Becas o subsidios: dos culturas contrapuestas
Cuando la subvención deja de ser excepcional para volverse regla y deja de ser transitoria para convertirse en permanente, se diluye el valor de las cosas y se desnaturaliza el espíritu del esfuerzo y el trabajo
Suele verse a los subsidios como un tema de exclusiva naturaleza económica. Se habla de ellos en cifras millonarias, en porcentajes del PBI y en ecuaciones presupuestarias. Tal vez sea necesario, sin embargo, empezar a reparar en las cuestiones éticas y culturales que se asocian a una vida cada vez más subsidiada, en un país cada vez más empobrecido.
Cuando el subsidio deja de ser la excepción para empezar a ser la regla, deja de ser transitorio para convertirse en permanente y deja de ser selectivo para ser indiscriminado, se genera una “cultura del subsidio” que, de un modo casi imperceptible, moldea ciertos rasgos y reflejos de la sociedad. Se diluye el valor de las cosas; se desdibujan las nociones de austeridad y de uso racional de algunos bienes; se desnaturaliza el espíritu del esfuerzo y el trabajo, y se cae en una suerte de indiferencia colectiva ante las consecuencias profundas y estructurales que provoca la telaraña del financiamiento estatal. La cultura del subsidio estimula el egoísmo social e incentiva el “sálvese quien pueda”.
En la Argentina hemos naturalizado que el Estado “pague la fiesta”, sin reparar en que el Estado somos nosotros. Hemos aceptado, incluso, la ficción de las tarifas bajas, despreocupándonos del costo que eso tiene en materia de presión impositiva, déficit fiscal y endeudamiento crónico por parte del Estado. Nos cuesta ver que, de una manera o de otra, la fiesta de los subsidios la pagamos todos, y no solo tiene un precio altísimo, sino también dramático: la pagamos con niveles escandalosos de pobreza, porque la voracidad del Estado para sostener un déficit cada vez mayor ahoga al sector productivo e impide la generación de empleo; la pagamos con servicios públicos cada vez más deficientes, que reducen la factura de luz, pero obligan a cualquier negocio de barrio a comprar un grupo electrógeno; la pagamos con el deterioro de escuelas y hospitales públicos, que empujan a la clase media trabajadora a emigrar a la educación privada y al sistema de prepagas.
Nos parece natural que el Estado pague el 70% de nuestra factura de luz y de gas, y también que pague el transporte de millones de estudiantes universitarios (sin importar que provengan de familias de altos o bajos ingresos), que mantenga el boleto de tren en valores ridículos (cuesta más caro el remís a la estación que el tren de Buenos Aires a Tucumán) y que nos garantice el entretenimiento con “fútbol (gratis) para todos”. Ni siquiera nos resulta extraño que el Estado pague nuestras vacaciones con el programa Pre-Viaje. Tal vez para la próxima campaña nos propongan “Netflix libre”. ¿Creemos realmente que lo que es gratis no se paga?
De esos contrastes surgen algunas preguntas sobre la ética de los subsidios. ¿Es razonable que un Estado quebrado, imposibilitado de pagar sus deudas, financie las vacaciones de la clase media? ¿Es justo que, bajo la bandera del “boleto estudiantil”, los universitarios viajen gratis sin importar que provengan de familias acomodadas ni de colegios caros? ¿Es equitativo que en los barrios vulnerables sea más rentable tener un plan que ir todos los días a trabajar? La dirigencia política, enfrascada en discusiones de corto plazo y en polémicas por Twitter, parece cada vez menos dispuesta a debatir estos temas con seriedad.
Los subsidios son, por supuesto, una herramienta económica que, bien utilizada, resulta esencial en cualquier economía capitalista. Permite promover determinadas actividades, equilibrar ciertas distorsiones del mercado y amortiguar las consecuencias de flagelos sociales como el desempleo. El problema surge cuando, en lugar de ser aplicados con razonabilidad y objetivos acotados, se los convierte en una herramienta del populismo, utilizada sin reparar en las consecuencias y sin mirar el largo plazo. Esa parece ser la historia reciente de la Argentina, donde los subsidios pasaron del 0,9% del PBI en 2006, a casi el 5% del PBI en 2014.
