
Ataques a las instituciones
Ni la ciudadanía, ni la dirigencia, ni los jueces y fiscales deberían asumir con naturalidad las graves ofensas y apologías del delito de los últimos días
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Aunque pocos lo recuerden, durante el gobierno de Raúl Alfonsín, en agosto de 1984, el Congreso de la Nación sancionó una ley de defensa de la democracia. Esta norma modificó artículos del Código Penal con el fin de proteger las instituciones de cualquier atentado contra el orden constitucional y la vida democrática.
Desde entonces se estableció, de acuerdo con la modificación del artículo 226 de ese código, que serán reprimidos con prisión de cinco a quince años quienes "se alzaren en armas para cambiar la Constitución, deponer alguno de los poderes públicos del gobierno nacional, arrancarle alguna medida o concesión o impedir, aunque sea temporariamente, el libre ejercicio de sus facultades constitucionales o su formación o renovación en los términos y formas legales".
La misma norma añadió al Código Penal el artículo 226 bis, de acuerdo con el cual quien amenazare pública e idóneamente con la comisión de alguna de las conductas previstas en el artículo 226 será reprimido con prisión de uno a cuatro años.
Seguramente no hace falta recordar esta norma de memoria para sentir tanto pasmo como indignación frente a ciertas manifestaciones escuchadas el viernes 24 en la Plaza de Mayo. Supuestamente, se trataba de una marcha en repudio de los golpes de Estado, como el acaecido en 1976; sin embargo, allí se pidió a los gritos que se vaya el actual presidente de los argentinos. Supuestamente también, era una movilización por la paz y por la vida, pero curiosamente se reivindicó a organizaciones como Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que sembraron el país de sangre desde mucho antes de que los militares tomaran el poder 41 años atrás y cuando las instituciones de la República estaban en funcionamiento. Puede esto último interpretarse como una clara apología del crimen, más allá de la profunda ignorancia de quienes reivindicaron aquella lucha armada o de su deliberado propósito de tergiversar la historia.
Durante el acto, escoltada por Aníbal Fernández y Roberto Baradel, la titular de la agrupación Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, además de insultar con inusitada vehemencia al presidente Macri, a quien tildó de "dictador", y de atacar a la líder de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, convocó a la multitud a desconocer la democracia: "Basta de ser democráticos para ser buenitos. Me cago en los buenos", enfatizó. Por si eso fuera poco, amenazó con volar la Casa de Gobierno. La escenografía montada en la Plaza de Mayo estaba en línea con esos gravísimos dichos: un grupo de jóvenes montó allí un helicóptero de cartón, que podía aludir al abandono del gobierno por parte del presidente Fernando de la Rúa, en diciembre de 2001, en medio de una crisis política, económica y social.
Unos días antes, en el mismo lugar, durante el transcurso de una movilización en apoyo de las demandas de los gremios docentes, el secretario general de la Federación Nacional de Docentes Universitarios (Conadu), Carlos de Feo, cometió un auténtico sincericidio que pareció desnudar la estrategia de ciertos sectores radicalizados dentro de los cuales se encuentran representantes del kirchnerismo. "No queremos que le vaya bien al Gobierno. Queremos que le vaya mal", sentenció, aunque se cuidó de aclarar inmediatamente: "Pero que no se caiga".
A nadie puede extrañar que agiten el fantasma del helicóptero quienes, como Cristina Fernández de Kirchner o Hebe de Bonafini, se hallan emparentadas por causas judiciales como Los Sauces y Sueños Compartidos, vinculadas a asociaciones ilícitas montadas para robarle recursos al Estado y beneficiarse a costa del presupuesto nacional. La violencia en el discurso de la dirigente de las Madres de Plaza de Mayo y de seguidores de la ex mandataria buscan desviar la atención de las evidencias jurídicas que las comprometen gravemente. La corrupción de la era kirchnerista se extendió a empresarios amigos del poder, a sindicalistas que hicieron de la extorsión un fructífero medio de vida con la venia gubernamental y a algunas organizaciones sociales y entidades de derechos humanos. Hoy, muchos de los que se enriquecieron sin disimulo gracias a un gobierno autoritario e impúdico esgrimen que ese presunto Estado social ha sido desplazado por un Estado represivo. Señalan desvergonzadamente que merced al exacerbado intervencionismo estatal se distribuía mejor la riqueza. Pero sólo se trata de otro relato falaz, que quedó al descubierto cuando el mandato de la ex presidenta feneció, con un tercio de habitantes por debajo de la línea de pobreza y con dirigentes y funcionarios que multiplicaron sus fortunas en forma descomunal.
Es probable que el gobierno de Macri evalúe que el lenguaje violento es rechazado ampliamente por la sociedad y, definitivamente, no ayuda a la oposición política. Tal vez esa especulación lo invite a cierta pasividad frente a los ataques contra las instituciones y la apología del delito que están cultivando sectores extremistas.
Sin embargo, nada de lo que aconteció en estos actos callejeros debería ser pasado por alto ni ser asumido con naturalidad por la ciudadanía. Mucho menos, por una dirigencia política que, se ubique en el oficialismo o en la oposición democrática, tendría que condenar con firmeza esta brutal ofensiva contra las instituciones y contra la investidura presidencial, ni por fiscales y jueces que deberían releer y aplicar la ley de defensa de la democracia.



