
Vivir y morir en Israel
El país donde subir al colectivo es una ruleta rusa, los idiomas de Cristo y la Biblia, modernizados, se hablan por celular, y jóvenes soldados se bañan desnudos en el Mar Muerto soñando con América latina
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TEL AVIV.– Llegué un sábado. Los aduaneros miraban con fastidio; nadie quería trabajar en su día de descanso. El trámite duró unos minutos.
Pensé que irme un sábado sería, entonces, lo mejor. Pero salir de Israel no es tan fácil. Un grupo de chicas amables, pero firmes, te interroga sin apuro antes de que puedas llegar al mostrador de tu aerolínea. ¿Por qué vino? ¿Con quiénes estuvo? ¿De dónde los conoce? ¿Qué ciudades visitó? ¿Tuvo algún contacto con la Autoridad Palestina? Lo mejor es responder estrictamente lo necesario. Pero tal vez sería más exacto entregarles el puñado de imágenes que las máquinas de rayos X no descubrirán en tu equipaje.
Tough jews
Tres jóvenes desnudos se embadurnan con barro a orillas del Mar Muerto. No pasan por mucho de los 20 años y está claro que admiran sus propios cuerpos. Una mujer que les lleva más de diez años les pide permiso para sacarles una fotografía. Con algo de timidez y mucho de vanidad, posan distraídamente para ella. Luego se arrojan barro unos a otros.
"No saben qué hacer con tanta testosterona –comenta ella con ironía–. Acaban de salir del Ejército y todavía no se van de viaje.” El típico viaje de egresados que los jóvenes israelíes hacen al terminar el servicio militar, a América latina, a la India, a cualquier lugar barato y salvaje donde descargar la adrenalina.
El culto al cuerpo es visible en la mayoría de los hombres jóvenes (excepto, por supuesto, los religiosos), especialmente en la balnearia Tel Aviv. En 1990, el historiador norteamericano Paul Breines explicó en Tough jews que hubo un cambio en la imagen de los judeo-norteamericanos después de la Guerra de los Seis Días (1967): nació Rambowitz, el judío físicamente poderoso, en la imagen de militares, comandos, detectives o ladrones. Una imagen que el intelectual palestino Edward Said afirma que ha pasado a Israel y alimentó el culto del poderío militar israelí, el mayor de Medio Oriente, armas nucleares incluidas.
Es común ver a jóvenes con armas largas o cortas en la mano o en la cintura por las calles de las ciudades. Algunos están en el servicio militar, otros en el Ejército, otros son pobladores de asentamientos judíos en los territorios ocupados por su ejército y destinados por los acuerdos de Oslo a ser base del futuro Estado Palestino, lugares donde es común entrar y salir a los tiros: como vivir en una casa artillada en medio de La Cava, en el conurbano bonaerense.
También mi amigo Ronen Bergman tiene un arma. Ha sido oficial de inteligencia del Ejército y todavía es reservista. Es otro joven alto y musculoso que ha cumplido los 30 años y parece menor, que llega a desayunar después de entrenar en el gimnasio. Pero Ronen lleva su 9 milímetros porque sus fuentes en la inteligencia israelí le han advertido que algunos funcionarios de la Autoridad Palestina podrían intentar matarlo.
Ronen cuenta que está escribiendo un libro sobre la base a uno de los últimos grandes éxitos de la inteligencia israelí: el archivo completo de la Autoridad Palestina, secuestrado por el ejército luego de tomar su sede y arrinconar a su líder, Yasser Arafat, en una oficina. Son miles y miles de documentos apilados en un hangar y custodiados por un soldado, que prueban el modo en que Arafat personalmente desviaba fondos legítimos para financiar el terrorismo palestino. Para Ronen, que cree que los palestinos deben tener su Estado, los documentos sirven para comenzar a responder por qué fracasó el proceso de paz iniciado con los acuerdos de Oslo (1995), que ha dejado a la centroizquierda israelí sin política alguna e inerme ante la posición guerrera y centrada exclusivamente en la seguridad del primer ministro Ariel Sharon (Likud).
Para Sharon, Medio Oriente es un lugar donde reina una lógica no moderna, o acaso conviva con ésta; un lugar donde los golpes se contestan con un golpe aún peor, porque el enemigo no se aplacará ni dejará de existir.
No es tan fácil replicarle. Los niños israelíes renuevan el hebreo en que está escrita la Biblia. En un café del mercado judío de Jerusalén, unos viejos hablan en el idioma de Cristo, el arameo, mientras juegan al backgammon. Son judíos de Irán, venidos hace medio siglo. El ex diplomático Arieh Shobal, que me guía por la Ciudad Vieja de Jerusalén, habla del rey Saúl, de Herodes o de Arafat como personajes de una misma historia, que ocurrió ayer.
En la Ciudad Vieja, dividida en cuatro barrios (musulmán, cristiano, armenio y judío), cada piedra importa: la sangre de varios pueblos se ha vertido por ella. Es la condena de Medio Oriente, el nudo del mundo. No abarca sólo a judíos y musulmanes. Las distintas iglesias cristianas se han matado por cada centímetro del Santo Sepulcro, cuenta Shobal. En la terraza de lo que queda de lo que alguna vez fue un magnífico templo bizantino, los monjes etíopes se acomodan como pueden: fueron los últimos en llegar. Junto al Sepulcro, un monje copto custodia la capillita de dos metros por uno que su iglesia supo conseguir. Años atrás, esos metros se pagaban con sangre.
