
Viajar en el tiempo en una carrera de autos fabricados antes de 1918
Un cronista participó del Gran Premio Recoleta-Tigre a bordo de un Anasagasti de 1912 que, a pesar del frío, cumplió el recorrido como si se tratara de un cero kilómetro
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El sol sólo será un guiño en la largada de un domingo frío y gris, donde el viento es un pasajero más a bordo de cada uno de los 60 autos que formaron parte de la 19° edición del Gran Premio Recoleta-Tigre, carrera en homenaje de la primera a ruta abierta de la Argentina. Aquella se corrió en 1906, siendo Manuel Marín quien al volante de un Darracq recorrió en 28,3 minutos los 38,2 kilómetros de la segunda etapa de la carrera –la más importante–, para recibir al llegar una copa de plata y 300 pesos argentinos. La carrera organizada por el Club de Automóviles Clásicos, el evento más importante para automóviles antiguos de América latina, permitía la participación de vehículos anteriores a 1918, y a mi tocó sentarme como copiloto en un Anasagasti 1912.
"Es el primer auto fabricado en serie en la Argentina; se hicieron unos 50 y en la actualidad quedan sólo dos", me cuenta Roberto Senerchia, intendente del club, que conducirá el Anasagasti que largará en la delantera. Faltan unos minutos para que comience la carrera, y aquí en las cuadras de la recoleta avenida Quintana, entre Callao y La Biela, pilotos y copilotos ponen a punto los autos. Yo miro (no mucho más puedo hacer) cómo Roberto abre el lateral izquierdo de la trompa del auto para presionar repetidamente el botón del cebador. Luego, baja la tapa y se para delante del vehículo para hacer girar con ganas la manivela que enciende el motor, la que sin mucho alboroto imprime una leve vibración a la carrocería.
Subimos: Roberto en el asiento del conductor, yo a su izquierda. Mientras adelanta el auto para colocarlo en la largada aprovecho para mirar hacia atrás. Veo sobre Quintana cómo lentamente los autos toman posición. Cada una de esas veteranas máquinas tiene una historia para contar. Cerca se encuentra, por ejemplo, uno de los 670 taxis que, a principios de septiembre de 1914, el entonces gobernador de París envío al frente con el objetivo de transportar a los 6000 reservistas que serían cruciales en la Batalla del Marne, una de las más relevantes de la Primera Guerra Mundial, en las que se impidió el avance de las tropas alemanas sobre París.
El Renault que espera la bandera de largada no es un modelo similar a los taxis del Marne, es uno de taxis del Marne. Cuesta hacerse a la idea de que este paisaje no es escenográfico, que los autos que se van alineando para correr no son réplicas, a pesar de lo que sugiere, en la mayoría de los casos, su increíblemente perfecto estado de conservación. Incluso las ropas de época que visten muchos de los pilotos y sus acompañantes son reales, aclará quien por megafono conduce la organización del evento: "son ropas que han permanecido en las familias y que se visten en ocasiones especiales como la de hoy; no son disfraces".
Sorpresas en los rostros
Larga la carrera y los autos bajan por la cuesta de Recoleta, en dirección a Figueroa Alcorta. En esa avenida, a la altura de la Floralis genérica, el sol se hará un espacio por unos minutos entre las densas nubes para brindarnos algo de calor. El resto es frío. Abierto y con el único reparo de las dos porciones longitudinales de vidrio que conforman el parábrisas, el Anasagasti no ofrece ningún abrigo y yo me lamento en voz alta el no haber traído guantes. "Yo me olvidé el piloto por si llueve", retruca Roberto, y ante la mirada asustada que le devuelvo acota: "el año pasado, llovió y granizó durante la carrera".
El rugir de un motor que pasa a nuestro lado a toda velocidad me devuelve a la carrera. Seguramente duplica en su marcha los 40 kilómetros por hora a los que nos desplazamos nosotros por la avenida. El Gran Premio no es competitivo, recuerdo, pero evidentemente algunos se lo toman muy en serio...
