A pesar del mito urbano, hace 18 años el genetista Daniel Corach comprobó la identidad del cuerpo del empresario acusado del asesinato de José Luis Cabezas a través de muestras de ADN. Hoy ya son 14.000 los casos en los que su equipo colaboró con la justicia. Entre ellos, el de Ángeles Rawson. ¿Cómo trabaja un CSI argentino?
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Por Martín Jali / Fotos de Javier Heinzmann
En agosto del año 2000, un turista argentino y su novia aseguraron haber visto a Alfredo Yabrán paseando por las calles de Tailandia, con lentes oscuros y sombrero panamá. Es más, le tomaron una foto, borrosa y desde lejos, que hoy puede encontrarse en la web. Un año después de ese episodio, un hombre canoso le mostró su pasaporte a una escribana vietnamita de 34 años llamada Racine Mai, para luego vender una casa de su propiedad en el número 20810 de Bassett Street, en el coqueto barrio de Canoga Park, en Los Ángeles. La firma, según se comprobó más tarde, era idéntica a la del empresario argentino, y fue autenticada en el momento por la propia Mai. Consultada por la DEA, la escribana se mostró aterrada al descubrir el frondoso prontuario del hombre que, supuestamente, la había visitado unas semanas atrás.
Hay decenas de historias parecidas, historias que durante años engordaron la fantasía del hombre que simuló su propia muerte y ahora vive de manera clandestina en algún rincón ignoto del mundo. Lo cierto es que Alfredo Yabrán, acusado por el asesinato del fotógrafo José Luis Cabezas, se disparó 30 perdigones en la cabeza cuando estaba a punto de ser apresado por la policía de Entre Ríos. Fue encontrado boca arriba en el baño de la estancia San Ignacio, parte del famoso emporio inmobiliario de su propiedad denominado Yabito Corp. Las interpretaciones que circularon por los principales matutinos del país aquel día de mayo de 1998 y las contradictorias versiones policiales alimentaron un imaginario múltiple, amparado en la voluptuosidad del poder y el siempre seductor enigma policial. La hipótesis más inverosímil y, por eso mismo, la más atractiva, está inspirada en el caso del famoso narco colombiano Wilber Varela, que simuló su propia muerte y luego desapareció sin dejar rastros. En esta versión, hay que decirlo, recubierta por la espuma de la imaginación, el cadáver no pertenecía a Yabrán, sino a alguien casi idéntico, y su muerte fue encubierta por la policía y las esferas más altas del Poder Ejecutivo.
En aquel momento, la jueza entrerriana Graciela Pross Laporte, que tenía bajo su tutela el caso, le encargó las pruebas de ADN a Daniel Corach, investigador del Conicet, fundador y director del Servicio de Huellas Digitales Genéticas y habitual colaborador de la Justicia en causas que requieren identificaciones genéticas. Hoy, 18 años después, Corach sonríe al recordar el caso.
"Nosotros teníamos un convenio con el Poder Judicial de Entre Ríos y nos encargaron llevar adelante el perfil genético de Yabrán. El material que recibimos era muy abundante: 800 gramos de tejidos, algo incompatible con la posibilidad de analizar a una persona con vida. A vos no te pueden sacar esa cantidad de lo que sea y que sigas con vida, salvo que te corten una pierna, por ejemplo. Esto no era una pierna. Era un pedazo de hígado, un riñón, el bazo", explica, moldeando con las manos el tamaño del recipiente que recibió de la Justicia.
Sin embargo, el mito Yabrán continuó latente hasta que, cinco años después, a Corach le hicieron una nota para el programa que conducía el periodista Mariano Grondona. Los medios ocupan un lugar trascendental dentro de la narrativa del biólogo molecular y premiado genetista argentino. Para él, gran parte de su recorrido profesional empieza y termina, se desfigura y entorpece, para luego reencauzarse, por los discursos de los medios masivos de comunicación. Como sea, la muerte de Yabrán todavía genera dudas en buena parte del argentino medio. Al menos hasta ahora.
