Aportes para una reforma impositiva integral en la Argentina
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El sistema tributario argentino se encuentra distorsionado y es políticamente inmanejable. Combina, de manera persistente, ineficiencia económica, incentivos perversos e imposibilidad política de reforma. Las fallas técnicas son bien conocidas: descoordinación entre niveles de gobierno, superposición de tributos, retenciones anticipadas que distorsionan los flujos financieros, alta informalidad en la tributación sobre el empleo y un conjunto de impuestos –retenciones, ingresos brutos, sellos, débitos y crédito– que generan cascadas impositivas y desalientan la formalización. El resultado es un régimen que castiga la producción y el trabajo formal mientras permite que bases más estables e inelásticas permanezcan subtributadas.
Pero el verdadero obstáculo no es técnico, sino institucional. En un país federal, cualquier reforma que reduzca los recursos de alguno de los niveles de gobierno tiende a ser bloqueada, aun cuando mejore la eficiencia global del sistema. Provincias y Nación protegen celosamente su recaudación relativa, lo que convierte a la estructura actual en un equilibrio ineficiente pero políticamente resistente al cambio. Las distorsiones persisten no porque sean deseables, sino porque corregirlas altera un reparto de ingresos que ningún actor está dispuesto a resignar. La forma más eficaz de superar esta trampa institucional es organizar la reforma alrededor de un principio operativo simple y contundente: ningún nivel de gobierno debe perder recursos en la transición. Bajo este criterio de neutralidad recaudatoria, la reforma deja de amenazar la base financiera de cada jurisdicción y se transforma en un rediseño institucionalmente aceptable. No se trata de recaudar más ni menos, sino de recaudar mejor.
Esta lógica ha sido también planteada por el presidente Javier Milei en diversas intervenciones públicas. El primer mandatario ha sostenido que la eliminación de impuestos distorsivos debe ser “secuencial” y no puede “desfinanciar al Estado durante la transición”, subrayando que la simplificación tributaria profunda requiere cumplir antes con metas estrictas de equilibrio fiscal. En su visión, la reducción del peso impositivo debe ser la consecuencia de la estabilidad fiscal, no su punto de partida. Esta secuencia operativa –neutralidad en la transición, simplificación primero, reducción después– es plenamente congruente con el marco conceptual que aquí se propone.
Ese marco permite encarar un programa de reemplazo de impuestos distorsivos por tributos de bases más amplias, menos evadibles y más coherentes con el funcionamiento de una economía moderna. Tres distorsiones se destacan como prioritarias: 1) los impuestos a la producción y al comercio exterior, que frenan el uso de tecnología y la inserción exportadora; 2) los tributos que penalizan la intermediación financiera y fomentan la informalidad, y 3) las cargas sociales que encarecen el empleo formal e inducen la evasión en gran escala. Estas áreas concentran gran parte de las ineficiencias y ofrecen las mayores oportunidades para mejorar simultáneamente la asignación de recursos y la estabilidad recaudatoria.
Pasemos ahora al capítulo de los dos grandes frentes de la reforma tributaria. El primer frente aborda el núcleo de las distorsiones productivas. Las retenciones a las exportaciones constituyen un caso paradigmático: reducen los incentivos a la inversión, desalientan la adopción tecnológica y erosionan la competitividad internacional. No obstante, su eliminación sin mecanismos compensatorios agravaría de inmediato la situación fiscal del Estado nacional, reforzando la importancia del principio de neutralidad recaudatoria. Una alternativa viable consiste en ampliar la base del impuesto al valor agregado y utilizarla para absorber, de manera ordenada, dos tributos provinciales altamente distorsivos: ingresos brutos y sellos. Esta sustitución reduciría la cascada impositiva que afecta a las pymes, mejoraría la competitividad y simplificaría el sistema sin perjudicar a las provincias, que recibirían su participación correspondiente en el nuevo esquema de IVA ampliado.
La misma lógica cabe para el impuesto a los débitos y créditos bancarios, cuya persistencia ha dañado la bancarización, estimulado la informalidad y contribuido a la escasa profundidad del sistema financiero argentino. Su transformación o eliminación, mantenida la neutralidad recaudatoria, generaría beneficios significativos para la actividad económica: menores costos financieros, mayor transparencia y un entorno favorable para el desarrollo del crédito y del mercado de capitales.
El segundo frente se centra en la tributación del empleo formal, una de las áreas donde el sistema actual genera más daño. La elevada carga tributaria sobre el trabajo registrado posee una elasticidad particularmente marcada: induce informalidad, reduce el empleo formal y deteriora la productividad. La evasión resultante erosiona la recaudación y castiga a quienes cumplen con sus obligaciones.
La experiencia comparada y la evidencia acumulada apuntan hacia una solución robusta: desgravar el empleo formal y compensar esa recaudación mediante tributos sobre bases más estables y menos evadibles. Tanto el profesor A. Guadagni como numerosos trabajos académicos del autor de esta columna han planteado la conveniencia de sustituir parte de las cargas sociales por gravámenes sobre hidrocarburos u otros bienes de baja elasticidad. Este enfoque reduce el costo laboral, impulsa la formalidad y estabiliza la recaudación.
Combinada con la reforma financiera y productiva, esta estrategia crea un círculo virtuoso: más empleo registrado, mayor bancarización, menor informalidad y mejor asignación de recursos.
Hay dos aspectos importantes: neutralidad hoy y sostenibilidad mañana. Aunque la reforma tributaria puede estructurarse de modo neutral en términos recaudatorios, la reducción duradera de la presión impositiva requiere un debate diferente. Para bajar impuestos de manera permanente, se necesita: 1) ampliar la base imponible mediante mayor formalidad; 2) reducir la evasión y, sobre todo, 3) reformar los compromisos de gasto intertemporal, en especial el sistema previsional.
La evidencia internacional es clara. Las reformas impulsadas por Sanguinetti (1996) y Lacalle Pou (2023) en Uruguay, las de Renzi en Italia, Rajoy en España, los ajustes en Grecia durante la década de 2010 y la reforma estadounidense de 1983 liderada por Alan Greenspan muestran que la sostenibilidad fiscal exige calibraciones actuariales coherentes con los cambios demográficos. En la Argentina, algo similar habría ocurrido si se hubieran mantenido las condiciones del proyecto previsional impulsado por Menem en 1993 y retomado por De la Rúa en 2000.
Por eso, es crucial distinguir la reforma tributaria orientada a eficiencia –de alcance inmediato y operativo– del debate sobre la reducción del gasto y de la presión fiscal total, que es más profundo, estructural y de largo plazo.
A modo de conclusión, para que la Argentina avance hacia un sistema tributario más racional, es necesario separar dos debates: por un lado, el rediseño impositivo orientado a la eficiencia, sin alterar la distribución de recursos entre niveles de gobierno; por el otro, la discusión sobre la sostenibilidad fiscal de largo plazo, ligada al gasto previsional y a la solvencia intertemporal del Estado.
La aplicación coherente del principio de neutralidad recaudatoria permite transformar una estructura regresiva y distorsiva en un sistema más simple, transparente y favorable al crecimiento. La reducción de la informalidad, el alivio de la carga sobre el empleo formal y la eliminación gradual de impuestos que penalizan la producción y la intermediación financiera pueden generar un entorno económico más dinámico, sin comprometer la estabilidad fiscal en el corto plazo. Bajo estas premisas, una reforma tributaria integral en la Argentina deja de ser un ideal abstracto y se vuelve un proyecto institucionalmente viable y económicamente necesario.