Costaría encontrar mayores dosis de demagogia y desigualdad que las que se combinan en el eslogan “para todos y todas”, institucionalizado por la coalición gobernante. El subsidio debería ser solo para el que lo necesita, no “para todos”. Tampoco debería ser para siempre.
Otorgado en forma indiscriminada, el subsidio conspira contra la idea de que las cosas se deben ganar y merecer; no esperar que lluevan del cielo (o del Estado). Si el boleto solo fuera gratuito para estudiantes con necesidades y buen rendimiento académico, sería una cosa. Pero si no se le cobra a ninguno (como ocurre en la provincia), sin importar si lo necesitan o si son buenos o malos estudiantes, lo que enarbola el Estado es la bandera populista: “boleto gratis para todos y todas”, aunque en realidad lo paguen el obrero y la empleada doméstica con el impuesto más regresivo, que es el inflacionario. Se desmerece la beca, que se gana, para exaltar el subsidio, que se recibe. Parece un juego de palabras, pero es una diferencia de fondo que marca el espíritu de una sociedad.
La sabiduría popular lo explica mejor que cualquier teoría económica: “lo que mucho vale mucho cuesta”, dice el refrán español. En países con economías prósperas, como Francia o España, cualquier familia de clase media sabe que conviene usar el lavarropas después de las 18 porque, fuera del horario pico, rige una tarifa reducida. También tiene naturalizado un uso restringido de la calefacción y un manejo prudente del aire acondicionado. En un edificio promedio de París es probable que se mire mal a un vecino joven, sin impedimentos físicos, que utilice el ascensor para subir al primero o al segundo piso. Baldear la vereda con la manguera, en lugar de cargar los baldes necesarios, es motivo de multa. La energía eléctrica, igual que el agua, es un bien escaso y costoso. Su uso responsable, con pautas estrictas de austeridad, es parte del sentido común de las sociedades urbanas, aun en países ricos. El derroche es considerado una conducta antisocial. No es distinto de lo que nos inculcaban nuestros abuelos, que nos obligaban a apagar la luz cuando salíamos de la habitación. ¿Cuándo dejó de sonar familiar todo esto en la Argentina? ¿Cuándo empezamos a comportarnos con la indiferencia y la indolencia que incentiva la cultura del subsidio?
El populismo contamina el espíritu de las sociedades, que se tornan más permeables a esa cultura engañosa en contextos de crisis. Propone el atajo y el cortoplacismo; invita a la fiesta con la falsa promesa de que no tendrá costo. Muchos ven en el subsidio una compensación por las propias deficiencias del Estado. Otros –con razón– se aferran a ellos por falta de alternativas. Un jubilado seguramente preferiría cobrar lo suficiente para comprar sus remedios sin pasar penurias, pero como las jubilaciones son penosas, no tiene otra opción que aceptar los “remedios gratis” que le da el Estado. Nos cuesta ver que el crecimiento descontrolado de los subsidios es una de las explicaciones de las jubilaciones miserables. Es natural que una sociedad empobrecida vea en el subsidio un alivio. Es natural, incluso, que utilice las ventajas que se le ofrecen como una especie de atenuante ante la destrucción del poder adquisitivo del salario. ¿Por qué alguien rechazaría el Pre-Viaje si el Estado se lo ofrece? ¿Para ahorrarle un peso a un Estado que subsidia por acá y esquilma por el otro lado? El populismo alimenta ese círculo vicioso. Es probable que el que puede prefiera aportar a una colecta de Maratea antes que arrojar su plata al barril sin fondo del Estado.
La cultura del subsidio no solo alienta distorsiones éticas y culturales: también alimenta la corrupción. Las empresas que viven del subsidio, en lugar de contratar personal para mejorar sus servicios, contratan lobistas para “arreglar” con el funcionario de turno.
No será de un día para el otro. Pero quizá debamos empezar por reivindicar la cultura de la beca, que se otorga por merecimiento, selectivamente, a quien la necesita y se esfuerza por obtenerla, en lugar de la cultura del subsidio, que creemos que viene “de regalo”, pero lo pagamos con intereses a través del endeudamiento, la inflación y la voracidad impositiva. Beca o subsidio: tal vez en esa opción se sintetice el futuro de la Argentina.