos colonos recibieron en arrendamiento por veinte años con “promesa de venta” entre 75 y 150 hectáreas por cada familia –variaba según la cantidad de integrantes–, una tapera, bolsas con semillas, algunos animales y elementos para la labranza. Nada les fue regalado, porque todo eso debían pagarlo en veinte anualidades. En general, cada cuota anual equivalía a una cosecha. Por eso, lo que se transmitió a través de las generaciones fue la idea del trabajo. Y de eso sabe bastante Salvador Hecker, un paisano de 83 años y uno de los pocos chacareros que decidió no abandonar la tierra que ocuparon sus mayores, en Lucienville: “Vea... esta casa, así como la ve, la levantó mi abuelo León en 1904, cuando se vino de Rusia, de un pueblito de Rusia llamado Jersón, con una mano atrás y otra adelante, y hablando únicamente en idish. Vea... en esta casa vivieron mis padres, Marcos y Berta. Vea... en esta casa nacieron mis dos hijos, y a esta casa vienen a jugar mis ocho nietos. Entonces, mi amigo, ¿cómo hago para dejar esta casa, este campo, esta vida?” Renée Hurovich, su esposa desde hace 45 años, no para de matear bajo la sombra de una gigantesca glicina en flor, casi tan antigua como la casa y la historia de los Hecker, en Lucienville, en medio de una inmensidad salpicada de arroyos.
Enseguida papá me alzó en sus brazos. Con torpes manos, recorrió mi cara: los rulos sobre la frente, las cejas, el dibujo de mi nariz, la línea de los labios. Y pellizcó mi mentón, como siempre lo hacía cuando me daba el beso de las buenas noches. Cuando por fin me dejó en el suelo, tenía mojado mi pelo con sus lágrimas. Tomó su atadito y se lo echó a la espalda. Rodeó con el otro brazo los hombros de mamá y salieron al camino. Yo los seguí.
–Recibirán pronto noticias mías –dijo.
Quiso agregar algo, pero no pudo.
Muchos no lograron adaptarse, y emigraron a otros lugares; muchos, sin embargo, la pelearon a fuerza de voluntad y amor propio. Y se quedaron. Y le arrancaron de la nada riquezas al suelo. Y abonaron la tierra con el sudor de jornadas interminables. Y con sus huesos. En los cementerios de las colonias judías, en la mayoría de ellos, las sepulturas están orientadas hacia el Este, hacia Jerusalén. No hay flores sobre las tumbas judías. No las hay porque, en su creencia, lo que se marchita no perdura; por eso, en lugar de rosas y claveles, hay piedritas, porque las piedras perduran en el tiempo. Así perdurará, hasta el final de los días, el recuerdo de León y de Berta; de Jacobo y de Edith; de Moisés y de Rebeca; de Isaac y de Brenda; de Samuel y de Menije; de Jaime y de Sara; de Perla y de Salomón. Esos recuerdos que serán transmitidos de generación en generación, como los que atesora y comparte la bobe Cecilia, ahora, animada por la mansedumbre de un atardecer en su pueblo llamado Villa Clara. La vida le dio a Cecilia Moseinco de Danses, de 80 años, una hija, Zulema, que le dio un nieto, Marcelo, que se casó con Fabiana y le dio tres bisnietos, Flavia, Agustina y Brenda. Flavia, Agustina y Brenda hoy cantan las mismas canciones que la bobe Cecilia le cantaba a Zulema. Así es.
De ese empecinamiento, de ese no volver a partir, de ese echar raíces para siempre, iban a surgir los tres elementos que les dieron sentido a sus vidas: la sinagoga, la escuela y el cementerio. “Se sembraban los campos –se lee en la introducción de la guía de Shalom Argentina– y también los rezos. Y cuando repetían las palabras sagradas no sólo miraban a Jerusalén como en Europa, sino también a estas tierras, para las que pedían lluvias a tiempo y abundantes cosechas. Entre los yuyos silvestres, se marcaban los caminos hacia la sinagoga: los primeros senderos de la cultura, al decir de Isaac Kaplan.” Así como los judíos ashkenazíes que provenían de Europa oriental ocuparon el centro entrerriano, los judíos alemanes se instalaron en el Noroeste, en la Colonia Avigdor. En 1936, cuando arribaron allí los primeros inmigrantes, Adolf Hitler llevaba tres años en el gobierno y ya había dictado las leyes de Nüremberg que prohibían a los judíos todo contacto con los arios, desde contratar a un alemán hasta casarse con él y ocupar cargos públicos.