El semáforo de Tagle detiene nuestra marcha, como lo establece el reglamento del evento. En el arranque comienza el juego de pedales y palancas para devolver el auto en movimiento; el ruido que hace la palanca al poner los cambios haría poner los pelos de punta a cualquier padre que enseña a manejar a un hijo. Claro que es lo esperable: hace más de un siglo que este vehículo dejó de ser un cero kilómetro.
"Hasta el advenimiento de las computadoras, los autos habían cambiado muy poco desde su creación en términos de mecánica", afirma Roberto.
Un repaso visual a la cabina permite corroborarlo: dos palancas sobre la derecha del asiento del conductor, la de cambios y el freno de mano; obviamente el volante y debajo tres pedales: freno, embrague y acelerador, aunque en un orden levemente distinto al que se observa en los autos modernos. Sobre el panel asoma el extremo de una varilla que se interna en las entrañas del vehículo: el cebador al que apelará el piloto durante varios momentos de la carrera en las cuales el motor amenazará con detener la marcha.
Al llegar a la cancha de River doblamos a la izquierda para abandonar Figueroa Alcorta por Udaondo en busca de Libertador. Para ese entonces, ya me siento cómodo con el andar del Anasagasti, con los ruidos al pasar los cambios y alguna que otra pequeña explosión que tiene lugar dentro del motor. La sensación de extrañeza ante la elegante cabina abierta, sin puertas ni cinturón de seguridad, con ese asiento más parecido al de un sillón que al de cualquier otro auto en el que haya viajado en mi vida, va dejando lugar a un disfrute que no se relaciona ni con la velocidad, ni con el paisaje ni con ninguna otra cosa que pueda poner en palabras.
¿Qué es lo que te gusta de correr en autos antiguos?, le pregunto a Roberto, con la esperanza de encontrar un espejo a mis emociones. Sin despegar la vista del camino, me responde: "Manejar un auto como este me transporta al año en que el que andaba por las calles, me lleva a la idea de que estoy manejando en 1912".
En el siguiente semáforo confirmo sus palabras, cuando a nuestra derecha se detiene un auto en el que todos, conductores y pasajeros, visten ropas de la clase alta de la Argentina de comienzos del siglo XX; a nuestra izquierda, frena un Wanderer, estilizado auto alemán en tandem –sólo un asiento adelante y otro atrás–. Cuando el semáforo cambie a verde el paisaje de años idos que conformamos entrará nuevamente en movimiento para sorpresa de los transeúntes.
La sensación de extrañeza que viví al subir al Anasagasti, pero que luego se fue diluyendo, permanece visible en los rostros de las personas que nos ven pasar a lo largo del trayecto Recoleta-Tigre. Algunos saludan, otros aplauden y otros se quedan congelados, con la más genuina de las sonrisas, en el preciso momento en que registran la presencia de los autos del Gran Premio en la calle de su barrio.
Ahora, los adoquines de San Isidro hacen que nuestro andar sea un poco más movido. Al pasar junto a la plaza de la Catedral hacemos el segundo stop, el último, en el que un representante de la organización nos sella la hoja de ruta, confirmando que nos hemos atenido al trayecto pautado. En cuestión de minutos llegaremos a Tigre, donde Roberto me demostrará que los frenos (y la marcha atrás) del Anasagasti 1912 funcionan a la perfección, cuando tomemos un carril que no es el indicado y que termina en una cadena sostenida por pilotes.
Ha transcurrido apenas una hora desde la largada cuando ingresamos al Museo de Arte de Tigre, que constituye la llegada del Gran Premio. Bajo del auto con las piernas heladas y las manos agarrotadas del frío, pero contento –¡de qué me voy a quejar!–. Nos espera un cóctel de bienvenida... al aire libre, y yo no dudo ni por un segundo de hacerme de una copa de Saint Felicien Cabernet-Merlot, y no una de frío espumante, con la explícita intensión de recobrar temperatura.
Ya con la copa en la mano y la sensación de calidez que acompaña al tinto, me acerco a Roberto para brindar por su pericia al volante y también por su generosa compañía. "¡Llegamos!", me dice, y me cuenta que el año pasado el Anasagasti 1912 se quedó a mitad de camino. Brindo entonces por no haber contado con ese dato en la largada.
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