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Es un cuadro de Degas, pero lo que suena es música electrónica para espíritus sofisticados y el tutú de la danza clásica, con su aire etéreo, ha sido reemplazado por ropa callejera de colores estridentes bien ceñida al cuerpo. Seis bailarinas navegan en el espacio: movimientos lentos, brazos como aspas, y un drama amoroso muy urbano pero envuelto en la sonoridad de Morcheeba. No sé distinguir si son todas hermosas: son bailarinas, y vistas así están envueltas en un halo poético que despierta fantasías. Una de ellas es negra, más robusta que las demás, de rizos cortísimos, boca frondosa y dientes muy grandes cuando ríe. Tiene piernas larguísimas que rematan en una cadera algo angosta, pero todo mejora cuando los ojos llegan por encima de la cintura: dos pechos gigantes como maracujás piden a gritos un buen mordiscón. Dos horas después estamos todos conversando en un bar de Las Cañitas. Dana se enoja, mimosa, cuando por lo bajo le agradezco la invitación: “Me encanta tu amiga, se parece a Grace Jones”, quiero provocarla, pero la velocidad de Dana me deja tendido en el piso: “Grace Jones es lesbiana, no sabía que vos te habías vuelto gay”. Grace Jones nació en San Salvador de Bahia hace 21 años. Los últimos tres vivió en Buenos Aires, adonde llegó siguiendo a un argentino del que se enamoró durante unos bailes de carnaval. Se conocieron, pasaron tres días juntos, y dos meses después la bahiana llegó aquí con un bolso en el que llevaba sus zapatillas de baile y poco más. “Obrigada”, dice cuando le enciendo un cigarrillo acercándole la vela que titila sobre la mesa. Pestañea con intención, los labios se entreabren como un fruto, la lengua rosada se deja ver y chasquea en la boca. Espío a Dana, atenta a cada movimiento, y cuya simpatía pareciera disimular cierta inquietud. “A mi también me gusta”, susurra en mi oído. Grace Jones dice que lee el futuro. Tiendo la palma de mi mano abierta, la toma con suavidad: el contacto de la piel, una postal Benetton, la piel ligeramente áspera de ella, las uñas filosas como garras, el dedo índice recorriendo mi palma en busca del futuro. “Vas a ser feliz, vas a vivir un gran reencuentro”, dice. Bebemos cerveza, riéndonos, la espuma blanca burbujea en los labios de la bahiana. “Si quieren vamos a casa, tomamos algo y fumamos.” El azar (una línea del destino, acaso estaba escrita en la palma de mi mano) ha querido que nos quedemos solos los tres. Atravesamos la entrada de un edificio cercano a las canchas de polo, subimos algunos pisos y Grace nos franquea el paso: una luz mortecina deja ver apenas una serie de máscaras afro colgando de la pared. No hay luz, sólo tres o cuatro candelabros con las velas encendidas. Bajo la luz mortecina, las dos mujeres me parecen más hermosas todavía. Dana me besa en la boca, se quita las sandalias, comienza a bailar descalza mientras se escucha Portishead. Me llama con el dedo índice, voy a su encuentro, bailamos en la penumbra durante algunos minutos, sueltos y por momentos abrazados, soñolientos, ronroneando. Grace está sentada en el piso, descalza también, ahora vestida con una túnica. Está armando un porro, y en el aire comienza a sentirse el perfume afrodisíaco de la marihuana. Se levanta, da una pitada y la ceniza enrojece en el crepúsculo de la habitación mientras ella camina lentamente hacia nosotros, pone el tucón entre los labios de Dana sin soltarlo y me besa en la boca con su lengua de fuego.