Beatriz Schreiner, Bety, hija de padres alemanes perseguidos por ser judíos, es una de las fundadoras de Colonia Avigdor, a unos cien kilómetros de Villaguay. Su familia llegó en 1937, acompañando a los primeros colonos. Muchos como ellos vinieron antes de la guerra; otros, sobrevivientes de los campos de concentración, se establecieron más tarde. Moisés Preizler, Moishe, su esposo, llegó de Rumania, con apenas 9 años, poco antes de la ocupación. Y en Alemania quedó casi toda su familia. “Le puedo decir que al 80 por ciento de mi familia nunca más volví a verla”, recuerda, aún, con estremecimiento.
A Bety, la Alemania nazi le mató a sus abuelos, a una hermana de su padre y a su esposo. “Los pocos que quedaron vivos me despidieron en el puerto de Hamburgo. Yo tenía tan sólo un año y medio. En las calles de mi aldea, la juventud nazi cantaba “Sine Hitler Tutyedam...” (Viene Hitler... les van a cortar la cabeza a los judíos).
Moishe es carpintero y en Buenos Aires logró montar una fábrica de muebles de cocina. A la vuelta de los años, decidió regresar a Avigdor para terminar sus días en la tierra que le dio los primeros encuentros con la libertad.
–El desarraigo deja muchas huellas. Yo no tenía demasiados problemas porque era chico. Pero la gente grande lo sufre profundamente. No es fácil explicarlo.
–Yo estuve hace dos años en Alemania –cuenta Bety– y visité la casa donde vivían mis padres. Tenían todo allá, luz, gas, comodidades. Cuando llegaron a Avigdor, lo único que tenían era una casita con techo de chapa, sin luz y sin canillas; no tenían ni para cocinar; vivíamos seis personas en dos piecitas, mi tío dormía en la cocina y mamá tenía que trabajar duramente la tierra sin saber nada de agricultura ni cómo se ordeñaba una vaca. Fue terrible la adaptación. Mis padres eran de ciudad, y no tenían idea de lo que era una pala, un rastrillo. El 80 por ciento de los judíos alemanes venía de las ciudades, por eso no tenían ni idea de lo que era el campo. Eso me quedó muy grabado. La inmigración siempre es terrible. El único consuelo, y que hacía que el esfuerzo valiera la pena, era que había que salvarse de Hitler. Pero el desarraigo siempre es feroz. Mi abuela, por ejemplo, murió en la Argentina sin hablar una palabra de castellano, y no porque no quería, sino porque nunca se acostumbró.
–Moisés, ¿qué sabía usted de la Argentina a los 9 años?
–Nada. En realidad, siempre se hablaba de América, en general. Recuerdo que nos decían que la plata estaba en las calles y que era tanta la abundancia que la plata se juntaba con palas. Eso me decían mis padres cuando yo era chiquito, que se juntaba con pala.
–Bety, ¿se iría a vivir a Alemania?
–Sí… hoy… ya. Es que el alemán de hoy no tiene nada que ver con el alemán del pasado. En Alemania me siento más segura que acá, se lo digo con dolor. Acá me da miedo salir a la calle con mi estrellita de David pendiendo de un collar… porque, aunque no lo crea, todavía, en algunos lugares, nos gritan rusos de m...
–Yo no me iría a Alemania. Nunca. Jamás –replica Moisés.
–La tierra no tiene la culpa –le responde Beatriz.
–Sí, pero la carga la van a llevar por toda la vida. Yo no puedo olvidar el pasado, y menos perdonar lo que han hecho. Mi lugar está acá. Mi tierra es ésta.
Lo seguimos con la vista, de pie, mamá y yo, solas, tomadas de la mano.
En el recodo del camino perdimos su silueta. Nos quedamos mirando largo tiempo aún, quietas y silenciosas, sus huellas en el frío.
(Papá, de Susana Goldemberg, en Cuentos de la Bobe)
La Revista agradece a los habitantes de las colonias visitadas; a Salomé Rabinovich, Jaime Jruz, Gregorio Roskin, Juan José Britch, Feliciano Schoj, Hugo Arcusin, Silvio Teveles y a quienes confeccionaron la Guía Shalom Argentina la valiosa colaboración brindada para esta nota.
Los recorridos
RIO NEGRO
Los judíos llegaron a la región por distintas vías. Los primeros arribaron en 1906 –medio siglo antes de que Río Negro fuera declarada provincia– desde un pueblito ruso llamado Shumiachi. Colonia Fátima y Cipolletti forman parte del recorrido.
LA PAMPA
De los viejos asentamientos judíos, que se remontan a principios del siglo XX, quedan rastros de sus instituciones emblemáticas en lugares como General San Martín y Bernasconi: sinagogas, cementerios y cooperativas.
SANTIAGO DEL ESTERO
Cobijó a una de las últimas colonias judías que la JCA montó en la Argentina. Colonia Dorá, creada en 1900, es la frutilla de este recorrido.