"Fueron tres horas de atender a la gente de Grondona. Después, lo único que mostraron fue el tachito de telgopor en la heladera, donde están los restos de Yabrán. Y todavía están ahí. Nadie se los llevó", dice, y señala con el dedo un lugar más allá de la puerta que encierra su pequeña oficina dentro del laboratorio del Servicio de Huellas Digitales Genéticas, abreviado con las siglas SHDG.
"¿Te acordás de cuando aparecía Yabrán comprando cosas en Estados Unidos? Esto solo lo deberían saber los criminalistas, pero te lo voy a contar: el tipo no tenía orificio de salida. Es decir, se había metido un escopetazo con una bala muy chiquita, entonces la piel del hueso estaba despegada de los músculos. Yabrán estaba como inflado, pero no perdía las facciones. Completamos el estudio, pero la verdad es que no hacía falta", dice, y vuelve a sonreír.
El laboratorio del Servicio de Huellas Digitales Genéticas, fundado por Corach a finales de la década del 80, está ubicado en el sexto piso de la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la Universidad de Buenos Aires, sobre la calle Junín. Es pequeño, todo está un poco apretujado, pero ordenado a la perfección. Además de un espacio de recepción y de la oficina del doctor Corach, que contiene una buena biblioteca especializada en medicina y ciencia forense, hay un pasillo angosto que lleva al laboratorio propiamente dicho. A través de un ventanal se lo ve trabajar a un científico con barbijo, guantes de látex y lentes. Como en todo laboratorio que se precie de tal, hay un microscopio, computadoras y tubos de ensayo, luz blanca y un ambiente de brillante racionalidad y precisión.
El laboratorio dio sus primeros pasos una vez que Corach terminó un doctorado, en el año 1987. En aquel momento, mientras comenzaba su carrera como investigador asistente del Conicet, un problema comenzó a desvelarlo. Sencillo: el dinero. Si bien cobraba por su trabajo, no le alcanzaba para adquirir equipamiento ni investigar. Así, inspirado en una serie de nuevas técnicas de identificación humana que comenzaban a aparecer en los papers internacionales, preparó una propuesta de autofinanciamiento que presentó a las autoridades de la Facultad de Farmacia y Bioquímica. Para su sorpresa, tuvo éxito. Logró un subsidio interno, con el cual consiguió comprar los primeros equipos para dar forma al laboratorio.
"El objetivo de mi propuesta era autofinanciarnos. Mi idea fue pongo todo esto en marcha y tratamos de generar plata, no para independizarnos del Conicet, sino para independizarnos de los subsidios, que en esa época no alcanzaban para mucho. La Facultad me brindó $ 5.000. Si funcionaba mi proyecto, comenzaba a generar recursos; si no, el dinero se perdía. Fue una suerte de subsidio interno. Con eso compré lo que necesitaba. Era todo muy artesanal", confiesa.
Unos años después, una nota en el diario Clarín sobre el trabajo del laboratorio que llevaba adelante Corach y su equipo llamó la atención de la Corte Suprema de Justicia, que le solicitó una entrevista. Un año después, exactamente el 17 de marzo de 1992, ocurrió el atentado en la Embajada de Israel, el mayor golpe terrorista en la historia de nuestro país.

"En ese momento la Corte Suprema nos preguntó si estábamos en condiciones de hacer una prueba, la cual debía ser gratis. La idea era saber si podíamos obtener información de los restos que habían quedado y, eventualmente, realizar una comparación genética. Nosotros analizamos una colección de restos cadavéricos, y a los tres meses, ya teníamos el informe entregado".
A partir de entonces y considerando el éxito del trabajo de identificación, la colaboración con el Poder Judicial se volvió una constante: el laboratorio realizó convenios con la Corte Suprema y con una gran cantidad de provincias, ofreciendo el servicio a todo el país.