Ronen, que no votó por Sharon y que estuvo en Buenos Aires, me pregunta por qué los familiares de los desaparecidos argentinos no han matado a ninguno de los responsables de la ultima dictadura militar. Intento explicárselo, pero no lo entiende. Algún problema debe existir en una sociedad así, me dice.
Ronen usa dos teléfonos celulares, que en vez de campanillas tienen diversas músicas para identificar a los que llaman. Menos mal, porque melodías distintas suenan por las calles de Tel Aviv: más del 80 por ciento de la población tiene su celular. Suena el mío –también yo alquilé uno– dos días antes de partir: Ronen quiere saber si estoy bien, porque un terrorista palestino acaba de volarse con explosivos en un autobús en el centro de Tel Aviv. Yo estoy vivo. ¿Quién murió? La red de celulares colapsa: todos quieren saber si entre los seis muertos hay un amigo, un familiar, un vecino. Andar en autobús en Israel es una de las experiencias más aterradoras: como jugar a la ruleta rusa, sobre todo desde que los cafés y los shopping centers tienen un custodio en cada puerta que les da una ilusión de seguridad. Las 250.000 personas que asistieron al último Love Parade, hace un mes, fueron revisadas una por una por 15.000 policías. Pero, cada tanto, alguien se subirá a un autobús, apretará el detonador y su cuerpo-bomba despedazará otros cuerpos, que una brigada especial recogerá pedazo por pedazo, fragmento por fragmento, para que nada se pierda en una eventual resurrección.
En los celulares se habla en una multitud de idiomas como en pocos otros lugares del mundo. Sí, todos saben hebreo, pero el mosaico étnico de este país de casi siete millones de personas es increíble, incluso sin contar a los árabes (musulmanes, cristianos y seculares), los beduinos y los drusos, ni a los trabajadores legales e ilegales de Filipinas o América latina. Todos los demás pueden decirse judíos, pero las tensiones entre ellos también existen; entre los ashkenazim (judíos del norte de Europa) y los sefaradíes, entre los blancos y los negros etíopes, entre los laicos y los religiosos subsidiados por el Estado, entre los que apuestan a negociar con los palestinos y los 200.000 que quieren construir el Gran Israel y viven en asentamientos en la tierra que los palestinos consideran suya.
Odio y propaganda
Las chicas del aeropuerto quedan satisfechas con mi explicación, pero al revisar encuentran un folleto, cuyo alfabeto no entienden (está escrito en inglés), donde aparecen fotos de niños palestinos entrenándose con armas y leyendas en árabe contra Israel. Llaman a una supervisora. Cuesta un poco hacerle entender que es un folleto repartido por la oficina de prensa de su propio gobierno para acusar a la Autoridad Palestina de instigar el odio antijudío entre su gente. Para hacer propaganda, el folleto reproduce la propaganda adversaria; la denuncia del odio es imposible sin promover ese odio, quizá. Pero estas disquisiciones filosóficas no podemos compartirlas, porque la fila debe avanzar, debo abandonar Israel.
Lo árabe
Los judíos casi no entran en la Ciudad Vieja de Jerusalén desde el estallido de la segunda Intifada, en septiembre de 2000, que ya les costó más de 600 muertes, y casi el triple a los palestinos. Aquí solían comprar alfombras y lámparas, telas y platos, chucherías y comida, pero ahora sólo los árabes y poquísimos turistas vienen. No sólo porque los árabes se han convertido en los agentes del miedo, sino porque lo árabe ha perdido todo encanto para los israelíes.Salvo para Noga Tarnopolsky, una israelí hija de argentinos, que se niega a dejar de comer en el más popular de los restaurantes árabes del mercado. Cuando entra, con su vestido por arriba de la rodilla y su escote generoso, las miradas de las familias palestinas se le clavan como dagas. Noga habla en voz alta en hebreo y la tensión aumenta. Uno de los jóvenes camareros se niega a responderle. Los dueños, acostumbrados, la encaminan hacia una mesa lateral; poco a poco, el restaurante recobra la calma. Pocos quieren probar su suerte como ella. Nouseff, un vendedor de sedas y brocados, explica con resignación que ya nadie viene por su tienda, donde solían comprar miembros de la realeza jordana. Tiene sus recursos: "Como mis clientes ya no vienen hasta aquí, ahora llevo las telas hasta sus casas, y las eligen allí", explica en voz baja, mientras, té de menta de por medio, ofrece un brocado de hilos dorados a 200 dólares por metro.Es una excepción, según cifras israelíes. El conflicto causará una baja en el producto bruto nacional per cápita de los territorios palestinos (de los que Jerusalén oriental es parte) de 2000 a 1000 millones en solo un año. Los 120.000 palestinos que trabajaban en Israel hasta el año último no pueden entrar ahora . Resultado: de un total de 3.200.000 de palestinos, 1.800.000 viven de la ayuda humanitaria.