ENTRE RIOS
Es la provincia donde la JCA adquirió más campos: 231.604 hectáreas fueron distribuidas entre los inmigrantes. En esta provincia se diagramaron tres recorridos: Avigdor y Villa Alcaraz; Villaguay, Villa Domínguez, Basavilbaso, Carmel, Ing. Sajaroff, San Gregorio, Villa Clara, Espíndola y San Vicente, y Concordia, Pedernal, Ubajay, General Campos, Walter Moss, entre otros.
BUENOS AIRES
Fue el lugar elegido por la Jewish Colonization Association (JCA) para fundar, en 1891, Colonia Mauricio, primer asentamiento agrícola judío. Carlos Casares, Mauricio Hirsh, Moctezuma, Rivera, Algarrobo, Médanos, componen parte de este recorrido. Entre otras historias se le contará al visitante la vida de Abraham Pep, que se supone fue uno de los primeros colonos en incorporar la semilla de girasol a los campos argentinos.
CHACO
A diferencia de otras colonias, las que se desarrollaron en esta provincia no eran parte del programa de la JCA. Desde 1920, comenzó a llegar, de manera independiente, una importante corriente inmigratoria. Y el lugar elegido fue Charata.
SANTA FE
En 1888 llegaron a la colonia que se conoce como Monigotes, la Vieja ocho familias ucranias. Al tiempo, se sumaron otras cincuenta. Fue el germen para la creación de Moisés Ville, el asentamiento rural judeo-argentino que más fama ganó en el mundo y uno de los lugares donde aún puede advertirse la verdadera dimensión de la epopeya de los gauchos judíos.
Don Eugenio
Como buen chacarero que es, como buen hombre de campo que, por lo que se adivina, no tendrá demasiados contratiempos en alcanzar los cien años –al hombre se lo ve firme como un poste–, don Eugenio Alejandro Efron, 86 años recién cumplidos, habla a los gritos y no porque sea sordo, precisamente, sino porque el entusiasmo le hierve en la sangre. Pariente de la inolvidable Paloma Efron, Blackie, Eugenio aturde con sus desgañitados relatos de época que los recita como si los hubiese vivido ayer, nomás. Ojos delicados y manos de acero de tanta fragua y tanto yunque, de tanto arado y tanta tierra, Efron ventila, orgulloso, algo de su historia. –¿Cómo era, antes, trabajar en el campo?
–¡De lo que me acuerdo, muy bravo! Porque no sólo había que atender las vacas, sino que había que carpir la tierra, hombrear bolsas y… ¡estudiar, además! Yo nunca hice otra cosa más que trabajar y estudiar. Yo no tuve boliche ni tienda. Nada. Siempre el campo y la escuela.
–¿Y cómo se estudiaba, en las colonias, hace ochenta años?
–Teníamos dos escuelas, una idish y una castellana.
(Detiene el relato. Se levanta como un rayo de la silla, apunta hacia la cocina y de allá vuelve con un lápiz y un pedazo de papel. Se pone a dibujar, con trazos seguros, la zona y el pueblo.) –Acá estaba la calle de Villa Domínguez; acá está Villaguay y acá la colonia nuestra, Rosh Pinah. Acá estaba la escuela judía, y acá la castellana, ¿entiende? Y teníamos que ir a las dos escuelas. Ibamos pa’ca y pa’ya, ¿me entendió? A la escuela había que ir, en eso eran muy exigentes, se sabía más antes que ahora. Y había pocas fiestas: no había el Día del Maestro ni huelgas, ¿se entiende? La maestra nos enseñaba de todo: cuerpo humano, números, ¿entiende? Y con el maestro idish estudiábamos judío. Era muy bravo, había que aprender porque si no… ¡nos c... a reglazos! –¿La maestra también era brava?
–Sí, pero nos cuidaba. Y si hacíamos alguna salvajada, ¡nos c... a punterazos! Anita Furrer, se llamaba. ¡Buena maestra, pero brava! ¿Sabe por qué yo ahora sé tantas cosas? Porque en la escuela aprendí a leer. Y hoy, a mi edad, me la paso leyendo y así aprendo de todo.
–¿Qué cosas sabe?
–¿Quiere saber? Bueno, el 29 de mayo es el Día del Ejército. Eso lo leí en Selecciones. También sé quién inventó la locomotora. Fue Jorge Stephenson, un ingeniero inglés, y un día la hizo girar. ¿Le digo más? El teléfono sin hilo, Marconi; los focos, Edison; en Corrientes, está la laguna del Iberá y las langostas vienen del Chaco… Venían, bah, porque ya no vienen más. –¿Nunca tuvo ganas de dejar el campo y vivir en otro lugar?