"Nosotros fuimos el primer centro institucional que se dedicó a hacer ADN con fines identificatorios. En el año 1997, la Corte abrió la convocatoria a laboratorios privados, pero en el 2010 el convenio volvió a tener carácter de exclusividad. Es decir, la parte criminal la íbamos a hacer únicamente nosotros, por ser una entidad oficial. Hasta ahora tenemos alrededor de 14.000 casos analizados, algunos muy llamativos, como el atentado de la Embajada, la tragedia aérea de Sol, Yabrán, el crimen de Ángeles Rawson, o el caso de las francesas asesinadas".
Hijo del primer director del Hospital de Clínicas, lugar donde vivió hasta que su padre emigró durante el gobierno de Onganía, y de una profesora de piano, el destino de Daniel Corach siempre se vio atravesado por dos corrientes a priori antagónicas. Por un lado, la medicina; por el otro, la fotografía. "En el 67 o 68, mi padre se fue a trabajar a la OMS, en Río de Janeiro. Yo volví a la Argentina a los 13 y me fui a vivir con mi tía bioquímica, con quien empecé a hacer fotografía, pero fotografía desde la química. Preparaba los negativos, revelaba. Es algo que hago hasta ahora".
Cuando sus padres regresaron, en el año 74, Daniel atravesaba un período de crisis. Había ingresado en la Facultad de Ciencias Biológicas, pero la fotografía continuaba ejerciendo una influencia fundamental en su vida. El mandato familiar pudo más, e interesado en la evolución y la diversidad biológica de las especies, terminó orientando sus estudios hacia la Biología Molecular.
"La Biología Molecular es la Paleontología, pero desde la perspectiva de la partícula de ADN. Así que me recibí y empecé a trabajar en evolución molecular de ratones, lo que me permitió sacar una tesis de doctorado sobre la fiebre hemorrágica argentina. En aquel momento, no estaba tan tecnologizado el campo, con lo cual, cuando la gente levantaba el rastrojo, se infectaba con el virus de los ratones a través de la saliva, lo que implicaba la posible hemorragia", explica.
Hoy, este Premio Konex de platino por su trabajo en genética y genómica recuerda la exposición que realizó en el Centro Cultural Recoleta, con fotos de Perón. "Eran imágenes muy lindas, que en una oportunidad me robó Página/12. Al menos fueron para ilustrar una nota de Osvaldo Bayer", dice y sonríe.
Parece una ironía. Daniel Corach, como una suerte de condensación de la búsqueda infinitesimal de los códices de ADN y la fotografía, sufre de una patología incurable que afecta su visión. "Es una enfermedad que tiene que ver con la imposibilidad de eliminar desechos celulares de la región de la mácula del ojo. Entonces se acumula y uno va perdiendo la agudeza visual. Yo veo muy mal, aunque trato de arreglarme. Esto lo tengo desde los 28 años".
El proceso de trabajo es el siguiente: los cuerpos llegan a la morgue, Daniel Corach y su equipo se apersonan, seleccionan el material, lo cortan y lo adecuan para el traslado. Del traslado propiamente dicho se encarga la policía, que lo realiza por medio de una cadena de custodia. El material llega al laboratorio, donde se lo analiza, y una vez culminadas las tareas de identificación, regresa a la policía para devolver los restos a la morgue.
"Enfrentarme a los cadáveres fue muy duro –cuenta Corach–. Antes de empezar a trabajar de esto yo nunca había visto un muerto. Cuando tuve la primera exhumación, en el 91, salí horrorizado. Uno termina desafectivizando el material de trabajo. Si pienso que estoy trabajando con una persona, no podría mover un dedo".
El accidente del vuelo 5428 de Sol Líneas Aéreas, que se estrelló en la localidad de Prahuaniyeu, Río Negro, en 2011, fue especialmente impactante para Corach, un hombre ya curtido en esto de ver cuerpos sin vida, en muchos casos, destrozados. La tragedia dejó un saldo de 22 muertos, pero fueron nada menos que 418 los fragmentos que analizaron.