–¡Nunca! Mire, todos mis hermanos que se fueron a las ciudades… ¡no hicieron ni m...! En el campo, en cambio, siempre habrá algo para pucherear. ¡Al campo no hay que venderlo nunca! Muchos amigos míos se degollaron por quedarse sin campo y sin plata. No hay que venderlo, aunque no dé nada.
–¿Qué recuerda de su papá?
–¡Ah… el papá! El llegó a la Argentina en junio de 1895, en el vapor Bismark. Casi todo el pueblo de mi papá, que se llamaba Tanjun, vino en ese barco. A nosotros, nunca nos retó porque no le dábamos motivos. Y eso que éramos diez hermanos. Había un respeto. Eramos diez, y nunca un azote.
–¿Y su mamá?
–¡Ah… la mamá! Ella era la que lavaba, la que amasaba, la que cocinaba… Los viernes amasaba el pan, el sábado era descanso general porque había que ir a la sinagoga. Mi mamá hacía fideos con ciruelas en una lata de Noel... ¿conoció la lata de dulce de Noel? –Usted es soltero, pero novias no le habrán faltado… –¡Y... fácil no era el asunto! Hasta los 25 años, las chicas no salían solas. ¡Eran duros los noviazgos! Mire, antes las chicas no sacaban la cuenta, como hacen las de ahora. ¿Me entendió?
Qué es Argentina Mosaico de Identidades
Creado por la Secretaría de Turismo de la Nación a partir de la convicción de que la verdadera identidad de la Argentina es la diversidad, el objetivo del programa Argentina Mosaico de Identidades es el de fortalecer, preservar y desarrollar el patrimonio cultural, étnico y religioso del país.
“La identidad moderna de un país es el resultado de la suma de particularidades de sus habitantes. Este concepto difiere del denominado crisol de razas que imaginaba el ser nacional como el producto de la renuncia de lo particular en una mezcla o fundición en la cual no se distinguía el aporte de sus distintos componentes”, explica Hernán Lombardi, secretario de Turismo de la Nación.
“Nosotros –remarca Lombardi– hablamos de mosaico como una pieza única, formada por muchas piezas únicas. La imagen final de un mosaico está conformada por la particularidad de cada una de sus partes. Forman, en conjunto, una totalidad que es la obra, pero lo hacen a partir de la diferencia.” Dentro de las políticas promocionales de la secretaría, se busca fundamentalmente contribuir a la creación de nuevos productos sustentables. En este aspecto hay una fuerte apuesta al desarrollo de la modalidad del turismo cultural como una excelente herramienta para lograrlo.
En este sentido, Shalom Argentina: Huellas de la colonización judía es el primer paso de este programa que se plasma en varias acciones y productos.
Comienza con la propuesta de un recorrido por las colonias judías de la Argentina y la experiencia de la colonización agrícola, un hecho único dentro de la diáspora judía.
Son 12 los recorridos desarrollados, distribuidos en siete provincias: Buenos Aires, Chaco, Entre Ríos, La Pampa, Río Negro, Santa Fe y Santiago del Estero. Estos itinerarios permiten constatar que el desarraigo no es sólo un estado del alma, sino un espacio físico –una foto, una carta, una piedra– y que una lengua desconocida puede ser primero desierto y más tarde casa.
La propuesta no es la de un circuito turístico convencional, remarca Lombardi: “Se trata de lugares alejados, perdidos en una inmensidad, que no incluye hoteles 5 estrellas. Quien se interese en estos recorridos, descubrirá que necesita nuevos equipajes para lanzarse a la experiencia de este viaje. Sólo así podrá sorprenderse con centenarias sinagogas ranchos o con antiguos cementerios rodeados únicamente de campo y cielo. En el camino, tendrá la posibilidad de admirar objetos y libros sagrados, que nacieron tan lejos de la Argentina como del siglo XXI. Son sobrevivientes de otros tiempos y otros espacios. Y, de pronto, el turista también se topará con mezclas tan heterogéneas como únicas: una semblanza del general San Martín escrita en idish o un maguen David tallado en un mate, ese extraño objeto que conocieron los pioneros al mismo tiempo que la pala y el arado”. El 22 de noviembre se realizará la presentación de la guía turistico-cultural Shalom Argentina, huellas de la colonización judía. Una publicación de 560 páginas en la cual se presentan los 12 recorridos por las 7 provincias que desarrolló la secretaría. Y, una semana más tarde, se habilitará la megamuestra Gauchos Judíos, Huellas de la colonización judía, en el Palais de Glace. Finalmente, durante el primer semestre del 2002, se presentará la guía turístico cultural Shalom Argentina y una muestra que se verá en Nueva York, Los Angeles, Miami, París, Chicago, Boston, San Francisco, Londres, Toronto, Amsterdam y Washington.
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