"Durante la primera semana fuimos identificando buena parte de los perfiles genéticos que correspondían a las víctimas. Pero después siguieron apareciendo bolsas con restos. Al final, ya eran huesos. Esto se produjo en mayo de 2011. Y terminamos la última remesa de materiales en febrero de 2012", narra Corach.
–¿Siempre saben en qué caso están trabajando o lo hacen a ciegas?
–No siempre. Hay casos que desconocemos porque el servicio forense nos envía los casos codificados. No sabemos qué estamos analizando. La objetividad es espontánea. Como no conocemos los detalles, cómo ha sido el hecho, nos basamos fundamentalmente en lo que dan los perfiles genéticos y hacemos una interpretación. Es como trabajar a ciegas. Quien conoce los detalles de la investigación puede, finalmente, usando nuestros datos, asesorar al juez para que él tome la mejor decisión, para que se haga una adecuada administración de justicia, sin sesgos.
–¿Tuvieron problemas con el Poder Judicial alguna vez?
–Nosotros tratamos con una parte del Poder Judicial muy técnica. Históricamente hemos convivido. El trabajo ha sido bueno porque se establecieron pautas muy eficientes. Se trabaja con mucho criterio y tratamos de respetar al máximo los tiempos. Además, nosotros nos sometemos a normas internacionales de garantías de calidad, aplicables a los laboratorios de pericias forenses experimentales. No hemos tenido, hasta ahora, demandas oficiales, lo que es muy poco común.
El futuro que imagina Corach es diverso, y va más allá de los perfiles de ADN. Abarca convenios de formación de recursos humanos para el establecimiento de nuevos centros de investigación provinciales.
"A veces, parecería que esto es una empresa, pero no es una empresa, es un centro de investigación, servicio e información de recursos humanos. La idea inicial fue tratar de lograr que todas las personas que trabajaran en el laboratorio tuvieran un compromiso importante con la universidad o el Conicet. Hemos realizado convenios de formación de recursos humanos ante la creación de laboratorios municipales. Cada región y provincia tienen que desarrollar sus propios laboratorios. La gran mayoría de los líderes de laboratorios se entrenaron acá".
Pero hay más: estudios de extranjeridad, identificación de especies desconocidas –como el que realizó hace poco a pedido del INTI, para identificar el origen de un corte de carne anómalo– y lo que le parece central, la creación de una base de datos de inteligencia nacional, como la que ya existe en otros países de Latinoamérica como Brasil, Chile, Colombia y Ecuador.

"Una base de datos de inteligencia es un reservorio donde se colocan datos genéticos y se comparan con sospechosos de eventos criminales. Ahí se produce una identificación. Es posible vincular a un sospechoso de un delito con evidencias de otros casos. Y que sea a nivel nacional tiene que ver con que haya una unificación de la información. Acá todavía no se hizo por falta de decisión política", explica.
Daniel Corach, a sus 62 años, continúa pensando variantes y nuevas posibilidades dentro del ámbito de las investigaciones en perfiles genéticos y la evidencia forense. Le gusta lo que hace, es un hombre apasionado. "Yo me divierto mucho con el trabajo. Si el trabajo no es parte de tu vida o no te da placer, tenés que cambiarlo, porque si no la vida se vuelve un calvario".
–¿Cuál fue el caso que más te sorprendió?
–Los casos siempre sorprenden, porque no son directos, no son obvios. En el de Ángeles Rawson, por ejemplo, recibimos más de 180 muestras que se analizaron una por una. Y, de golpe, en una muestra encontramos material genético del agresor, debajo de la uña. En otros dos dedos también encontramos aunque en una proporción mucho más baja. Mucho tiempo después aparecieron vestigios de células epiteliales de la misma persona cuyo ADN estaba debajo de la uña.
La colaboración del Servicio de Huellas Digitales Genéticas fue fundamental para la resolución del crimen ocurrido en 2013 por el cual fue condenado a prisión perpetua Jorge Mangieri, quien asesinó a la adolescente con sus propias manos en el sótano donde vivía. B
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